Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 6
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6: Eliza 6: Eliza La noche era un océano de sombras profundas y brisas heladas que se colaban por los rincones del campus.
Eliza se encontraba en el balcón de su habitación, con la mirada perdida en el horizonte, pero esta vez todo era diferente.
El aire parecía más denso, casi tangible, como si la oscuridad misma la envolviera en un abrazo que no podía rechazar.
Sus dedos temblorosos se aferraban al barandal, pero no era el frío lo que la inquietaba; era la sensación de que algo, o alguien, estaba cerca.
Muy cerca.
De repente, lo sintió.
Esa presencia inconfundible que había comenzado a asediarla desde su llegada a Stanford.
No necesitaba girar la cabeza para saber que estaba allí.
Lo sabía, lo sentía en los latidos erráticos de su corazón, en el calor que se encendía en su piel como un fuego lento.
Cerró los ojos, intentando calmarse, pero fue inútil.
Un susurro apenas audible rozó su oído, tan íntimo que la hizo estremecerse.
—Eliza…
Su nombre flotó en el aire como un hechizo, y cuando abrió los ojos, allí estaba él.
Lucian.
Alto, con una presencia que parecía absorber toda la luz a su alrededor.
Su cabello negro caía desordenado sobre su frente, y sus ojos dorados brillaban con una intensidad casi sobrenatural.
Había algo en su mirada que la desarmaba, una mezcla de posesión y deseo que la hacía sentir expuesta, vulnerable.
Sin embargo, no podía apartar la vista de él.
—¿Qué haces aquí?
—preguntó Eliza, aunque su voz salió más como un susurro tembloroso.
Lucian no respondió de inmediato.
En lugar de eso, dio un paso hacia ella, cerrando la distancia entre ambos.
Eliza retrocedió instintivamente, pero su espalda chocó con el barandal del balcón.
No había escapatoria.
—Te observo —dijo finalmente, su voz profunda y grave resonando como un eco en su mente—.
Siempre te observo.
Eliza sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor.
¿Qué significaban esas palabras?
¿Por qué no podía apartar la mirada de esos ojos que parecían desnudar su alma?
—¿Por qué?
—logró preguntar, aunque su voz era apenas un murmullo.
Lucian inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluándola, estudiándola.
Luego levantó una mano y rozó su mejilla con los dedos.
Su toque era frío como el mármol, pero al mismo tiempo despertaba un calor abrasador en su interior.
—Porque eres mía —respondió con una certeza que la dejó sin aliento—.
Desde el momento en que llegaste aquí, lo supe.
No puedes escapar de mí, Eliza.
Ni ahora ni nunca.
Ella quiso protestar, decirle que estaba equivocado, que no le pertenecía a nadie.
Pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta cuando Lucian se inclinó aún más cerca, tan cerca que podía sentir su aliento contra su piel.
—He esperado tanto tiempo…
—murmuró él, sus labios a escasos centímetros de los de ella—.
Tanto tiempo para encontrarte.
Eliza cerró los ojos, atrapada entre el miedo y una atracción inexplicable que la consumía por completo.
Su mente le gritaba que se apartara, que corriera lejos de él, pero su cuerpo no respondía.
Estaba atrapada en un hechizo del que no podía escapar.
De repente, el entorno cambió.
Ya no estaban en el balcón; ahora se encontraban en un bosque oscuro y silencioso, con árboles altos que se alzaban como gigantes alrededor de ellos.
La luna llena brillaba en lo alto, bañando todo con una luz plateada que hacía que los ojos de Lucian brillaran aún más intensamente.
—¿Dónde estamos?
—preguntó Eliza, aterrorizada y fascinada al mismo tiempo.
Lucian no respondió de inmediato.
En lugar de eso, extendió una mano hacia ella, como si le ofreciera algo más que un simple gesto; una promesa, un destino compartido.
—En mi mundo —dijo finalmente—.
Un mundo donde no hay reglas, donde nadie puede separarte de mí.
Aquí estás segura, conmigo.
Eliza dudó por un instante, pero luego tomó su mano casi sin darse cuenta.
Al hacerlo, sintió una corriente eléctrica recorrer todo su cuerpo, como si algo dentro de ella despertara por primera vez.
Lucian la atrajo hacia sí con una fuerza suave pero irresistible, y cuando sus labios finalmente se encontraron con los de ella, fue como si el tiempo mismo se detuviera.
El beso fue intenso, ardiente y posesivo, como si Lucian estuviera marcándola de alguna manera invisible pero permanente.
Eliza sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies; todo lo que existía era él, su toque, su aroma, su presencia envolvente que la reclamaba como suya.
Cuando finalmente se separaron, Eliza estaba jadeando, con las mejillas encendidas y el corazón latiendo desbocado en su pecho.
Pero Lucian no parecía dispuesto a dejarla ir tan fácilmente.
Rodeó su cintura con un brazo firme mientras la miraba con esos ojos dorados que parecían arder con una intensidad peligrosa.
—No temas —le susurró—.
Nunca dejaré que nada ni nadie te lastime…
porque eres mía, Eliza.
Siempre lo has sido.
En ese momento, un aullido lejano rompió el silencio del bosque, haciendo eco entre los árboles como una advertencia oscura y primitiva.
Pero Eliza no podía apartar la mirada de Lucian; el se inclinó a su cuello, pudo sentir sus colmillos perforando su piel.
Y entonces despertó, el sonido de su grito desgarrador en la cama fue lo único que se escuchaba en el silencioso campus, sus manos en automático fueron directo a su garganta.
La noche fresca contrastaba con el calor que Eliza sentía.
Era la tercera noche consecutiva en que Eliza despertaba sobresaltada, con el corazón latiendo frenéticamente en su pecho.
No podía entender por qué su subconsciente seguía empeñado en jugarle estas malas pasadas, apenas había visto unos segundos a Lucian, quien se acababa de enterar era catedrático de la facultad.
Se incorporó lentamente, con el sudor perlándole la frente y una sensación de inquietud que no lograba sacudirse.
Se frotó los brazos en un intento de calmar el escalofrío que recorría su cuerpo y, sin pensar demasiado, se dirigió al pequeño balcón de su habitación, el mismo donde hace unos momentos estuvo en sus sueños.
La brisa nocturna la envolvió como una caricia fría, pero no desagradable.
Desde allí, podía observar el campus universitario, extendiéndose como un laberinto de edificios y senderos iluminados por farolas titilantes.
Era su refugio, su nuevo comienzo.
Sin embargo, algo en esas noches recientes le decía que algo no estaba tan bien como ella esperaba.
Había llegado apenas hace tres días para instalarse en el campus, su madre le había dicho que podía ir a Alpha Phi, su antigua Fraternidad ya que tenía un Legado, pero lo había rechazado por completo.
Ella era una chica sencilla de San Diego, CA, le gustaba surfear, andar en patineta y las frivolidades de las fraternidades no era lo suyo.
Estaba comenzando su primer año en la facultad de derecho.
Todo había salido según lo planeado; había quedado en la universidad que fue su primera opción, lo suficientemente lejos de su madre y a la vez cerca de casa; le habían asignado una habitación en el último piso solo para ella, lejos del bullicio de los pasillos principales.
Era perfecta para alguien como ella, que prefería el silencio y la tranquilidad.
Sin embargo, esa paz tan ansiada parecía haberse visto interrumpida por algo que no lograba comprender.
Sus dedos se aferraron al barandal del balcón mientras sus ojos recorrían el paisaje nocturno.
Todo parecía normal, pero había algo en el aire, que la hacía sentir observada.
De repente, un movimiento fugaz entre los árboles del jardín captó su atención.
Eliza entrecerró los ojos, intentando discernir lo que había visto.
Tal vez un animal, pensó.
Tratando de relajarse un poco.
La idea era absurda, pero no podía evitarlo.
Desde que había llegado al campus, había escuchado rumores extraños entre los estudiantes.
Historias susurradas sobre figuras que se movían en la oscuridad, sobre aullidos lejanos que rompían el silencio de la noche.
Algunos decían que eran solo perros salvajes; otros hablaban de algo más antiguo, más peligroso.
Ella no había prestado atención a esas habladurías.
Hasta ahora.
Cuando el reloj marcó las tres de la madrugada, decidió volver a la cama.
Pero justo cuando giró sobre sus talones para entrar en su habitación, un sonido la detuvo en seco.
Era un crujido suave, como si alguien hubiera pisado una rama seca.
Su corazón dio un vuelco mientras sus ojos se clavaban en la oscuridad del jardín.
Allí estaba de nuevo el destello dorado de unos ojos que parecían observarla con una intensidad inhumana.
Eliza retrocedió lentamente hacia el interior de su habitación y cerró las puertas del balcón con manos temblorosas.
Su respiración era irregular, y por un momento se quedó inmóvil, escuchando.
Nada.
Solo el murmullo del viento y el lejano canto de los grillos.
Pero esos ojos…
estaban grabados en su mente.
A la mañana siguiente, decidió indagar un poco más con Amanda y Marco durante el durante el desayuno.
—¿Han escuchado algo extraño por las noches?
—preguntó con cautela mientras removía su café.
Amanda levantó la vista de su plato y arqueó una ceja.
—¿A qué te refieres con “extraño”?
—preguntó.
—No lo sé…
sonidos raros, o…
¿han visto algo?
Como…
¿animales grandes?
—Eliza trató de sonar casual, pero su nerviosismo era evidente.
Marco soltó una risa sarcástica desde el otro extremo de la mesa.
—¿Te refieres a los hombres lobo?
—dijo con burla.
Eliza parpadeó, sorprendida.
—¿Hombres lobo?
—repitió.
Amanda le lanzó una mirada fulminante a Marco antes de girarse hacia Eliza.
—No le hagas caso —dijo rápidamente—.
Es solo una vieja leyenda del campus.
Algo sobre lobos que se transforman en humanos o viceversa…
ya sabes, cosas para asustar a los nuevos.
Pero Marco no parecía dispuesto a dejarlo pasar.
—No es solo una leyenda —insistió—.
Mi hermano mayor estudió aquí hace años y decía que vio cosas raras en el bosque detrás del campus.
Aullidos, sombras…
incluso habló de gente desaparecida.
Eliza sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Amanda lo noto y decidió cambiar de tema.
— Ya que las clases inician oficialmente hasta el lunes, iremos esta noche a “The Rose & Crown”, ¿Quieres acompañarnos?
— Claro que si — Con una cálida sonrisa — Necesito desestresarme.
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