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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 160

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Capítulo 160: A un aliento del desastre

Lucian no sabía si era su olor, su voz rota o la forma desesperada en que sus dedos se aferraban a su camisa… pero algo dentro de él simplemente cedió. Eliza lo abrazaba con la necesidad de alguien que ha estado conteniendo lágrimas durante horas, como si él fuera su único refugio en un mundo que la desgarraba. Y eso lo destruía por dentro, porque él no debía serlo, no podía serlo. Había venido cargado de rabia, de celos, de la decisión de arrastrarla lejos del castillo, lejos de Damián, lejos de cualquier amenaza que la reclamara que no fuera él mismo. Pero Eliza, siendo Eliza… solo sabía desarmarlo cada vez que respiraba cerca de él.

Con un movimiento lento, casi reverente, Lucian levantó su rostro del cabello de ella y la miró. No como el Alfa enemigo que su manada temía, ni como el hombre que había atravesado el castillo con el pecho ardiendo en celos. La miró como el lobo que llevaba semanas luchando contra su propia naturaleza, como el macho que la deseaba con una intensidad que rozaba lo prohibido.

—Eliza… —murmuró, con una voz tan baja y ardiente que parecía derretirse contra su piel— no sabes lo que me haces cuando corres a mí así.

Ella alzó la mirada, confundida, vulnerable, tan hermosa que él sintió cómo sus sombras vibraban bajo su piel. Lucian deslizó una mano por su espalda, bajando muy despacio hasta abrazar su cintura. La tomó con fuerza, obligándola a sentir la tensión salvaje de su cuerpo, el temblor que había intentado ocultar desde que entró a la habitación.

—No deberías tocarme —susurró ella, apenas un hilo de cordura brillando en sus ojos… pero sus manos seguían sujetándolo.

Lucian inclinó su rostro, rozándole la boca con la suya, como una amenaza hecha de aliento.

—Entonces aléjate —dijo en un susurro que sonó a pecado—. Dilo, Eliza. Dime que no me quieres. Dime que no me deseas. Y te juro que me iré.

Ella tragó, la garganta moviéndose con un temblor delator. No dijo nada. No pudo.

La sonrisa de Lucian se quebró apenas, esa expresión peligrosa, rota, que solo aparecía cuando perdía el control.

Su pulgar rozó la comisura de sus labios.

—Eso pensé.

La besó.

No fue un beso suave. No fue un beso de alivio o reencuentro. Fue un beso que quemaba, que reclamaba territorio, que exigía todo lo que ella había estado intentando arrancar de su pecho. Eliza gimió contra su boca, un sonido involuntario que lo hizo perder la poca contención que le quedaba. La tomó de las caderas, pegándola a su cuerpo, haciéndole sentir exactamente cuánto la quería, cuánto la había esperado. Sus sombras danzaron alrededor, salvajes, pero sin tocarla, ardiendo en deseo y furia contenida.

Lucian la levantó por la cintura sin romper el beso. Ella, ya sin pensar, rodeó su cuello con las piernas, aferrándose a él como si su cuerpo fuera el único lugar donde su corazón no dolía.

—Así —gruñó él contra sus labios, con un tono tan oscuro que le estremeció los huesos—. Así te quiero. Aquí. Conmigo. Siempre.

Eliza apoyó su frente en la suya, respirando como si el aire fuera demasiado caliente.

—Lucian… Damián dijo que… que no debo pasar tiempo contigo hasta que todo se aclare.

Fue solo un segundo. Solo un instante en el que él se detuvo, pero ese instante fue suficiente para que ella sintiera cómo el aire alrededor de Lucian temblaba. Su respiración se volvió más profunda, más grave, más poseída.

—¿Eso te dijo? —susurró él, deslizando su boca por su mandíbula, por la curvatura suave de su cuello, bajando hasta el lugar exacto donde la había marcado. Allí, en esa cicatriz de destino, presionó sus labios con una mezcla de amenaza y adoración.

Ella levantó la mano temblorosa, enredando sus dedos entre los gruesos y hermosos mechones de Lucian. Su cabello caía en ondas salvajes sobre su frente y nuca, suave pero indomable, como él. Al tocarlo, Eliza soltó un jadeo que subió desde lo más profundo de su pecho… un sonido que incendió cada pensamiento en la mente del Alfa. Lucian sonrió contra su piel, una sonrisa baja, oscura, peligrosa… la clase de gesto que anunciaba que algo dentro de él acababa de romperse para siempre.

—Lucian… —susurró ella, ya sin aire.

Él respondió sin apartar la boca de su cuello.

—Dime que me detenga —roncó, voz de desafío y súplica mezclados, como si estuviera al borde de perderlo todo—. Dímelo… y no volveré a tocarte.

Pero no lo hizo.

No podía.

Lucian la tomó de los hombros, arrastrándola hacia él un poco para verla directo a los ojos. Sus dedos eran duros, posesivos, como si temiera que ella se desvaneciera si aflojaba un instante. Eliza levantó la mirada, esos ojos azules tan llenos de conflicto como de deseo, y lo observó con la misma intensidad que él… pero nuevamente, no dijo nada.

Y ese silencio fue su perdición.

Lucian sonrió como un demonio que acababa de obtener permiso para quemar el mundo entero.

—Entonces ven aquí, mi luna… —susurró, tomándola del rostro con ambas manos, sus dedos extendiéndose por sus mejillas como si la estuviera reclamando—. Deja que me pierda en ti un poco más.

Eliza no alcanzó a respirar cuando Lucian la atrajo y la besó de nuevo. Esta vez no hubo paciencia. Ni contención. Ni una sola sombra de control. Fue un beso crudo, visceral, que reclamaba, que arrebataba, que exigía cada parte de ella sin pedir permiso. Su cuerpo se pegó al de ella con una fuerza desesperada, como si temiera que, si la soltaba, ella sería arrancada por la luna que entraba por la ventana.

Mientras la besaba, la habitación pareció encogerse. Las paredes de piedra antigua vibraron con la energía de las sombras de Lucian, que reverberaban como si el aire mismo se tensara alrededor de ellos.

Su mano se deslizó bajo su blusa, arrastrando la tela hacia arriba con un gesto lento, posesivo, mientras su boca descendía por su cuello, su clavícula, su hombro desnudo. Eliza sintió que cada centímetro que él tocaba se convertía en fuego líquido que le derretía los huesos.

—Lucian… —jadeó, arqueando el cuerpo hacia él como si fuera un imán imposible de resistir.

—Dioses… —él soltó un suspiro quebrado contra su piel, su voz casi un gemido masculino— no tienes idea de lo que me haces cuando dices mi nombre así…

Sus dedos se cerraron con firmeza en su cintura, arrastrándola hacia él, alineando sus cuerpos de una forma peligrosa, devastadora, inevitable. Ella sintió cada músculo tenso bajo su ropa, cada respiración irregular, cada pulso frenético golpeándole contra la piel. Lucian apoyó su frente contra la de ella, respirando como si hubiera corrido miles de kilómetros.

—No debería tocarte —murmuró, aunque sus manos la desmentían, ascendiendo por su espalda desnuda, rozando su piel con la devoción de alguien que lleva meses conteniéndose—. Pero estoy cansado de fingir que no te quiero así.

Eliza se aferró a sus hombros, a esos hombros anchos y tensos que parecían hechos para cargar mundos. Su mente gritaba que debía detenerlo… pero su cuerpo traicionero, hambriento, ya había elegido.

Lucian la levantó de nuevo, sujetándola con firmeza debajo de los muslos, haciéndola sentir completamente a su merced. En el movimiento, la espalda de Eliza chocó con una pequeña mesita lateral cerca de la columna. El mueble tembló, se ladeó y terminó cayendo de costado, derramando una vela encendida y un frasco de perfume sobre la alfombra. El sonido seco del golpe pareció encender aún más el aire entre ellos.

Él la llevó contra la columna de piedra, presionándola entre su cuerpo y la fría superficie. La sensación de ser sostenida por él, de que sus movimientos eran los que la mantenían en el aire, le arrancó un suspiro roto que él devoró con los dientes en su cuello.

—Te siento temblar… —susurró Lucian contra esa piel tan sensible de su cuello—. Tu cuerpo siempre me dice la verdad antes que tus palabras.

Eliza hizo un sonido ahogado cuando él descendió por el costado de su cuello, rozando con sus labios y dientes esa zona donde su piel se erizaba hasta volverse electricidad pura. Su cabello cayó sobre su rostro, desordenado, mientras sus sombras se agitaban alrededor de ellos como llamas negras, sin tocarlos, pero haciéndole saber que él ya no estaba conteniendo absolutamente nada.

Lucian deslizó una mano por su muslo con una lentitud calculada, casi reverencial, ascendiendo como una caricia que reclamaba territorio sin pudor. Sus dedos ardían; cada centímetro que recorrían dejaba un rastro de electricidad que hacía a Eliza apretar más fuerte la columna detrás de ella.

—Dime que me pare, Eliza… —repitió él, con una voz tan grave y tibia que le rasgó un estremecimiento desde la nuca hasta el vientre—. Dímelo, y lo haré.

Su boca descendió, rozando el borde de su ropa con el aliento cálido y desigual, respirando contra su piel hasta que los dedos de ella se enterraron en su nuca sin siquiera darse cuenta.

—Pero si no lo dices… —susurró sin apartarse de su muslo— …me voy a perder en ti. Aquí. Ahora.

Eliza apretó los dientes, intentando contener el gemido que se le escapó igual, rompiéndole la cordura. Ese sonido lo mató. Lo destruyó. Lo encendió.

—No… pares —susurró ella, con la voz tan temblorosa que parecía pedir auxilio y condena a la vez.

Lucian levantó la cabeza. Sus ojos no eran solo oscuros; eran hambre pura, deseo sin disfraz, un abismo dispuesto a tragarla completa.

—Mi luna… —murmuró con un hilo de voz que vibraba de peligro— no sabes lo que acabas de hacer.

Subió por su cuerpo con la boca, trazando un camino lento y devastador por su pecho hasta volver a besarla, esta vez con una devoción brutal, como si cada movimiento fuera una súplica por algo que ya había decidido tomar. Sus manos seguían recorriéndola sin prisa, explorándola como si hubiera deseado tocarla así durante vidas enteras.

Las sombras a su alrededor no se quedaban quietas. Vibraban, se agitaban, se tensaban como bestias contenidas, sin atreverse a rozarla porque él las retenía con un control tan frágil que parecía a punto de romperse.

Eliza lo sentía arder bajo su tacto.

Lucian la sentía rendirse en cada respiración cortada.

Y entre los dos, el aire temblaba como si algo sagrado estuviera deshaciéndose.

Una de sus manos bajó lentamente por su torso, deteniéndose justo donde ella empezó a temblar más fuerte.

—Eliza… —susurró, esa voz que parecía amenaza, súplica y deseo todo en uno— no sabes cuántas deseaba volver a tenerte entre mis brazos.

La besó otra vez, más hondo, más intenso, como si quisiera grabar su boca en la de ella. La otra mano se hundió en su cabello, guiándola, obligándola a recibirlo sin escapar, sin pensar, sin respirar algo que no fuera él.

La luna entraba por los ventanales del jardín, iluminando sus figuras como si estuviera bendiciendo o condenando la escena. El viento movía las hojas de los rosales; las flores nocturnas se abrían en silencio. Y el castillo entero parecía contener el aliento, como si supiera que nadie debía interrumpirlos.

Lucian la mantenía atrapada entre su cuerpo y la columna de piedra, pero la forma en que la sostenía no tenía nada de violento. Era posesiva, desesperada, el abrazo de un hombre que llevaba demasiado tiempo conteniéndose por un bien que ya no podía recordar. Sus manos descendieron por su espalda, delineando cada curva con los pulgares, deteniéndose en sus caderas para marcarlas como suyas mientras su boca volvía a devorarle el cuello.

Eliza dejó caer la cabeza hacia atrás, ofreciéndose sin darse cuenta, respirando entrecortado, vulnerable y ardiendo.

—Mírame —ordenó él.

Ella obedeció de inmediato, los ojos azules brillando bajo la luz plateada del jardín como si fueran hielo derritiéndose. Lucian soltó un suspiro tembloroso, uno arrancado desde lo más hondo de su pecho.

—No tienes idea… —murmuró mientras sus dedos se deslizaban bajo la tela de su blusa, subiéndola lentamente, torturándola con cada milímetro— …de lo que me haces luchar por controlarme.

Sus manos rozaron la piel desnuda de su abdomen, ascendiendo con una lentitud exquisita hasta la base de sus costillas. Eliza se arqueó de inmediato, un gemido suave escapándole sin permiso, como una confesión involuntaria.

Lucian cerró los ojos un instante, como si ese sonido hubiera sido un golpe directo a su cordura.

—Hazlo otra vez —susurró contra su oído, su voz baja y oscura, una orden disfrazada de ruego.

Ella tembló bajo él, un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. Lucian sonrió apenas… no una sonrisa amable, sino una sonrisa peligrosa, indulgente, que anunciaba lo poco que quedaba de su control.

Su boca descendió hasta el inicio de su pecho. Primero un roce tibio, luego un beso más profundo, después una mordida suave que la hizo soltar exactamente ese sonido que él buscaba.

Lucian gruñó, no furioso… sino hambriento, desesperado, rendido.

—Dioses, Eliza… —sus labios rozaron su piel como una plegaria rota, como si cada sílaba fuera algo que le arrancaba la cordura— te juro que no puedo… no contigo.

Antes de que ella pudiera responder, Lucian la levantó con una facilidad feroz, pura fuerza contenida, obligando a sus piernas a enroscarse en su cintura. Sus manos la sujetaron con una firmeza que no dejaba espacio para dudas, para escape, para aire. La sostenía como si fuera lo único que el universo tenía derecho a darle… y él no fuera a soltarlo jamás.

El movimiento fue tan brusco, tan cargado de deseo, que una maceta cercana vibró y terminó por caer, estrellándose contra el suelo en un estallido de cerámica. La tierra oscura se desparramó por la piedra, el sonido resonando en el jardín silencioso como un anuncio de lo que estaba por ocurrir.

Pero ninguno de los dos miró hacia allí.

Ninguno pestañeó.

Estaban demasiado consumidos uno por el otro.

El cuerpo de Eliza chocó con el de él de una forma tan precisa que casi dolió. Sus respiraciones se mezclaron; sus líneas encajaron como piezas condenadas a unirse; el deseo de ambos quedó atrapado entre esos pocos centímetros que ya no existían. Eliza soltó un jadeo ahogado, uno que intentó contener pero que escapó igual, rozándole la boca.

Lucian cerró los ojos un segundo, temblando contra ella, como si ese sonido fuera más de lo que podía soportar. Luego apoyó su frente en la de ella, sus respiraciones chocando, mezclándose, devorándose.

—Sientes eso… —murmuró, y la palabra vibró entre los dos.

Sus caderas se movieron con descaro, estaba duro contra ella, podía sentirlo como una roca tratando de reclamarla

El movimiento la incendiaba, estaba empapa por él, lo deseaba.

La clase de provocación que no buscaba un permiso, sino una confesión.

Eliza se aferró a sus hombros, los dedos temblando, las uñas marcando su piel a través de la tela.

Lucian contuvo un gruñido que sonó más a ruego que a amenaza, su respiración rompiéndose al sentir la respuesta involuntaria de ella, ese temblor, ese calor, esa humedad que atravesaba la ropa interior, su miembro deseaba explotar dentro de su Luna.

—Eso es lo que me haces —susurró contra su boca, tan cerca que podía sentir las palabras

La forma en que la sostenía… era la de un hombre que no quería detenerse en absoluto.

El jardín contuvo el aliento.

La luna pareció inclinarse hacia ellos.

Y entre los dos, el mundo entero pendía de un hilo a punto de romperse.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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