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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 69

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  4. Capítulo 69 - 69 La primera nevada
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69: La primera nevada 69: La primera nevada Eliza se encontraba atrapada en un sueño que parecía más real que cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes.

Estaba en una habitación oscura, apenas iluminada por la luz de unas velas que proyectaban sombras inquietantes en las paredes de piedra.

Sus muñecas estaban encadenadas a un poste de madera, los grilletes mordían su piel con cada movimiento.

Intentó liberarse, pero las cadenas eran implacables.

El frío del metal se mezclaba con el calor abrasador que emanaba de su cuerpo, como si estuviera atrapada entre dos mundos.

Frente a ella estaba Lucian, su figura imponente bañada en la tenue luz de las velas.

Su torso desnudo brillaba con una fina capa de sudor, y sus ojos dorados la miraban con una mezcla de desprecio y satisfacción.

En sus manos sostenía un látigo, y su sonrisa era cruel, una curva maliciosa que prometía dolor.

—¿Creías que podías jugar conmigo?

—gruñó Lucian, su voz resonando como un trueno en la habitación—.

¿Creías que podías manipularme y salir impune?

Eliza trató de hablar, de explicarse, pero su garganta estaba seca, y las palabras no salían.

Solo podía mirar mientras él levantaba el látigo y lo dejaba caer con fuerza sobre el suelo, el sonido del cuero contra la piedra reverberando en el aire como un presagio.

De repente, dos figuras femeninas emergieron de las sombras.

Eran hermosas, con cuerpos perfectos y ojos llenos de deseo.

Se acercaron a Lucian con movimientos sensuales, y él las recibió con los brazos abiertos.

Una de ellas le acarició el pecho mientras bajaba poco a poco hasta sus pantalones, sacando su miembro erecto y comenzaba a chuparlo, como si su vida dependiera de ello, la otra se desvistió por completo, mientras el la tomaba de la cintura y la sentaba en sus hombros, con su rostro directo en el centro de a chica y comenzaba a comerla descaradamente.

Eliza sintió asco, rabia y humillación, un nudo gigante se hacia en su garganta.

—Míralas —dijo Lucian, girando su cabeza hacia ella aun con la chica en su rostro—.

Ellas saben cómo complacerme.

No como tú… Tú solo sabes traicionar.

Eliza gritó, un sonido desgarrador que llenó la habitación, pero nadie parecía escucharla.

Lucian ignoró su desesperación y continuó complaciéndose con las mujeres frente a ella, cada caricia y beso eran como un golpe directo a su alma.

Y entonces, él levantó el látigo sin siquiera mirarla y lo dejó caer sobre ella.

El dolor fue tan intenso que Eliza despertó sobresaltada, jadeando y con el corazón latiendo desbocado.

Estaba en su habitación, pero el eco del látigo aún resonaba en su mente.

Su cuerpo estaba empapado en sudor frío, y sus manos temblaban mientras se llevaba los dedos al rostro para limpiar las lágrimas que no sabía que había derramado.

La oscuridad de la madrugada la envolvía como un manto sofocante.

Se levantó de la cama, incapaz de permanecer quieta después de un sueño tan perturbador.

Caminó hacia la ventana y abrió las cortinas para dejar entrar la luz pálida de la luna.

El aire fresco acarició su piel, pero no logró calmar el torbellino de emociones que se agitaba dentro de ella.

¿Por qué me hace esto?, pensó mientras apretaba los puños con fuerza.

¿Por qué no puede verme por lo que realmente soy?

Yo no elegí esta vida ni este vínculo maldito.

Eliza sentía cómo la rabia comenzaba a reemplazar al miedo.

Estaba cansada de sentirse como una marioneta en manos de Lucian, cansada de ser el blanco de su furia y sus acusaciones injustas.

Se apartó de la ventana y comenzó a caminar por la habitación como un animal atrapado en una jaula.

Cada paso era un intento desesperado por liberar la tensión que se acumulaba en su pecho.

Pero no importaba cuánto caminara o cuántas veces respirara profundamente; la imagen de Lucian con esas mujeres seguía grabada en su mente como una herida abierta.

Finalmente, se detuvo frente al espejo y se miró a sí misma.

Su reflejo le devolvió una imagen que no reconocía; ojos rojos e hinchados por el llanto, cabello desordenado y una expresión de furia contenida que parecía a punto de explotar.

—Si quieres verme como tu enemiga —dijo en voz baja, sus palabras resonando como una promesa en la soledad de la habitación—.

Eso seremos, maldito idiota pulgoso.

Decidida a que nada la afectaría, tomo un par de leggins negros que se ajustaban perfectamente a sus curvas, con un top del mismo color dejando al descubierto su abdomen, tomo sus tenis verdes con detalles en rosa, recogió su cabello en una coleta alta, aunque algunos rizos rebeldes se negaban a ser domados y enmarcaban su rostro.

Su expresión era de pura determinación, una mezcla de rabia y resolución que parecía advertirle al mundo que no estaba de humor para tonterías.

Se puso sus audífonos y sintió el aire fresco de la madrugada le golpeó el rostro cuando salió de la cabaña.

Ni siquiera había amanecido por completo, pero eso no le importaba.

Necesitaba correr, sentir su cuerpo en movimiento, desgastar esa energía oscura que la consumía por dentro.

Mientras comenzaba a trotar por el sendero del bosque, su mente volvía una y otra vez a Lucian.

Su rostro, su maldita sonrisa cruel, la forma en que las otras mujeres se habían entregado a él sin reservas mientras ella estaba encadenada, humillada.

—Idiota arrogante —murmuró entre dientes mientras apretaba los puños.

Su ritmo se aceleró, casi como si intentara dejar atrás esos pensamientos.

No llevaba mucho tiempo corriendo cuando un sonido entre los árboles llamó su atención.

Al principio pensó que era un animal, pero pronto distinguió el inconfundible ruido de unas zapatillas golpeando el suelo.

Antes de que pudiera reaccionar, una figura masculina emergió de entre las sombras, corriendo a su lado con una facilidad que la hizo fruncir el ceño.

—¿Qué demonios haces aquí, Caleb?

—preguntó sin detenerse, aunque claramente molesta por la interrupción.

Caleb sonrió, esa sonrisa despreocupada que siempre parecía irritarla y tranquilizarla al mismo tiempo.

Vestía una camiseta gris ajustada que resaltaba sus músculos y unos pantalones deportivos oscuros.

Su cabello castaño estaba despeinado, y sus ojos verdes brillaban con una intensidad que Eliza encontraba desconcertante.

—Buenos días para ti también, Eliza —respondió con un tono ligero mientras mantenía su ritmo a la par del de ella—.

Vi que saliste temprano y pensé que podrías necesitar compañía.

—No necesito nada —respondió ella con brusquedad, aumentando la velocidad como si intentara dejarlo atrás.

Pero Caleb no se inmutó.

Aceleró con ella, manteniéndose a su lado como si fuera lo más natural del mundo.

Eliza sintió cómo su irritación crecía.

No estaba de humor para charlas ni para compañía.

Lo último que quería era lidiar con alguien en ese momento.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—preguntó Caleb después de un rato, ignorando deliberadamente el mal humor de Eliza—.

¿Es por Lucian?

Eliza tropezó ligeramente al escuchar su nombre, pero rápidamente recuperó el equilibrio.

Su mandíbula se tensó, y dirigió a Caleb una mirada asesina.

—No quiero hablar de eso —gruñó.

—Eso es un sí —dijo él con una sonrisa ladeada, como si disfrutara provocándola.

Eliza se detuvo abruptamente, girándose hacia él con los ojos llameando de furia.

Caleb también se detuvo, levantando las manos en un gesto de rendición.

—¿Qué quieres?

—exigió ella, cruzando los brazos sobre su pecho—.

¿Por qué estás aquí realmente?

Caleb dio un paso hacia ella, su expresión suavizándose ligeramente.

Había algo en sus ojos que hizo que Eliza sintiera una punzada de incomodidad, como si pudiera ver más allá de sus defensas.

— Estoy aquí por que también necesito hacer ejercicio — dijo continuando con el trote — Tengo cierta alumna a la que tengo que patear el trasero.

Ambos comenzaron a reír cuando los primeros copos de nieve del año descendían con una delicadeza casi irónica, contrastando con la tormenta que rugía dentro de ella.

— Es hermoso — Dijo mientras continuaba corriendo.

Caleb, siempre a su lado, mantenía su ritmo con facilidad, como si la tensión que cargaba Eliza no fuera más que una brisa pasajera para él.

Su respiración era constante, sus movimientos fluidos, y la sonrisa persistente en su rostro parecía desafiar la oscuridad que ella emanaba.

—Hoy tendremos una comida a mediodía en el jardín trasero —comentó Caleb de repente, rompiendo el silencio con un tono casual.

Eliza lo miró de reojo, frunciendo el ceño.

No estaba de humor para trivialidades.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—espetó, su voz cargada de sarcasmo.

Caleb soltó una leve risa, como si hubiera esperado esa respuesta.

—Es un evento importante —continuó—.

Lucian al ser el anfitrión del baile este año, visitara todas las manadas, con el fin de continuar con la unidad y paz.

Eliza detuvo su trote, obligando a Caleb a hacer lo mismo.

La nieve se acumulaba lentamente en el suelo, cubriendo las hojas caídas y las ramas desnudas de los árboles.

El aliento de ambos se condensaba en el aire frío, formando pequeñas nubes que desaparecían rápidamente.

—¿Unidad?

—repitió Eliza con amargura—.

¿De qué sirve un símbolo cuando todo está roto?

Caleb dio un paso hacia ella, su expresión más seria ahora.

La intensidad en sus ojos verdes hizo que Eliza sintiera una punzada de incomodidad.

—No todo está roto —dijo con firmeza—.

No mientras sigamos luchando por ello.

Eliza apartó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de sus palabras.

El recuerdo de Lucian, su crueldad, su desprecio, seguía siendo una herida abierta que palpitaba con cada latido de su corazón.

—No sé si puedo seguir luchando —admitió en voz baja, sorprendida por su propia vulnerabilidad.

Caleb extendió una mano hacia ella, pero no la tocó.

Su gesto fue suave, casi como si temiera asustarla.

—Puedes más de lo que crees, Eliza.

Siempre has podido.

Antes de que pudiera responder, un viento helado sopló entre los árboles, y ambos se estremecieron.

La nieve caía con más fuerza ahora, cubriendo sus huellas mientras regresaban al castillo.

Horas después, cuando el sol apenas comenzaba a asomarse tímidamente entre las nubes grises, Eliza ya se había daño un baño caliente, se había puesto un vestido tejido blanco, con unas medias gruesas que daban la apariencia de no llevarlas un unas botines blancos, su cabello suelto ya seco y un poco de maquillaje.

Se encontró en el jardín trasero junto a Caleb y otros miembros de las manadas aliadas.

La nieve había transformado el paisaje en un lienzo blanco y puro, pero la atmósfera estaba cargada de tensión.

Los líderes de las manadas se encontraban reunidos bajo un toldo decorado con luces cálidas y guirnaldas invernales.

Una mesa larga estaba dispuesta con alimentos y bebidas calientes, pero lo que capturaba toda la atención era la daga que descansaba en un pedestal en el centro del lugar.

Era una obra maestra.

La empuñadura estaba cubierta de piel negra suave al tacto, diseñada para encajar perfectamente en la mano del portador.

La guarda estaba adornada con pequeñas piedras preciosas; rubíes y esmeraldas que brillaban con la luz del fuego cercano.

La hoja relucía con un filo impecable, reflejando los destellos de las llamas como si estuviera viva.

Era un arma hermosa y letal al mismo tiempo, un recordatorio del delicado equilibrio entre la paz y la guerra.

—Es magnífica —murmuró Eliza sin darse cuenta.

—Lo es —respondió Caleb a su lado—.

Y será entregada a Lucian, para que este la exhiba en el baile de Luna carmesí.

Eliza lo miró con curiosidad.

—Han hablado tanto de ese dichoso baile en estos días — dijo mientras sus ojos volvían a la daga — pero nadie me ha explicado en que consiste en verdad.

Caleb sonrió levemente, pero su mirada era seria.

—En palabras simples, es un baile donde todas las manadas hermanas se reúnen, para dar oportunidad a los jóvenes lobos de encontrar a su compañero.

— Que apropiado.

Desde donde estaban Eliza podía ver como Damián no le quitaba la vista de encima a Luna, parecía hechizado.

— Ese par — dijo con un suspiro divertido — son toda una contradicción.

Antes de que pudiera responder, Lucian apareció entre la multitud.

Su presencia era imposible de ignorar; irradiaba autoridad y peligro en igual medida.

Sus ojos dorados se encontraron con los de Eliza por un breve momento, y ella sintió cómo su corazón se aceleraba.

Había algo en su mirada que irradiaba odio total hacia ella, la hizo temblar; y al mismo tiempo, un deseo incontrolable atravesaba por sus venas, lo deseaba maldita sea.

Lucian no dijo nada mientras tomaba la daga del pedestal y la levantaba frente a todos los presentes.

Su voz resonó con fuerza cuando habló —Esta daga no es solo un arma.

Es un recordatorio de que nuestras fuerzas combinadas son más poderosas que cualquier amenaza externa.

Hoy sellamos nuestra alianza con este símbolo, que reformaremos en la Luna carmesí.

Los aplausos llenaron el aire frío, pero Eliza apenas los escuchó.

Su mirada estaba fija en Lucian, intentando descifrar qué demonios pasaba por su mente.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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