Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 81
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81: La danza del veneno dorado 81: La danza del veneno dorado El amanecer se coló tímidamente entre las cortinas transparentes que rodeaban mi cama de dosel, acariciando mi rostro con una luz cálida y tenue.
Por primera vez en meses, había dormido sin interrupciones, sin los sueños pesados y oscuros que solían atormentarme.
No hubo gritos, ni sombras, ni la figura dominante de Lucian apareciendo en medio de mis pesadillas.
Solo silencio…
y paz.
Abrí los ojos lentamente, aún sumida en esa sensación de descanso reparador.
Me quedé unos segundos contemplando el dosel, donde las extrañas flores rojas seguían brillando con su polvo dorado, flotando lentamente en el aire como si danzaran al compás de una melodía silenciosa.
La visión era hipnótica, mágica… y por alguna razón me provocaba un escalofrió.
Un suave golpeteo en la puerta me sacó de mi ensoñación.
—Señorita Eliza, disculpe la hora —anunció una voz femenina desde el otro lado—.
Traigo su desayuno.
—Adelante —respondí con voz ronca, apenas recuperando la consciencia.
La puerta se abrió revelando a una joven diferente a la chica de la noche anterior, también vestida con el uniforme impecable de los sirvientes del castillo.
Llevaba consigo una bandeja de plata adornada con platos delicadamente dispuestos.
Sobre ella, una infusión caliente desprendía un aroma calmante a lavanda y miel; panecillos recién horneados, frutas frescas cortadas con precisión, y una porción de pastel tibio de melocotón cubierto de azúcar glasé.
—Gracias —dije mientras me incorporaba, aún envuelta en mi pijama de seda.
La joven dejó la bandeja sobre una mesita auxiliar y, antes de retirarse, se giro para hablar.
A —En breve llegará una señora para asistirla con su arreglo.
El ritual del bosque será al anochecer, pero la preparación comienza desde ahora.
Por orden del Alfa Supremo, no debe salir de su habitación hasta entonces.
Asentí con suavidad, y ella se despidió con una reverencia antes de desaparecer silenciosamente.
Saboreé el desayuno en silencio, sintiendo cómo el calor del té y la dulzura de las frutas despejaban los últimos rastros del sueño.
Luego, me dirigí al baño.
La bañera ya había sido preparada con agua caliente, y en el borde encontré sales aromáticas con etiquetas escritas en elegante caligrafía.
Elegí una mezcla de rolles de canela y vaillina, sumergiéndome lentamente, dejando que el vapor envolviera mis sentidos.
Al salir, me cubrí con una toalla gruesa y caminé descalza hacia el peinador.
El reflejo en el espejo me devolvió la mirada de una joven aún confundida, pero más firme.
Mi mejilla ya no tenia ni rastro del encuentro tan horrible que tuve con Selene.
Aun así, me tomé el tiempo para aplicar una crema reparadora mientras mi mirada vagaba hacia el closet que contenía mis vestidos.
Lo abrí con lentitud, y mis dedos se detuvieron sobre una prenda especial; un vestido de inspiración victoriana que no recordaba haber traído… probablemente enviado por alguien del castillo.
Era de un azul profundo, casi zafiro, con bordados dorados que imitaban delicados copos de nieve.
El escote era alto, con cuello de encaje, y las mangas largas terminaban en puños abotonados.
La falda caía en capas sutiles, amplias pero elegantes.
La parte trasera del vestido llevaba una ligera cola.
Toqué el vestido con reverencia y lo dejé sobre la cama mientras comenzaba a secar mi cabello con delicadeza.
Cuando el sonido de una nueva visita interrumpió mi ritual, me apresuré a cubrirme mejor.
Una mujer mayor, de expresión amable, pero manos seguras, se presentó con una caja de accesorios para el cabello.
—Hoy debe brillar como lo que es, señorita Eliza —dijo con una sonrisa cómplice—.
La Luna de esta manada.
La mención de ser la Luna, como si ya hubiera aceptado dicho título revolvió un poco mi estómago, pero logre recomponerme mientras me sentaba frente al espejo y ella comenzaba a trabajar en mi cabello, recogiendo mis mechones dorados en un recogido elegante con algunos rizos sueltos que caían suavemente alrededor del rostro.
Luego, aplicó un maquillaje sutil que realzaba el tono claro de mi piel y hacía resaltar mis ojos azules.
—¿Hay algo que deba saber del ritual?
—pregunté en voz baja mientras ella aplicaba un toque final de rubor.
—No se preocupe — Dijo ella con una sonrisa amable — todos sabemos que apenas se esta integrando a la vida en manadas.
—Estoy un poco nerviosa — Por fin acepté — además, esta vestimenta tan… — lo pensé un momento — pasada de moda.
Ella rio en respuesta mientras dejaba las brochas y demás productos sobre la mesa.
—El Baile de Luna carmesí es muy tradicional — Dijo con una sonrisa — Conversamos nuestros antiguos modos para venerar a la Diosa Luna.
—¿Qué más tradiciones me esperan?
—Tendrá que cortar la palma de su mano en algún momento — dijo mientras continuaba reacomodando mi cabello Sentí un escalofrío recorrerme… ¿Un corte en mi mano?
Que tradiciones tan mas jodidas.
Cuando la mujer mayor dio los últimos retoques a mi peinado, se apartó con una sonrisa satisfecha.
—Listo.
Está perfecta, señorita Eliza.
Vendrán por usted en un momento —dijo mientras recogía sus cosas—.
No se preocupe, todo saldrá como debe ser.Le agradecí con una leve inclinación de cabeza y la observé desaparecer tras la puerta, dejándome sola con mis pensamientos.
Un momento.
Pasaron diez.
Pasaron treinta.
Y luego, el silencio.
Los minutos comenzaron a alargarse de una forma casi cruel, y el ambiente del cuarto, antes encantador y acogedor, empezó a sentirse demasiado grande.
Me quité los zapatos de tacón, que comenzaban a incomodarme, y caminé descalza por la alfombra aterciopelada.
Luego, sin pensarlo demasiado, volví a lanzarme sobre la cama de dosel.
El colchón me recibió con la misma calidez que esa mañana, y las cortinas rosadas ondularon suavemente con la brisa de la tarde.
Las flores rojas sobre el dosel seguían allí, vivas y hermosas como si me observaran en silencio.
Entonces ocurrió de nuevo.
El polvo dorado comenzó a desprenderse de sus centros con mayor intensidad, descendiendo como una nevada mágica sobre mi cuerpo.
Me cubrió los hombros, las mejillas, los párpados cerrados.
Una sensación tibia y cosquilleante me invadió el pecho, como si algo dentro de mí se activara.
No tuve tiempo de pensar mucho más cuando el sonido de unos nudillos golpeando con firmeza la puerta me hizo abrir los ojos.
—¿Señorita Eliza?
he venido a escoltarla al salón principal —dijo una voz juvenil, firme pero amable.
Me incorporé de inmediato y me puse los zapatos antes de abrir la puerta.
La joven sirvienta tenía el cabello recogido en una trenza pulcra, y sus ojos brillaban con una emoción que no supe descifrar.
—Por aquí, por favor —dijo con una reverencia.
La seguí en silencio por los pasillos del castillo, cuyas paredes estaban adornadas con candelabros de cristal y estandartes antiguos.
Podía escucharse música a lo lejos, una melodía suave de cuerdas y flautas, que se volvía más clara conforme nos acercábamos.
Finalmente, llegamos al gran salón.
Y me quedé sin aliento.
Las puertas dobles, talladas en roble oscuro y enmarcadas por hiedras encantadas, se abrieron con un susurro de magia antigua.
Más allá de ellas, el Salón de la Luna Carmesí se reveló en todo su esplendor.
Era inmenso, con techos altísimos que se alzaban hasta una cúpula de cristal encantado, por la cual se filtraba la luz rosada y dorada del atardecer.
Los rayos se concentraban en un punto central; una abertura circular en el techo por donde se veía la Luna Carmesí, ya comenzando a alzarse en el cielo, vibrante y majestuosa.
Las paredes estaban cubiertas con tapices bordados con hilos de plata, y los suelos de mármol brillaban como espejos bajo los pies de los asistentes.
La gente ya estaba reunida, vestida con ropas formales y antiguas, la mayoría con atuendos de inspiración ceremonial, como si el tiempo se hubiera detenido en otra era.
Y entonces, todos comenzaron a girarse hacia mí.
Sentí como si el aire saliera de mis pulmones.
Sus miradas eran intensas, inquisitivas… muchas, incluso sorprendidas.
Me sonrojé al instante.
Demasiada atención.
Demasiada expectativa.
Apreté las manos con fuerza, obligándome a dar el primer paso.
Y luego el segundo.
Mi corazón latía con fuerza bajo el corse; desvíe la vista en búsqueda de mi manada, quería sentirme segura, podía escuchar hasta donde estaba como murmuraban.
“La mestiza”, cosa que comenzaba a molestarme.
Divise la espalda amplia de mi padre, con su cabello dorado brillando bajo los últimos rayos del sol, su mirada se veía llena de orgullo y satisfacción.
Me acerque a ellos entre el murmullo del resto de las manadas.
—Ahí estás —dijo Ronan con voz grave, pero cálida.
Mientras me ofreció su brazo— Justo a tiempo.
Quiero que felicites a Damián y Luna.
Han recibido la bendición de la Diosa Luna esta mañana.
Mi mirada se encontró con la de Damián.
Y por primera vez en mucho tiempo… no vi odio, ni celos, ni duda.
Solo una tranquila aceptación.
Luna se veia sonrojada y pero feliz, nada de aquella chica con el cabello desarreglado y mirada de pocos amigos; bueno realmente aun tiene una mirada de miedo, pero es mucho mas amigable.
—Felicidades —Dije con una amplia sonrisa y abrazando a Luna— Hermana Luna me recibió con un fuerte abrazo —Hermana La música se alzó una vez más, y todos comenzaron a moverse.
Las parejas se preparaban para el primer baile bajo la luz majestuosa de la Luna Carmesí.
—¿Me permites este baile?
—dijo Caleb, con el brazo extendido hacia mí.
Asentí con una sonrisa tímida, y juntos nos dirigimos hacia el centro del salón.
El suelo de mármol reflejaba las luces doradas y rosadas como si camináramos sobre un espejo encantado.
Bailar con Caleb fue reconfortante, como si por un momento, pudiera fingir que todo estaba bien.
Pero la ilusión se rompió de golpe.
Las puertas del salón se abrieron con un estruendo sutil pero inconfundible.
Un silencio casi sagrado se extendió por toda la sala.
Lucian había llegado.
Vestido con ropas oscuras de corte impecable, un abrigo largo caía como sombra sobre sus hombros, y el broche plateado que lo sujetaba tenía la forma de un lobo en plena luna llena.
Su presencia era como una tormenta contenida; poderosa, arrogante, letal.
Mis ojos se encontraron con los suyos.
Mi pecho se contrajo, como si me hubieran golpeado con fuerza.
El aire pareció espesarse, cada sonido se distorsionó como si estuviera bajo el agua.
Una oleada de calor me recorrió desde el cuello hasta los dedos, y mis piernas temblaron levemente.
“¿Qué… qué es esto…?” pensé, aferrándome con más fuerza al brazo de Caleb sin siquiera notarlo.
Lucian caminaba con elegancia, su mirada fija en mí, como si supiera exactamente lo que estaba ocurriendo.
Mi piel ardía.
Literalmente.
Como si me quemaran desde dentro.
Cada vez que respiraba, sentía que su esencia estaba por todas partes; su olor, su energía, su voz que aún no había pronunciado palabra, pero resonaba en mi mente como un eco familiar y maldito.
Una parte de mí… quería acercarse.
Rendirse.
No.
No.
No.
No.
Apreté los dientes mientras la música volvía a sonar, como si el hechizo no hubiera sido notado por nadie más.
Pero yo lo sentía.
Estaba atrapada en una danza invisible y mortal.
Lucian sonrió.
No con malicia, sino con una seguridad devastadora, como si todo estuviera yendo exactamente según su plan.
Y lo peor… era que una parte de mí comenzaba a desear que ganara y reclamara su maldito premio.
A mí.
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