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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 82

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  4. Capítulo 82 - 82 Mía por Sangre y Placer
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82: Mía, por Sangre y Placer 82: Mía, por Sangre y Placer Me deslicé entre los asistentes, mis pasos calculados, la espalda recta como la de un rey en su propio trono.

La vi.

Eliza.

Brillaba incluso entre las antorchas titilantes, como si la luna hubiera decidido vestirse de carne y hueso.

Todos la miraban, sí, pero ninguno la veía como yo.

Ninguno podía oler el temblor bajo su piel, sentir el choque de su alma contra la mía como un rayo atrapado en una jaula de cristal.

Porque ella ya no me pertenecía sólo por destino y me había asegurado que ni ella misma se negará a lo que tenemos.

Sonreí.

No con burla, sino con la satisfacción de quien ha colocado todas las piezas y espera tranquilamente el jaque mate.

Ella se aferraba a ese estúpido beta, como si pudiera salvarla.

Pero ya era mía.

La Flor de Fuego de Dragón no deja lugar a dudas, ella arde por mí, aunque su mente aún intente resistirse, había sido una idea increíble utilizarla.

Estaba por acercarme, decidido a quebrarla con una simple palabra, cuando la voz del Alfa Supremo, Maximus, se elevó con la fuerza de un trueno y la solemnidad de los siglos.

—¡Que el anfitrión dé inicio al ritual de consagración!

—proclamó.

Un silencio reverente cayó sobre el Salón.

Todos giraron hacia mí.

Sentí la expectativa como una brisa helada sobre mi piel.

No mostré molestia.

Esto también era parte del juego.

Avancé, dejando atrás las columnas doradas, los mantos pesados de las delegaciones, los rostros pintados de júbilo y desconfianza.

Cada paso resonaba como una sentencia.

—Jóvenes sin compañero de primera presentación, ¡preparen sus espíritus!

—proclamé, con voz firme—.

¡Que el bosque nos reciba, y la Luna juzgue!

El movimiento fue inmediato.

Como si las palabras hubieran roto un sello invisible, los asistentes comenzaron a desplazarse en orden sagrado.

Las puertas del Salón se abrieron de par en par, y una ráfaga de aire frío, cargada de savia y luna, nos golpeó el rostro.

Caminamos.

Primero en fila, guiaba la procesión con la misma dignidad de un general victorioso.

A nuestro paso, las antorchas mágicas flotaban a media altura, iluminando la senda ancestral que conducía al bosque.

Los árboles, altos como torres, se cerraban sobre nosotros como si quisieran devorarnos.

Las raíces gruesas emergían del suelo, y cada crujido bajo los pies parecía responder a un idioma antiguo.

El bosque no era solo escenario.

Era juez y testigo.

El claro se abrió ante nosotros con la majestuosidad de un templo natural.

La luz de la luna lo bañaba todo con un resplandor pálido y bendito.

En el centro, el altar de piedra viva —cubierto de musgo y runas grabadas por generaciones— brillaba débilmente.

Sobre él, las dagas sagradas, una por cada Alfa, reposaban esperando el momento de beber sangre nueva.

El movimiento fue inmediato.

Como si las palabras hubieran roto un sello invisible, los asistentes comenzaron a desplazarse en orden sagrado.

Las puertas del Salón se abrieron de par en par, y una ráfaga de aire frío, cargada de savia y luna, nos golpeó el rostro.

Caminamos.

Primero en fila, guiaba la procesión con la misma dignidad de un general victorioso.

A nuestro paso, las antorchas mágicas flotaban a media altura, iluminando la senda ancestral que conducía al bosque.

Los árboles, altos como torres, se cerraban sobre nosotros como si quisieran devorarnos.

Las raíces gruesas emergían del suelo, y cada crujido bajo los pies parecía responder a un idioma antiguo.

El bosque no era solo escenario.

Era juez y testigo.

El humo de las antorchas, mezclado con el aroma embriagador de la flor Fuego de Dragón en su piel, me quemaba los pulmones.

Eliza estaba ahí.

A solo unos metros.

Tan cerca que podía oír su respiración temblorosa.

Tan lejos que no podía tocarla sin romperlo todo.

Luca estaba desquiciado.

Desde que descubrimos la verdad —que ella no era la compañera de Damián, sino la hija del Alfa Ronan, su maldita hermana, la princesa intocable de la manada Sangre de Hierro—, Luca se había mantenido en silencio.

No por calma, sino por contención.

Sentía cada vibración de su rabia latiendo bajo mi piel, como lava a punto de estallar.

Pero no hablaba.

No gruñía.

Solo observaba…

hasta que lo hizo.

—¡MÁRCALA!

El rugido me sacudió el pecho como un latigazo.

Me sobresalté.

Un segundo.

Una reacción involuntaria.

Hacía semanas que no oía su voz, solo su ira muda, pero ahora…

ahora era un trueno salvaje en mi cabeza.

El lobo despertó, y despertó hambriento.

—Cálmate — le gruñí, Pero no podía contenerlo.

—Es nuestra.

Es mía — se agitaba de un lado a otro, volviéndome loco — ¡RECLÁMALA!

No podía apartar la mirada de su cuello.

De ese cuerpo que temblaba, sutilmente, como si me sintiera incluso desde la distancia.

Todo en ella me llamaba.

Me desafiaba.

—No ahora —le advertí, aunque mi voz ya no tenía fuerza.

El autocontrol era un hilo deshilachado.

Frágil.

Roto.

—¡Nos la van a quitar!

—El rugido de Luca volvió, más feroz, y sentí sus garras desgarrando las paredes de mi mente.

La presión era insoportable.

Mis colmillos estaban extendidos.

Las venas del cuello palpitaban.

Cada músculo en mi cuerpo me pedía que actuara.

Que tomara lo que era mío.

La vi cortarse la palma de la mano, como sus gotas de sangre caían lentamente tentándome, sus labios tocando la copia sus ojos elevándose a Maximus cuando este la marco.

Y entonces, Luca rugió una última vez, como una orden que no podía ignorar.

—Márcala.

Ya.

Ya no tenía sentido postergar lo inevitable.

Di un paso al frente.

—Ante la Luna, y ante todas las manadas —dije, con voz clara y sin titubeos—, reclamo a Eliza de la manada Sangre de Hierro como mi compañera destinada.

El mundo se congeló.

Los murmullos explotaron como pólvora encendida.

—¡¿Eliza?!

—¿Lucian está loco?

—¡Esto es una provocación!

No me importó.

Caminé hacia ella sin apuro, como quien camina hacia lo que siempre ha sido suyo.

Tomé su mano entre las mías.

La sentí temblar.

Pero no la solté.

—Mi vínculo no miente —le dije solo a ella, con voz grave, dejando que mis ojos la desnudaran por completo—.

Me pertenece.

Y yo a ella.

Maximus fue el primero en reaccionar.

Dio un paso al frente, los ojos brillantes de revelación y esperanza.

Alzó los brazos como si pudiera tocar la Luna.

—¡La Diosa Luna no se equivoca!

—proclamó—.

Esta es una señal.

Una unión bendecida.

Una promesa de paz.

El círculo lo celebró con tímidos aplausos, algunos aún incrédulos, otros emocionados por lo que esto podría significar para las manadas.

Yo incliné la cabeza, fingiendo respeto.

—Es lo que deseo, mi señor —mentí con voz solemne.

Maximus tocó mi hombro, orgulloso.

Pobre iluso.

Porque la paz no era lo que buscaba.

Era la destrucción.

Y Eliza… Eliza era la llama con la que pensaba incendiarlo todo.

El círculo contenía el aliento.

Un murmullo tembloroso los atravesó como una corriente eléctrica.

Nadie entendía lo que estaba por ocurrir… hasta que lo hice.

Solté la mano de Eliza solo para tomar su cintura con fuerza y arrastrarla contra mi cuerpo.

Su jadeo fue apenas un susurro, pero lo sentí retumbar en mi pecho.

Su cuerpo se moldeó al mío como si hubiera sido hecho para encajar ahí, entre mi deseo y mi condena.

—No necesito el bosque.

No necesito que te transformes —le murmuré al oído, mi voz tan baja que solo ella la oyó—.

Eres mía… con o sin lobo.

Su piel tembló.

Quiso retroceder, pero su cuerpo me decía otra cosa.

La flor de Fuego hacía su trabajo, pero yo también.

Porque no era solo el polvo… era yo.

Era mi voz, mi energía, mi presencia hundiéndose en su voluntad hasta quebrarla.

—Lucian… —susurró, rota entre el pánico y la necesidad, como si mi nombre fuese una plegaria indecente.

Entonces la mordí.

No fue una caricia.

No fue un gesto tierno.

Fue un reclamo.

Mis colmillos se hundieron en su cuello con brutalidad, desgarrando la carne delicada y sellando un destino que no se podía deshacer.

Ella gritó.

Pero no de dolor.

Fue un gemido oscuro, lleno de fuego y entrega.

Su cuerpo se arqueó contra mí como si buscara más.

Más de mí.

Más de esa conexión maldita.

Mis manos la sostuvieron con fuerza.

Una en su cintura, obligándola a no huir.

La otra en su nuca, manteniéndola contra mi boca, mientras lamía la sangre que brotaba cálida, deliciosa, adictiva.

Mi marca ardía sobre su piel como fuego divino.

Un lazo de los que ya no se rompen.

Levanté la mirada.

Y lo vi.

Damián.

Su rostro era el de un hombre que acababa de perderlo todo.

Se lanzó hacia nosotros, pero una mano firme lo detuvo.

—¡Suéltame!

—bramó con furia descontrolada.

—No te metas —dijo Ronan—.

Ella es su compañera.

La sentencia cayó como una bomba.

El círculo entero se congeló.

Nadie se atrevió a moverse.

Ni a respirar.

Yo… solo sonreí.

Una sonrisa de lobo.

De conquistador.

De enemigo.

La había marcado frente a ellos.

Frente al consejo.

Frente a la luna.

Frente a su propio padre.

Y mientras Eliza se aferraba a mí como si la rompiera estar separada de mi cuerpo, mientras su cuello sangraba con mi marca y su aliento salía entrecortado y húmedo, llamé a mis sombras.

Oscuras.

Ancestrales.

Mías.

Nos envolvieron como una promesa cumplida.

Y en un susurro de viento y magia profana… desaparecimos.

Ella aún gemía.

Yo aún lamía su sangre.

Y Damián… Damián solo pudo mirar.

Las sombras nos llevaron sin aviso, sin preguntas, como si el universo mismo supiera que nada podía interponerse entre ella y yo.

Las sombras nos envolvieron como un velo de magia y dominio.

Cuando volvimos a existir en el mundo físico, estábamos solos.

Mi habitación, hecha de piedra antigua y fuego encantado.

Todo estaba preparado.

Desde que supe que sería mía, preparé cada rincón como si estuviera diseñando un altar para una diosa…

o un campo de guerra.

Eliza aún jadeaba, temblando entre mis brazos.

Su cuerpo seguía ardiendo, el polvo de la Flor de Fuego haciendo estragos en su piel, en su mente, en su sangre.

Su pecho subía y bajaba rápidamente, como si su corazón luchara por mantenerse firme.

La apoyé contra la pared de piedra, sin prisa, dejándola sentir mi peso, mi calor, mi presencia.

El contacto arrancó de su garganta un gemido ahogado.

—Tú no entiendes lo que hiciste —susurré contra su cuello, lamiendo la marca recién hecha, como un animal reclamando lo suyo—.

Aceptarme…

dejarme morderte…

significa que ahora, Eliza, eres mía.

En cuerpo.

En alma.

En cada maldito suspiro.

Su cuerpo tembló contra el mío.

No era miedo.

Era algo más oscuro.

Más adictivo.

Llevé mis manos a su rostro y la besé.

No como un amante.

Como un dios hambriento.

Mis labios se movieron sobre los suyos con una mezcla de ternura venenosa y poder devastador.

Ella respondió.

Con timidez primero.

Luego con necesidad.

Sus dedos se aferraron a mi camisa, como si aferrarse a mí fuera la única forma de no perderse.

La levanté, haciendo que sus piernas rodearan mi cintura, y la llevé a la cama sin dejar de besarla, sin darle respiro.

Cada paso era una promesa de condena y deseo.

La recosté con suavidad, como si fuera de cristal, aunque los latidos furiosos de mi corazón rogaban por quebrarla.

Mis manos recorrieron su cuerpo como si ya lo conociera.

Cada curva, cada temblor, cada rincón oculto.

Su piel era seda caliente bajo mis dedos.

Eliza jadeaba, los ojos entrecerrados, perdida.

Su cuerpo se arqueaba hacia el mío, buscándome, rindiéndose sin palabras.

—No me importa que no seas virgen—dije contra la piel de su vientre, bajando los besos con una devoción cruel— Prefiero ser el ultimo que el primero.

La sentí relajarse ante mi tacto, mientras un gemido de placer escapaba de sus deliciosos labios rojos y carnosos que tanto deseaba — Porque conmigo vas a aprender lo que es el verdadero placer.

Voy a enseñarte cómo se siente pertenecerle a un hombre que no solo te desea… sino que te devora.

Me incliné, rozando mi nariz con la suya.

El silencio era denso, cargado de electricidad.

Su aliento me quemaba.

Su piel, bajo la mía, vibraba.

—Te haré olvidar cada caricia antes de la mía —susurré contra su boca— Porque esto… esto es real.

Esto es lo que siempre fuiste… mía.

El sonido de la tela desgarrándose resonó como un disparo en la habitación.

Le arranqué el vestido con la urgencia de un hombre al borde del colapso.

Su cuerpo quedó expuesto ante mí, cubierto solo por un encaje mínimo.

La visión fue suficiente para hacerme gruñir como un animal hambriento.

Ella temblaba.

El rubor tiñendo sus mejillas me dio el último empujón a la locura.

Me cerní sobre ella y la besé como si dependiera de su boca para respirar.

Mi lengua reclamó la suya sin permiso, y ella respondió como si llevara años esperándome.

Llevé una mano a sus pechos, redondos, suaves, deliciosamente sensibles.

Su cuerpo se arqueó, un gemido se escapó de sus labios cuando comencé a jugar con uno mientras mi boca se aferraba al otro, succionando con hambre, con ternura y ferocidad alternadas.

La otra mano bajó sin piedad entre sus muslos.

Encontré su centro húmedo, tibio, palpitante.

Pasé mis dedos por encima de su botón, masajeándolo con movimientos lentos, circulares, mientras mi boca no abandonaba sus pechos.

Eliza jadeaba, perdida en el placer, su espalda arqueada como un arco.

Ya no era solo deseo.

Era destino.

Era un lazo que quemaba la piel.

Ella era mía.

Mi compañera.

Mi condena.

Y yo la iba a devorar.

Deslicé un dedo dentro de su cavidad húmeda, estrecha, caliente.

El gemido que arrancó fue música para mi alma torcida.

Añadí otro dedo, y sentí cómo su cuerpo se tensaba y luego cedía.

No le di tregua.

Empecé a bombear con intensidad, empujando, explorando, torturando dulcemente cada rincón.

—Déjame sentirte —gruñí contra su piel.

Sus caderas se movieron contra mi mano, buscando su liberación.

La sentí temblar, a punto de romperse… y entonces la detuve.

Saqué mis dedos, brillantes y cubiertos de su deseo, y los llevé a mi boca con descaro.

—No me mires así —le dije con una sonrisa oscura, viendo el ceño fruncido de su frustración—.

Necesito que estés al borde, mi amor… solo así sabrás a quién perteneces.

—Lucian… —susurró mi nombre, avergonzada y excitada.

Me incorporé para desnudarme.

Su mirada descendió, y su rostro se transformó al ver mi erección.

Sorpresa.

Miedo.

Fascinación.

Me encantó.

Damián nunca la tuvo así.

Nunca la hizo temblar con solo una mirada.

Y ella lo supo.

Me senté al borde de la cama y la tomé de la cintura, atrayéndola con fuerza.

La monté sobre mi regazo, a horcajadas.

Así la había imaginado desde aquel día en el yate.

Así la quería.

Así la necesitaba.

Su humedad cubría mi miembro, caliente y resbaladiza, corriéndose por mi longitud.

Sin darle tiempo a pensar, la bajé lentamente sobre mí, guiándola centímetro a centímetro hasta enterrarme por completo.

Eliza gritó.

Un sonido crudo, de alivio, de necesidad desbordada.

Deslicé un brazo por su espalda y la tomé con fuerza del hombro, empalándola hasta el fondo.

Mis caderas se movieron instintivamente, y un gruñido salvaje escapó de mi pecho.

Era tan estrecha, tan ardiente, tan jodidamente perfecta.

Empecé con movimientos lentos, midiendo cada reacción, acariciando sus costillas con mis dedos.

Pero fue ella la que tomó el control.

Comenzó a moverse sobre mí, subiendo y bajando con un ritmo rápido, desesperado, perdida en su deseo por mí.

Y entonces… perdí el control.

Mi lobo se desató.

La tumbé de espaldas, levante una de sus piernas a mi hombro y la embestí con fuerza, con hambre, con años de anhelo hacia mi compañera.

Nuestros cuerpos chocaban con un sonido húmedo y rítmico, nuestros gemidos se mezclaban con jadeos, maldiciones, súplicas.

—Dime que me sientes —le ordené mientras la follaba con violencia—.

Dímelo, Eliza.

Dime que nadie te ha hecho sentir así.

—¡Nadie!

—gritó entre jadeos— ¡Solo tú!

¡Lucian, solo tú!

La tomé de las muñecas con una mano y las levanté sobre su cabeza, sujetándola, atrapándola, mientras mis caderas golpeaban con una intensidad salvaje.

Sentía cómo se estrechaba a mi alrededor, cómo su orgasmo se acumulaba, se tensaba… —Ven para mí, loba.

Hazlo.

Acábate en mi maldito nombre.

Y ella lo hizo.

Su cuerpo se tensó, tembló con fuerza, y se deshizo alrededor de mí con un grito crudo, desgarrador, sublime.

La sentí romperse en mil pedazos, estremecida por la intensidad del orgasmo que la arrasó como una tormenta salvaje.

Su interior palpitaba, húmedo, apretándome, tragándome con una necesidad desesperada.

Pero no terminé.

Aproveché su vulnerabilidad, su respiración entrecortada, el temblor aún presenté en sus muslos, para girarla boca abajo sin darle tregua.

La sujeté de la cintura, la levanté de rodillas, dejando su trasero alzado, perfectamente expuesto para mí.

Su mejilla reposaba contra las sábanas, su cuerpo aún sacudido por los espasmos del placer.

—No he acabado contigo —gruñí con voz rasposa, salvaje.

Le di una nalgada que la hizo gemir.

Otra.

Su piel enrojecida ardía bajo mi palma.

Enredé los dedos en su cabello y lo jalé hacia atrás, obligándola a alzar la cara mientras la volvía a penetrar de un solo empuje brutal, enterrándome hasta el fondo.

—¿De quién eres?

Ella jadeó, incapaz de responder al principio, perdida en la nueva oleada de placer que la embestía con violencia.

—¡Dímelo!

—le exigí, con una embestida que la hizo gemir ahogada.

—¡Tuya!

¡Soy tuya, Lucian!

¡Solo tuya!

—¡Acéptame como tu compañero!

—rugí mientras la embestía con más fuerza.

Solo se le escapó un gemido.

Le di otra nalgada y la jalé con más fuerza del cabello.

—Acéptame —demandé con un tono más autoritario.

—Te acepto —gimió débilmente—.

Yo, Eliza…

—otro gemido— te acepto —un gemido más fuerte—, Lucian, de la manada Hermanos de la Sombra, como mi compañero.

Cuando sentí el vínculo afianzarse, mientras la sujetaba por el cabello y la cadera, la habitación se volvió un eco de nuestros cuerpos chocando, sus gemidos, mis gruñidos.

El lobo en mí rugía de satisfacción.

Me incliné, la cubrí con mi cuerpo, lamiendo la marca en su cuello, y sentí su nuevo orgasmo formarse, desgarrarla desde dentro.

—Nunca más vas a escapar de esto.

Nunca más vas a ser de otro.

La mordí.

Hundí mis colmillos justo sobre la marca anterior, renovándola, intensificándola.

Ella gritó mi nombre, desgarrada por un segundo orgasmo mientras yo me liberaba dentro de ella, profundo, caliente, posesivo, marcando cada rincón de su cuerpo con mi semilla.

La sujeté con fuerza, aún enterrado hasta el fondo, mientras su cuerpo temblaba contra el mío, su aliento entrecortado, sus piernas apenas sosteniéndola.

La besé en la nuca, en la marca nueva, lamiendo la sangre que brotaba suave.

—Ahora sí —susurré con la voz ronca, rota—.

Ahora eres completamente mía, Eliza.

Y nadie te va a arrebatar de mí.

Y la sentí caer.

Exhausta.

Rendida.

Mía.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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