Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 73
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73: Cazando su corazón 73: Cazando su corazón La nieve caía con una intensidad que parecía desafiar al tiempo mismo.
El aire helado mordía mi piel, pero no me importaba.
Había dejado la cacería atrás, esa eterna danza de sangre y poder que definía mi rol como alfa.
Hoy era diferente.
Hoy comenzaba un juego mucho más peligroso, uno que no requería garras ni colmillos, sino paciencia y astucia.
Eliza.
Mi compañera predestinada.
Mi llave para desmantelar todo lo que la manada Sangre de Hierro había construido.
Cuando entré a la cocina esta mañana, el aroma del chocolate caliente y el sonido del fuego crepitando me dieron la bienvenida.
Pero no fue eso lo que capturó mi atención.
Fue ella.
Eliza estaba allí, envuelta en un pijama de seda que apenas protegía su delicada piel del frío.
Su cabello caía en suaves ondas hasta sus nalgas, el deseo de tomarlo con fuerza mientras la domaba en mi cama despertó a mi bestia, y sus ojos, esos malditos ojos, me miraron con una mezcla de sorpresa y algo más.
¿Miedo?
¿Curiosidad?
No lo sabía, pero lo averiguaría.
—Buenos días —saludé, dejando que mi voz acariciara el aire entre nosotros.
Sabía el efecto que tenía en ella; lo había visto anoche en la biblioteca.
Su respiración se volvió errática, y sus manos temblaron ligeramente mientras se aferraba a su asiento Me acerqué a ella con pasos calculados, cada uno resonando en el silencio de la cocina como un latido profundo.
La distancia entre nosotros se desvaneció hasta que pude sentir el calor de su cuerpo mezclarse con el frío que emanaba de su piel.
Sin decir una palabra, me quité el blazer negro y lo coloqué sobre sus hombros.
La tela pesada la envolvió, cubriendo ese frágil pijama que parecía un insulto al invierno.
—Pareces estar pasando frío —dije, ajustando el blazer sobre ella con cuidado.
Mi voz era baja, casi un susurro, pero cargada de intención.
Podía sentir cómo su corazón latía con fuerza bajo mi toque, cómo su respiración se volvía irregular.
Era como un libro abierto para mí, cada página revelando un nuevo secreto que podía usar a mi favor.
Eliza me miró, sus labios entreabiertos como si quisiera responder pero no pudiera encontrar las palabras.
Esa vulnerabilidad era intoxicante.
Podía sentir su confusión, su lucha interna por reconciliar al hombre peligroso de anoche con el gesto gentil de esta mañana.
Perfecto.
La duda era mi aliada.
Margarita observaba desde el fogón, sus ojos llenos de una mezcla de sorpresa y algo más profundo.
Nostalgia, quizás.
Sabía que mi presencia despertaba recuerdos en ella, recuerdos del niño que solía correr por los pasillos del castillo junto a Sofía.
Pero ese niño estaba muerto.
Sofía estaba muerta.
Todo lo que quedaba era el alfa despiadado que había jurado venganza contra la manada Sangre de Hierro.
—Margarita —dije con una sonrisa calculada mientras me giraba hacia ella—.
¿Podrías prepararme también un chocolate caliente?
Con bombones, si es posible.
Vi cómo parpadeó sorprendida por mi tono educado.
Era un truco sencillo pero efectivo; mostrarle una sombra del niño que solía ser para desarmarla emocionalmente.
Funcionó.
Asintió y comenzó a preparar otra taza mientras yo volvía mi atención hacia Eliza.
Ella seguía mirándome, atrapada en un torbellino de emociones contradictorias.
Podía ver el conflicto en sus ojos una parte de ella quería confiar en mí, mientras que otra sabía que debía temerme.
Era exactamente donde quería tenerla; atrapada entre dos mundos.
Cuando Margarita colocó las dos tazas frente a nosotros, tomé la mía y le dediqué un leve asentimiento en agradecimiento antes de girarme hacia Eliza.
—Espero que esto te reconforte —dije mientras levantaba mi taza.
Eliza asintió lentamente y tomó la suya entre sus manos temblorosas.
Su silencio hablaba más fuerte que cualquier palabra; era el lenguaje de alguien que estaba siendo desarmada poco a poco, sin siquiera darse cuenta.
Mientras bebíamos en silencio, no podía evitar observarla con intensidad.
Sus movimientos eran pequeños y delicados, cada gesto suyo parecía diseñado para atraerme más hacia ella.
Pero bajo esa fachada inocente había algo más oscuro, la hija de mi enemigo había sido una maldita perra calculadora y voy acabar con ella.
Sabía lo peligrosa que podía ser esta conexión entre nosotros; Margarita también lo sabía.
La muerte de Sofía había dejado cicatrices profundas en mí, pero también había creado una oportunidad para vengarme de todo lo que la manada Sangre de Hierro representaba.
Eliza era mi llave para hacerlo.
Si lograba enamorarla, desposarla y reclamarla como mi compañera predestinada, tendría el control absoluto sobre ella… y sobre su manada.
Pero primero debía jugar bien mis cartas.
Debía ser paciente, gentil incluso.
Debía hacerla creer que podía confiar en mí, que podía amarme.
Solo entonces podría romperla completamente y usar su dolor como arma contra los Sangre de Hierro.
La miré mientras tomaba otro sorbo de chocolate caliente, mis ojos dorados brillando bajo las luces tenues de la cocina.
Sabía que ella sentía mi mirada; podía ver cómo sus mejillas se sonrojaban ligeramente y cómo evitaba encontrarse con mis ojos directamente.
La observé desde la barra, cada movimiento suyo resonando en mi interior como un eco que no podía ignorar.
Sus manos temblaban mientras intentaba sostener el blazer que había colocado sobre sus hombros momentos antes.
Era una prenda insignificante, pero verla aferrarse a ella como si fuera un escudo me provocaba una mezcla de diversión y frustración.
¿Por qué insistía en luchar contra mí?
Contra lo inevitable.
—Gracias, pero tengo que retirarme —murmuró con esa voz suave que me irritaba y me atraía al mismo tiempo.
La forma en que sus dedos se aferraban a la tela negra hizo que mis labios se curvaran en una sonrisa apenas perceptible.
Podía sentir su resistencia, pero también su vulnerabilidad.
Era un juego peligroso, y ambos estábamos atrapados en él.
Di un paso hacia ella, cerrando la distancia entre nosotros con una facilidad que parecía desconcertarla.
Su respiración se volvió errática, y no pude evitar disfrutar de la forma en que su cuerpo respondía a mi presencia.
—No es una petición, caperucita —dije con suavidad, aunque mi voz llevaba ese filo de autoridad que nunca podía ocultar.
Mis ojos se clavaron en los suyos, observando cada matiz de su expresión mientras intentaba mantener su compostura—.
Parece que lo necesitas.
La forma en que se sonrojó ante mi apodo me hizo apretar los dientes.
Era tan inocente y tan obstinada al mismo tiempo, una contradicción que me volvía loco.
Podía sentir el calor de su piel bajo mis dedos cuando ajusté el blazer sobre sus hombros nuevamente.
Su delgado pijama apenas era suficiente para protegerla del frío del castillo, y aunque quería odiarla por lo que significaba para mí, no podía permitir que temblara.
—No lo necesito —insistió, aunque sus palabras eran débiles y su cuerpo decía lo contrario.
Sus pezones duros eran un testimonio silencioso de su vulnerabilidad, y aunque debería haberme controlado, la visión me excitó más de lo que quería admitir.
La tensión entre nosotros era palpable, un hilo invisible que nos conectaba de formas que ninguno podía romper.
Pero entonces, la voz de Margarita interrumpió el momento, rompiendo el hechizo con una frialdad que me hizo girar la cabeza hacia ella.
—Con el debido respeto, señor Lucian —dijo la mujer con firmeza—, no creo que sea apropiado que acompañe a la princesa a su habitación.
Usted es un invitado en este castillo y ella es… bueno, es nuestra princesa.
La forma en que cuestionó mi presencia me enfureció más de lo que debería.
¿Quién era ella para interferir?
Mi mirada se endureció mientras la observaba, dejando claro que no toleraría ninguna falta de respeto.
—¿Estás cuestionando mis intenciones?
—pregunté con una calma peligrosa, disfrutando del leve temblor en sus manos mientras intentaba sostener mi mirada.
Margarita era valiente, eso debía admitirlo.
Pero su valentía no tenía lugar aquí.
Este era un asunto entre Eliza y yo, y nadie más tenía derecho a intervenir.
Sin embargo, sus palabras habían sido suficientes para recordarme lo delicada que era la situación.
Eliza no era solo mi compañera; era la princesa de la manada Sangre de Hierro.
Mis enemigos.
Volví mi atención a ella, dejando atrás a Margarita como si no fuera más que un obstáculo pasajero.
Mis ojos encontraron los suyos nuevamente, y esta vez permití que algo de suavidad se filtrara en mi mirada.
—¿Quieres que te acompañe o prefieres ir sola?
—pregunté, aunque mi tono seguía cargado de esa autoridad que nunca podía abandonar.
Eliza parecía sorprendida por mi pregunta, como si no esperara tener opción alguna.
La forma en que asintió casi imperceptiblemente me hizo apretar los puños.
¿Por qué tenía que ser tan condenadamente encantadora?
Cada gesto suyo era como un golpe directo a mi control.
—Está bien… puedes acompañarme —dijo en voz baja, y esa pequeña rendición fue suficiente para encender algo oscuro dentro de mí.
Margarita no dijo nada más; sabía cuál era su lugar.
Pero yo… yo estaba lejos de saber cuál era el mío.
Cada paso detrás de Eliza mientras subíamos las escaleras era una batalla interna.
La forma en que su fragancia llenaba el aire a nuestro alrededor era intoxicante, y cada movimiento suyo parecía diseñado para torturarme.
Cuando finalmente llegamos a su habitación, Eliza se giró hacia mí con esa mirada vulnerable que tanto odiaba y amaba al mismo tiempo.
—Gracias por… acompañarme —murmuró mientras extendía el blazer hacia mí nuevamente—.
Aquí tienes.
No tomé la prenda.
No podía hacerlo.
En cambio, di un paso más cerca de ella, invadiendo su espacio personal con una facilidad que la hizo contener el aliento.
Mi proximidad era peligrosa, lo sabía.
Pero no podía detenerme.
—Quédatelo —dije en voz baja, mi tono tan suave como cargado de intención—.
Al menos hasta que te asegures de estar abrigada.
No quiero verte temblar otra vez.
Eliza me miró directamente a los ojos, y por un momento todo lo demás desapareció.
No había castillo, ni manada, ni venganza.
Solo estábamos nosotros dos, atrapados en este maldito lazo que nos unía contra nuestra voluntad.
La cercanía entre nosotros se volvió insoportable.
Me incliné hacia ella, incapaz de resistir el impulso de probar aquello que el destino había decidido colocar frente a mí.
Tomé su barbilla con delicadeza pero firmeza, inclinándome hasta que nuestros labios se encontraron en un beso suave pero cargado de todo lo que no podía decirle.
El sabor de sus labios fue como un veneno dulce que se derramó por mis venas.
La odiaba por hacerme sentir así.
La odiaba por ser mi compañera.
Pero también la deseaba con una intensidad que me consumía por completo.
Me aparté lentamente, dejando sobre sus labios el rastro de ese beso robado.
—Nos vemos, caperucita —murmuré antes de dar media vuelta y desaparecer por el pasillo.
Cada paso lejos de ella era una tortura.
La venganza seguía ardiendo en mi interior como un fuego inextinguible, el deseo por ella.
Mi compañera.
Mi maldita compañera.
*** Me apoyé contra la pared del comedor, observando cada movimiento, cada gesto.
La penumbra del lugar me envolvía como un manto, pero mis ojos dorados brillaban con una intensidad que ningún rincón oscuro podía apagar.
Allí estaba ella, Eliza, arrastrada por Damián como si fuera su posesión más preciada.
La tensión entre ellos era palpable, casi asfixiante.
Podía sentirla en el aire, como un perfume metálico y amargo que me llenaba los pulmones.
Mi pecho se agitaba con una mezcla de odio y satisfacción.
La primera grieta en su vínculo había comenzado a formarse, y yo estaba ahí para presenciarlo.
Ella no podía evitarlo; peleaba con él por mí, por mi olor, por mi presencia.
Era casi divertido.
Dejé escapar una risa baja y burlona, apenas audible para los demás, pero suficiente para alimentar mi propia oscuridad.
Damián la obligó a sentarse a su lado, su mano aferrándose a la de ella como si temiera perderla.
Pobrecillo.
No sabía que ya la estaba perdiendo, que yo había comenzado a tejer mis redes alrededor de su preciosa Eliza.
Me moví lentamente, ocupando el lugar junto al Alfa Ronan, justo frente a ellos.
Podía sentir el nerviosismo de Eliza como un tamborileo constante en el aire.
Sabía que había estado evitándome, pero ahora su propio hermano la había puesto frente a mí.
Qué ironía tan deliciosa.
Cuando nuestros ojos se encontraron, sostuve su mirada sin pestañear.
Era un desafío silencioso, una promesa velada que ella entendió al instante.
Su rubor traicionó su intento de mantenerse firme; apartó la vista rápidamente, pero no antes de que yo notara el temblor en sus manos mientras ajustaba el moño de su blusa.
Me deleité en su reacción.
Era como un animal acorralado, consciente de que no podía escapar.
La conversación continuaba alrededor de nosotros, pero para mí no existía nada más que ella y Damián.
Cada palabra que él decía parecía herirla, haciéndola encogerse ligeramente como si sus frases fueran cuchillos afilados.
Mi risa baja volvió a escapar de mis labios, esta vez lo suficientemente fuerte como para atraer algunas miradas curiosas.
Pero no me importaban los demás; mi atención estaba completamente en ella.
—Esto será divertido— pensé mientras apoyaba los codos sobre la mesa y entrelazaba las manos frente a mí.
La venganza era un plato frío, pero el calor de mi odio lo hacía mucho más satisfactorio.
Ella me había manipulado con el vínculo, jugando conmigo como si fuera una marioneta.
Había utilizado esa conexión inexplicable entre nosotros para doblegarme a su voluntad.
Pero eso había terminado.
Ahora era mi turno de jugar.
Mis ojos dorados brillaron aún más mientras cerraba ligeramente los párpados y dejaba que las sombras se deslizaran desde los rincones del comedor hasta ella.
Las controlé con delicadeza, como si fueran extensiones de mis propios dedos.
Las sombras se movieron sinuosas, acariciando su mejilla con un toque apenas perceptible.
Eliza se tensó al instante, sus ojos buscando el origen de esa sensación extraña, pero no encontró nada.
Sonreí para mí mismo mientras las sombras continuaban su juego, descendiendo lentamente por su cuello y rozando su clavícula como un susurro oscuro.
La vi mover ligeramente los hombros, incómoda, intentando ignorar la calidez que comenzaba a invadirla.
Pero no podía escapar de mí.
Las sombras eran mías, y yo sabía exactamente cómo utilizarlas.
El calor comenzó a hacer efecto.
La vi desabrocharse la chaqueta y quitársela con movimientos torpes, dejando al descubierto sus brazos pálidos y delicados.
Las sombras se deslizaron por ellos como serpientes invisibles, provocando un escalofrío que hizo que sus labios se separaran ligeramente en busca de aire fresco.
Damián la miró preocupado, preguntándole algo en voz baja que no alcancé a escuchar.
Ella negó con la cabeza rápidamente, intentando ocultar lo que estaba ocurriendo en su interior.
Pero yo lo sabía.
Yo lo sentía.
Las sombras continuaron su danza, jugando con los bordes del moño de su blusa hasta que ella no pudo soportarlo más y lo desató con manos temblorosas.
Su piel lucía ahora un leve rubor, un brillo cálido que contrastaba con la frialdad de su expresión forzada.
Mis ojos dorados no se apartaban de ella.
Incluso mientras Ronan hablaba sobre estrategias y alianzas, mi atención permanecía fija en cada pequeño gesto que ella hacía.
Sus dedos jugueteaban nerviosos con el borde de su blusa, y su rostro mostraba un leve rubor que no podía ocultar.
Sabía que las sombras habían hecho su trabajo.
Habían rozado su piel, acariciado sus pensamientos y dejado una marca que ella no comprendía del todo.
Ronan se detuvo en medio de una frase y fijó su mirada en su hija.
Su voz grave y autoritaria rompió el silencio incómodo que se había formado.
—Eliza, ¿te encuentras bien?
—preguntó, sus ojos escrutando cada detalle de su rostro.
Ella levantó la vista rápidamente, como si la pregunta la hubiera sacado de un trance.
Su rubor se intensificó, y sus manos temblaron ligeramente mientras intentaba enderezar su postura.
—Sí —respondió en un susurro apenas audible—.
Estoy bien.
Solo… solo me siento un poco acalorada.
Ronan frunció el ceño, claramente no convencido, pero no insistió.
En cambio, asintió lentamente, como si le estuviera dando el beneficio de la duda.
—Si necesitas retirarte, puedes hacerlo —dijo con un tono que mezclaba preocupación y autoridad.
Eliza no esperó más.
Se levantó con movimientos torpes, evitando mirar a nadie directamente.
Pero antes de que pudiera dar un paso más allá de la mesa, yo hablé.
—Permítame acompañarla, Alfa —dije con una sonrisa calculada, inclinándome ligeramente hacia Ronan como muestra de respeto—.
No sería apropiado que se retire sola.
Damián reaccionó al instante.
Su mirada se endureció, y su voz salió firme y cargada de desconfianza.
—Eso no será necesario —dijo, levantándose también—.
Yo puedo acompañarla.
Ah, Damián.
Siempre tan protector con su hermana, pero tan ciego ante lo inevitable.
Mi sonrisa no flaqueó mientras dirigía mi mirada hacia él.
—No me malinterpretes —respondí con calma—.
Solo quiero asegurarme de que esté segura.
Después de todo, estamos entre aliados.
La tensión en el aire era palpable.
Damián parecía dispuesto a discutir hasta el final, pero entonces Ronan intervino.
Su voz grave y autoritaria cortó cualquier intento de oposición.
—Lucian tiene razón —dijo el Alfa, mirando a su hijo con una advertencia implícita—.
Él es nuestro invitado y un Alfa respetable.
Si desea acompañar a Eliza, lo permito.
Damián apretó los puños bajo la mesa, pero no se atrevió a desafiar la decisión de su padre.
Su mirada ardía con una furia contenida mientras se sentaba nuevamente, claramente derrotado.
Me levanté con elegancia y extendí mi mano hacia Eliza.
Ella dudó por un instante, sus ojos buscando algo en los de su hermano como si esperara que él hiciera algo para detenerme.
Pero cuando no encontró resistencia, finalmente colocó su mano temblorosa sobre la mía.
Su piel era fría al tacto, pero podía sentir el calor que emanaba de su interior, ese calor que yo había provocado con mis sombras y mi presencia.
La ayudé a salir del comedor con movimientos calculados, como si cada paso fuera parte de una coreografía diseñada para mantenerla cerca y bajo mi control.
Mientras caminábamos por los pasillos silenciosos de la residencia del Alfa Ronan, pude sentir cómo su respiración se volvía más irregular.
Su rubor seguía ahí, marcando sus mejillas como una señal de mi victoria inicial.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?
—pregunté con voz suave, inclinándome ligeramente hacia ella.
Eliza asintió rápidamente, pero sus palabras se atoraron en su garganta antes de salir.
—Sí… solo necesito aire fresco —murmuró.
Sonreí para mí mismo mientras continuábamos avanzando.
Ella no entendía lo que estaba ocurriendo dentro de ella; no podía comprender cómo su cuerpo reaccionaba a mí de formas que ni siquiera podía controlar.
Pero yo lo sabía.
Yo lo sentía.
Cuando finalmente llegamos al jardín trasero, solté su mano con cuidado y me incliné ligeramente hacia ella como muestra de cortesía.
—Espero que esto te ayude a sentirte mejor —dije con una sonrisa que sabía que era más peligrosa de lo que parecía.
Eliza me miró por un instante, sus ojos buscando algo en los míos como si intentara descifrar mis intenciones.
Pero no dijo nada.
Simplemente se giró hacia las flores que adornaban el jardín y dejó escapar un suspiro tembloroso.
Me quedé a una distancia prudente, observándola mientras luchaba contra las emociones que yo había desatado en ella.
Sabía que este era solo el comienzo.
Poco a poco la atraparía en mis redes hasta que no pudiera escapar, hasta que su corazón perteneciera únicamente a mí.
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