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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 83

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  4. Capítulo 83 - 83 El sabor amargo del deseo
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83: El sabor amargo del deseo 83: El sabor amargo del deseo El silencio en la habitación era peso, casi tangible, como si el aire se hubiera transformado en una masa densa y pesada que me envolvía la piel.

Me desperté con un zumbido agudo en los oídos y el corazón desbocado, latiendo con la urgencia de quien ha corrido por horas sin descanso.

Parpadeé varias veces, intentando enfocar lo que tenía delante, pero todo se sentía ralentizado, confuso, como si mi cuerpo no me perteneciera del todo.

La cabeza me palpitaba con un dolor sordo, como una resaca sin alcohol; la garganta estaba seca, la piel caliente, demasiado caliente… y el cuerpo entero dolía.

No con una violencia evidente, sino con una pesadez íntima, profunda, como si cada rincón hubiera sido reclamado, marcado, usado.

Me incorporé apenas y el mundo giró con brusquedad.

Respire hondo, parpadeé una, dos veces.

No reconocía el lugar.

El techo era alto, adornado con molduras oscuras que parecían observarme desde arriba.

Cortinas pesadas apenas permitían pasar un rayo tenue de luz pálida.

Las paredes, de piedra negra y madera oscura, eran completamente ajenas.

Aquello no era la mansión de mi padre.

No era Stanford.

Ni siquiera era la habitación que me habían asignado.

Era un cuarto lujoso, masculino, imponente… y profundamente extraño.

Intenté moverme, pero cada parte de mi cuerpo protestó.

Me di cuenta de que estaba completamente desnuda.

El pánico comenzó a hervirme en el pecho mientras mis manos temblorosas se aferraban a las sábanas revueltas, cubriéndome apenas.

Estaban manchadas con sombras delatoras que no quise identificar.

Bajé la mirada y sentí que el aire me abandonaba, marcas, chupetones oscuros en mis pechos, mordidas en las costillas.

Las caderas me dolían como si hubieran sido sujetadas con brutalidad, como si alguien se hubiera aferrado a mí con desesperación.

Sentí el ardor en mi cuello justo en el punto donde me había mordido por primera vez.

Llevé los dedos temblorosos a la base del cuello y, al rozar la piel, un calor palpitante me atravesó como una descarga.

Me aparte de golpe.

La marca estaba ahí.

Viva.

Latente.

Suya.

Los recuerdos me golpearon como una ola furiosa.

Lucian.

Su cuerpo sobre el mío.

Sus manos, su voz oscura y demandante.

Sus órdenes, su fuerza, su intensidad.

Girándome, tomándome del cabello, exigiendo que dijera su nombre.

Penetrándome una y otra vez.

Mordiéndome justo en el clímax.

Ahogué un gemido, confundida, desbordada por una mezcla salvaje de vergüenza y un placer visceral, ardiente, que mi cuerpo aún celebraba sin consultarme.

Me cubrí mejor con la sábana, el corazón galopando dentro del pecho como un animal desbocado.

No entendía cómo había pasado.

Ni por qué me había entregado tan fácil.

Entonces lo escuché, el sonido de la puerta del baño abriéndose, pasos firmes sobre el mármol.

Levanté la mirada justo cuando él salió, envuelto apenas en una toalla blanca que colgaba peligrosamente de sus caderas.

El cabello húmedo, el torso desnudo, una gota solitaria deslizándose por su pecho… y esa sonrisa.

Arrogante.

Satisfecha.

Peligrosa.

Nuestros ojos se encontraron.

—Buenos días, Caperucita —dijo con esa voz baja y rasposa que parecía lamerme la piel.

Tragué saliva, apretando la sábana contra mi pecho mientras sentía el ardor resurgir en todo mi cuerpo, que como una tonta le había entregado a él.

— ¿Dormiste bien?

—añadió, acercándose con esa seguridad que solo tiene quien sabe que ha ganado.

No respondí.

No podía.

No mientras la imagen de mí misma, arrodillada frente a él, con el cabello entre sus manos y su nombre en mi boca, ardía detrás de mis párpados como una cicatriz fresca.

Un escalofrío me recorrió la columna.

La vergüenza llegó entonces como una ola helada que me ahogó sin aviso.

Porque no se trataba solo de lo que ocurrió entre esas paredes.

No.

Lo recordé todo.

Cada detalle.

Luciano.

Su boca en mi cuello.

Sus colmillos hundiéndose en mi piel… frente a todos.

Y frente a mi padre.

Me marcó como un trofeo.

Como una victoria.

¿Y tú…?

Dioses.

Yo gemí.

Me aferré a él como una idiota.

Los ojos cerrados, la boca entreabierta, la piel temblando bajo su tacto.

Me dejé llevar por un deseo animal, por una necesidad primaria que me redujo a una criatura desesperada.

No fui una mujer orgullosa, ni una enemiga digna.

Fui carne entregada.

Una niña ansiosa por un roce, por una caricia disfrazada de conquista.

Por un instante, me perdí en él.

Lo supe en el segundo en que la vergüenza me golpeó como una ola ardiente, una quemaba desde dentro, dejando cicatrices invisibles en mi pecho.

Sollozando en silencio, me envolví con la sábana como si fuera un escudo, un refugio frágil e inútil contra la realidad.

La llevé hasta cubrirme por completo, escondiéndome bajo su tela como una niña asustada, deseando desaparecer.

Pero incluso ahí, acurrucada en la oscuridad improvisada, sintió su mirada atravesándome.

Una presencia densa.

Ineludible.

—Eliza —pronunció mi nombre con una voz grave y entretenida, como si disfrutara del juego perverso de verme así.

Encogida, rota.

No respondí.

Me limité a respirar en cortas bocanadas, cada una impregnada de culpa y rabia.

“Que se vaya”, pensé con desesperación.

“Que esto sea un sueño… uno cruel, uno del que pueda despertar”.

Pero no lo era.

Estaba despierta.

Dolorosamente despierta.

Y lo peor era que había sido parte de ello.

No me habían forzado, no me habían robado nada.

Lo había entregado todo con las manos temblorosas y el alma abierta.

Había ardido con él.

Y eso era lo imperdonable.

—No creí que fueras del tipo tímido —continuó, su voz acercándose, lenta y arrastrada como veneno líquido.

Apreté los ojos bajo la sábana, deseando no oírlo, no sentirlo.

Pero ahí estaba.

Su voz, su olor, el recuerdo fresco de sus manos marcadas en mi piel.

—¿Estás escondida?

—murmuró con esa sonrisa audible que me erizaba la piel—.

Mmm…

¿Acaso estás avergonzada, Caperucita?

Mi pecho subía y bajaba con fuerza, agitado por la rabia y la humillación.

Una mezcla que me ardía en los huesos.

Senti el colchón cediendo, su peso inclinándose hacia mí.

Su cercanía invadiendo el espacio que tanto anhelaba mantener intacto.

—Te veías preciosa anoche, Eliza.

Tan rendida…

tan mía.

Sus palabras me atravesaron como cuchillas.

Tragué saliva con dificultad, los ojos picándome por las lágrimas que me negaba a soltar.

¿Cómo se puede odiar y desear a alguien al mismo tiempo?

¿Cómo es posible que mi cuerpo lo recordara con anhelo mientras mi alma gritaba por dignidad?

—Vete —susurré, la voz tan rasposa y débil que apenas fue un susurro entre el calor sofocante bajo la sábana.

Él no se movió.

No obedeció.

—No —respondió con una ternura que dolía más que cualquier golpe—.

Aún no hemos terminado.

Mi corazón se detuvo por un instante.

El aire se volvió espeso, imposible de respirar.

Sus dedos comenzaron a deslizarse por la tela que me cubría, lentos, calculados, dibujando mi espalda a través del algodón.

Cada roce parecía tener una intención, una promesa silenciosa.

— ¿Te estás escondiendo de mí… o de ti misma?

—su voz descendió a un susurro, uno que se sintió como un roce íntimo directo a la piel— Porque anoche no parecía querer escapar.

Su mano descendió más, deslizándose con apenas la presión justa para no ser agresivo, pero sí imperdonablemente cercano.

Pasó el límite de lo decente, con una facilidad que me dejó paralizada.

—Tus gemidos siguen en mi cabeza, Eliza.

No sabes lo hermoso que fue ver cómo gritabas mi nombre.

Tragué saliva de nuevo, sintiendo cómo la vergüenza subía por mi cuello, encendiéndome las mejillas.

Me hundí más en las sábanas, como si pudiera disolverme entre las fibras del colchón y desaparecer del mundo.

Pero él estaba ahí.

Siempre estaba ahí.

Invasivo.

Se inclina más cerca.

Su aliento caliente atravesó la tela y acarició la base de mi cuello.

—Mi nombre te queda mejor cuando lo ruegas —susurró con una crueldad elegante— ¿Quieres que te lo recuerdes?

La cama se hundió más.

Sentí cómo se posicionaba justo junto a mí, y cómo sus dedos atrapaban un pliegue de la sábana, preparándose para retirarla.

—Lucian… —mi voz quebrada salió sin control, temblorosa, suplicante.

No sabía si le estaba pidiendo que se detuviera o que siguiera.

Y lo peor… es que él tampoco lo sabía.

O quizás sí.

Quizás siempre lo supo.

Y por eso disfrutaba tanto hacerme sentir tan pequeña.

Pero entonces, el aire cargado de tensión fue cortado de golpe por un sonido seco, urgente.

—Alfa —dijo una voz masculina desde el otro lado de la puerta—.

Soy Jaxón.

Lucian gruñó bajo, irritado.

No respondió al instante.

Yo me encogí más, avergonzada, con el corazón palpitando en la garganta y la vergüenza ardiendo en cada célula de mi cuerpo.

Él suspir, resignado, y se incorpor lentamente.

Se sentó en el borde de la cama, dándome la espalda.

Su espalda desnuda.

Su cuerpo aún húmedo.

Aún malditamente perfecto.

—¿Qué ocurre?

—preguntó, seco, sin ocultar su molestia.

—El Alfa Ronan solicita una audiencia —respondió Jaxon—.

Exige ver a su hija.

Un silencio tenso cayó como una piedra.

Lucian pasó una mano por su cabello y apenas sonriendo, un gesto más oscuro que amable.

Su voz, esta vez, fue más dura.

—Dile que guarda en la sala del trono.

Y que recuerda que ahora su hija… es mía.

Giró apenas el rostro, como si pudiera ver a través de la tela, como si pudiera sentir cómo la vergüenza me desbordaba hasta manchar el aire.

—Tienes treinta minutos para decidir si vas a enfrentarlo con la cabeza en alto… o desde debajo de esa sábana.

Yo no podía respirar.

Y el fuego en mi cuello ardía más fuerte que nunca.

Luego, el silencio.

El clic seco de la puerta al cerrarse me devolvió al mundo real como una bofetada.

El eco me dejó sola con el peso de todo.

No supe cuánto tiempo pasó ahí, en la penumbra de su habitación, envuelta apenas en la sábana, con el cuerpo temblando y el alma hecha trizas.

El aroma de él todavía flotaba en el aire, ese aroma que me había condenado.

Todo en ese espacio era suyo.

Dominante.

Frío.

Implacable.

Y aún así, cada rincón parecía haberme atrapado.

Fue entonces cuando lo vi.

Sobre la silla junto al tocador, descansaba una de sus camisas.

Negra.

Abierta.

Aún con el cuello ligeramente doblado.

Como si se la hubiera quitado con prisa.

Como si me estuviera esperando para volver a ponerérsela… o para obligarme a recordarlo.

La tela tenía su aroma.

Ese aroma salvaje, amaderado y oscuro que se me había quedado impregnado en la piel y en la memoria.

Me acerqué, hipnotizada, y apenas rocé la tela con los dedos, el pecho se me encogió.

Me encantaría desearlo.

Me dolia no poder odiarlo.

Un golpe suave en la puerta lateral me hizo dar un paso atrás.

Una mujer delgada, vestida en tonos neutros, se asoma con la cabeza gacha.

—Señorita Eliza… su habitación está lista —dijo, sin levantar la mirada.

Asentí sin decir palabra.

Ella cruzó la habitación sin mirarme, y abrió una puerta que no había notado antes, oculta tras una cortina pesada del mismo color que las paredes.

Un pasillo privado, silencioso y con luces cálidas, se abría paso entre las habitaciones como un túnel secreto entre dos mundos.

Avancé tras ella, aún descalza, con la sábana aferrada a mi cuerpo como si pudiera protegerme de todo lo que acababa de ocurrir.

Sentía las piernas temblorosas, como si fueran ajenas, como si pertenecieran a otra mujer.

Mi habitación —la que me habían asignado para el ritual— seguía tal como la recordaba: hermosa, perfecta, lujosa… una prisión dorada.

La sirvienta no dijo nada más.

Solo cerró la puerta con cuidado tras de sí.

Corrí hacia el baño como si el fuego me persiguiera, cerrando la puerta de un golpe seco que reverberó por las paredes.

Me despojé de la sabana, como si pudiera arrancarme con ella los recuerdos, el tacto, el temblor.

Abrí el grifo y déjé que el agua cayera sobre mí con una violencia helada.

Cada gota era un látigo.

Cada ráfaga de agua, un castigo necesario.

Me talé con fuerza, desesperadamente, como si mis manos pudieran borrar las huellas invisibles que ardían en mi piel.

Como si el jabón pudiera arrastrar la vergüenza, la culpa, o la verdad que aún no me atrevía a nombrar.

Pero era inútil.

Él seguía ahí.

La mordida palpitaba sobre mi cuello como una antorcha encendida, roja y viva, como una promesa grabada con colmillos en lugar de palabras.

No importaba cuántas agua usara.

Cuánto restregara.

Su presencia seguía siendo una sombra que no podía desprenderme del alma.

Cuando finalmente salí de la ducha, el cuerpo temblando y la piel enrojecida por el castigo autoinfligido, una sirvienta esperaba con una toalla blanca como la nieve y un vestido colgado del brazo.

No dijo una palabra.

No hizo un solo gesto innecesario.

Bajó la cabeza, sumisa, pero su mirada se desvió un instante hacia mi cuello.

Bastó ese segundo para saberlo lo habían visto.

Todos.

Me dejé llevar por la rutina como un autómata.

Me envolvieron, me secaron, me vistieron.

No protesté, no reaccioné.

El vestido que colocó sobre mi cuerpo era una pieza hermosa, larga y ajustada, de un rojo escarlata tan profundo que parecía una herida abierta.

Se amoldaba a mi figura como si hubiera sido diseñada para exhibirme, no para protegerme.

El contraste con mi piel pálida era tan marcado que dolía mirarlo, como si todo en mí gritara algo que yo no quería confesar.

La sirvienta peinó mi cabello con cuidado, dejando que cayera en ondas suaves por mi espalda.

Yo solo podía mirar el espejo.

Observar con una mezcla de repulsión y desconcierto a la joven que me devolvía la mirada.

No la reconocía.

Esa no era yo.

La Eliza del reflejo tenía los labios marcados por besos que nunca debieron ser.

Las mejillas teñidas por la vergüenza.

El cuello… el cuello expuesto como una bandera de rendición, con la marca viva del deseo, de la dominación.

En sus ojos había algo nuevo, algo más salvaje.

La mirada de una loba… que había sido reclamada.

Cerré los puños y tragué saliva.

Las piernas me temblaban y cada parte de mí parecía querer quedarse allí, atrapada, escondida.

Pero no podía.

Papá me esperaba, y yo debía presentarme ante él… marcado por el enemigo como si fuera suya.

—Estoy lista —dije, apenas un susurro.

No para la sirvienta.

Para mí.

Mentía.

No lo estaba.

Tal vez no lo estaría nunca.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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