Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 53
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53: Al Acecho (Lucian) 53: Al Acecho (Lucian) La sangre aún teñía mis colmillos.
Podía sentir el sabor metálico en mi lengua mientras mi pecho subía y bajaba con fuerza, mis pulmones quemando por la intensidad de la pelea.
El lobo renegado había huido, pero no había satisfacción en mi victoria.
No cuando ella seguía allí, temblando contra el árbol, con su mirada perdida llena de miedo y su cuerpo frágil luchando por mantenerse en pie.
El vínculo entre nosotros era un fuego que me consumía lentamente, quería mantenerme lejos, pero algo me lo impide.
La había sentido con sus emociones, como un tirón invisible que me arrastraba hacia ella, necesitaba saber si estaba bien.
Y ahora, verla tan vulnerable, tan rota, hacía que algo en mí se quebrara.
Quería verla así, pero no de esta manera.
Nadie más podía tocarla, solo yo podía causar esas emociones en ella.
Mis ojos dorados se encontraron con los suyos, y por un instante, todo quedó en silencio.
El bosque dejó de existir; solo estábamos ella y yo, dos almas atrapadas en un destino que ninguno de los dos entendía completamente.
Quería acercarme, consolarla, pero sabía que mi forma actual solo inspiraría miedo.
Así que di un paso atrás, obligándome a alejarme a pesar del dolor que eso me causaba.
—Gracias— susurró ella, su voz apenas un hilo de aire.
Asentí levemente, incapaz de decir nada.
Me acerqué solo lo suficiente para aspirar su aroma una vez más, ese perfume que me obsesionaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Pero entonces, el sonido de pasos en la distancia me obligó a retroceder.
Los guerreros del castillo estaban cerca.
Me escondí entre las sombras mientras los soldados llegaban.
Mis ojos ardían de celos al ver a Damián correr hacia ella.
Su preocupación era palpable mientras se arrodillaba a su lado y la inspeccionaba con manos demasiado íntimas para mi gusto.
Rugí internamente, sintiendo a Luca, mi lobo, golpear contra las barreras de mi mente.
—Es nuestra —gruñó Luca—.
No permitas que él la toque.
—Cállate —le respondí mentalmente, aunque sentía la misma furia ardiendo en mis venas.
Damián la levantó en brazos con una facilidad que me enfureció aún más.
Ella se relajó contra él, confiando en él de una manera que jamás lo haría conmigo.
Algo oscuro y primitivo se agitó dentro de mí mientras los seguía desde las sombras hasta el castillo.
No podía apartarme; no podía dejarla sola en ese lugar maldito.
Esa noche me quedé bajo la luz de la luna, observando su ventana desde la distancia.
La vi moverse dentro de su habitación, su figura iluminada por la tenue luz de una vela.
Parecía tan pequeña, tan perdida… Quería subir allí, envolverla en mis brazos y prometerle que nunca más estaría sola.
Pero sabía que era imposible.
Entonces apareció Damián, entró en su habitación sin siquiera tocar la puerta, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí.
Mi mandíbula se tensó mientras los veía discutir.
No podía escuchar lo que decían al principio, pero sus gestos eran intensos.
Me acerqué lo más posible sin ser detectado, hasta que sus voces llegaron a mis oídos.
—No me importa —dijo Eliza entre lágrimas—.
Vete.
—Necesitamos hablar—respondió Damián con firmeza.
Ella se giró, dándole la espalda con un movimiento brusco.
—Te dije que no me importaba.
¡Lárgate!
Lo vi dar un paso hacia ella, intentando calmarla con palabras que no lograban llegar a su corazón.
Entonces ella perdió el control.
Sus puños golpearon su pecho repetidamente mientras las lágrimas caían por su rostro como ríos desbordados.
Pero lo peor fue cuando él la abrazó.
La sostuvo contra él con una ternura que me hizo querer arrancarle el corazón con mis propias manos.
—Te quedarás aquí desde hoy —dijo Damián con voz autoritaria.
Ella se apartó de él con furia.
—Ni lo sueñes.
—Deja de discutir conmigo —gruñó él, usando su voz de Alfa.
Pero Eliza no se dejó intimidar.
Su mano voló hacia su rostro en un movimiento rápido y certero, dándole una bofetada que resonó en la habitación.
—¡Lárgate!
—gritó ella.
Damián no dijo nada más.
Se quedó quieto por un momento antes de marcharse y cerrar la puerta con un portazo.
Los sollozos de Eliza llenaron el aire, desgarrándome por dentro.
Sentía su confusión y su dolor a través del vínculo que compartíamos, pero también algo más… una pequeña chispa de alivio y esperanza que no comprendía del todo.
Esperé pacientemente hasta que sus emociones se calmaron y finalmente cayó en un profundo sueño.
La luna estaba alta en el cielo cuando decidí actuar.
Las sombras eran mis aliadas; la diosa luna me había bendecido con el poder de manipularlas a mi voluntad.
Deslicé mi cuerpo entre ellas, apareciendo dentro de su habitación sin hacer el menor ruido.
Allí estaba ella, dormida sobre la cama como un ángel caído.
Su cabello dorado se esparcía sobre la almohada como un halo resplandeciente.
Su piel pálida estaba manchada por las lágrimas que había derramado horas antes, y sus labios carnosos temblaban ligeramente mientras respiraba profundamente.
Su aroma a vainilla llenaba cada rincón de la habitación, envolviéndome en una dulce tortura.
Me acerqué lentamente, incapaz de resistir la necesidad de estar cerca de ella.
Cada paso era un acto de adoración silenciosa; cada respiración mía se sincronizaba con la suya.
Me detuve junto a la cama y me incliné hacia ella, aspirando su aroma una vez más, esta vez mezclado con el aroma de su sangre.
Quería tocarla, pero no me atreví.
Sabía que si lo hacía, no sería capaz de detenerme.
Mi deseo por ella era una bestia salvaje dentro de mí, rugiendo por ser liberada.
Pero no podía asustarla más de lo que ya lo había hecho el mundo.
—Eres mía —susurré en voz baja, apenas un murmullo que se perdió en la oscuridad.
Ella se movió ligeramente en sueños, como si pudiera sentir mi presencia incluso en su inconsciencia.
Mi pecho se apretó al verla tan vulnerable, tan hermosa… tan inaccesible para mí.
Sabía que debía irme antes de que alguien descubriera mi intrusión.
Pero antes de desaparecer entre las sombras una vez más, dejé una pequeña flor sobre su almohada: una rosa negra que había encontrado en el bosque aquella noche.
Una promesa silenciosa de que siempre estaría allí para protegerla, incluso si nunca podía reclamarla como mía.
Con un último vistazo a su rostro dormido, me deslicé entre las sombras y desaparecí en la noche.
La luna brillaba intensamente sobre mí mientras regresaba al bosque en dirección a mi manada, mi corazón pesado con emociones que no podía nombrar ni comprender del todo.
No sabía exactamente qué hacer con ella el vínculo me estaba volviendo loco.
¿la necesitaba cerca únicamente por su venganza o por algo más?
Cuando crucé las puertas principales, los guardias se apartaron con el simple hecho de sentir mi presencia.
Sabían que no era un momento para interponerse en mi camino.
Sin embargo, mi mente no estaba en ellos ni en las miradas curiosas que me seguían mientras avanzaba por los pasillos de piedra.
Mi mente estaba con ella.
Con Eliza.
El eco de mis pasos resonaba en el corredor principal cuando vi a Jaxon esperándome en el vestíbulo.
Su postura rígida y la sombra de preocupación en su rostro hablaban por sí mismas.
Entendía por qué.
Hablábamos de guerras y traiciones.
Sabíamos que la pena era la muerte, pero el riesgo valía la pena.
—Lucian —saludó, inclinando ligeramente la cabeza—.
¿Todo está bien?
—Define bien —respondí con un gruñido mientras pasaba junto a él.
Jaxon me siguió sin necesidad de ser invitado, su mirada analítica clavada en mi rostro.
Sabía que no podía ocultarle nada, pero tampoco estaba dispuesto a hablar de lo que había ocurrido.
No todavía.
—¿Qué necesitas?
—preguntó finalmente, su tono cargado de paciencia forzada.
Me detuve frente a una de las ventanas altas del castillo, observando cómo la luna bañaba el bosque con su luz plateada, burlándose de mí, dándome a una compañera humana, que no podía arrancar de mi mente.
Respiré hondo antes de hablar.
—Quiero que convoques al consejo —dije al fin, girándome para enfrentar su mirada inquisitiva—.
Tengo una oferta que hacerles.
Jaxon arqueó una ceja, cruzando los brazos sobre el pecho.
—¿Qué clase de oferta?
—El próximo Baile de la Luna Carmesí —anuncié, dejando que las palabras flotaran en el aire entre nosotros—.
Quiero que se celebre aquí, en el castillo.
El silencio que siguió fue casi tangible.
Jaxon me miró como si hubiera perdido la cabeza, y tal vez lo había hecho.
Pero no me importaba.
Tenía un plan, uno que no podía permitirme abandonar ahora.
—¿El Baile de la Luna Carmesí?
—repitió lentamente, como si necesitara asegurarse de haber escuchado bien—.
¿Estás diciendo que quieres invitar a todas las manadas al castillo?
Asentí, manteniendo mi expresión firme a pesar de la duda que veía reflejada en sus ojos.
—Sí.
Tenemos que vernos lo más inocentes posibles.
Este evento podría fortalecer nuestra imagen de querer formar alianzas y… resolver algunos asuntos pendientes.
Ya sabes, toda esa basura que le importa al consejo.
Vi la vacilación de Jaxon por un momento, su mente trabajando rápidamente para encontrar un sentido a mi propuesta.
—¿Esto tiene algo que ver con ella?
—preguntó finalmente, su voz baja pero cargada de significado.
Mi mandíbula se tensó al escuchar su pregunta.
No quería admitirlo, ni siquiera a mí mismo, pero sabía que no podía mentirle a Jaxon.
—Necesito que Eliza esté aquí esa noche —confesé en voz baja, casi como si temiera que las paredes pudieran escucharme—.
No importa cómo lo hagas, pero asegúrate de que venga al baile.
Jaxon me observó en silencio durante un largo momento antes de asentir lentamente.
—Lo haré —dijo al fin—.
¿Algo más, Alfa?
—Algo está pasando en la manada Sangre de Hierro, algo que no causamos nosotros.
Investiga qué sucede.
Dicho esto, me giré y me marché hacia mis aposentos.
Mi mente estaba invadida por Eliza; no podía dejar de pensar en ella, en la forma en que había temblado bajo la luz de la luna, en el dolor y la furia que había visto en sus ojos cuando enfrentó a Damián.
Ella era un misterio envuelto en cicatrices, una llama que ardía con demasiada fuerza para ser contenida.
Y yo… yo era un hombre condenado a quemarme en ella.
Cuando llegué a mi habitación, cerré la puerta tras de mí y dejé escapar un suspiro pesado.
Me lancé a la cama con una mezcla de agotamiento y frustración recorriendo mi cuerpo.
Necesitaba un largo descanso, pero sabía que la calma nunca llegaría mientras ella siguiera ocupando cada rincón de mi ser.
Eliza era más que una obsesión; era una tormenta que había arrasado con todo lo que creía conocer sobre mí mismo.
Y ahora, mientras el castillo dormía bajo el manto plateado de la noche, yo permanecía despierto, atrapado entre el deseo y la condena.
Esa noche, después de lo ocurrido, no pude conciliar el sueño.
Mi mente estaba atrapada en esa conversación de Damián con Eliza; pagaría caro el haber tocado a su compañera, haber tenido la osadía de nombrarla su compañera.
Aunque ella era una insulsa humana, era mía.
Solo mía.
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