Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 84
- Inicio
- Todas las novelas
- Emparejada al Alfa Enemigo
- Capítulo 84 - 84 Júrame Esta Noche
Tamaño de Fuente
Tipo de Fuente
Color de Fondo
84: Júrame Esta Noche 84: Júrame Esta Noche El pasillo que me conducía al salón era largo, silencioso, flanqueado por antorchas mágicas cuyos fuegos danzaban en un lenguaje que no entendía, proyectando sombras doradas sobre los muros de piedra negra.
Con cada paso, sentía que avanzaba hacia un juicio, no hacia una conversación.
El vestido abrazaba mis piernas y obligaba a mis caderas a moverse con una cadencia que me parecía obscena.
Me sentía como si caminara desnuda, como si la marca en mi cuello brillara más que cualquier joya.
Entonces vi a mi hermano.
Damián estaba allí, detenido en medio del pasillo junto a Luna.
Ella le sostenía la mano con ternura, pero sus ojos estaban fijos en mí.
Intensos.
Oscuros.
Dolidos.
Cuando su mirada bajó a mi cuello y se detuvo.
Su mandíbula se endureció como una piedra.
—Eliza —su voz era ronca, quebrada—.
¿Te obligó?
Mi estómago se encogió.
Luna frunció el ceño, incómoda.
Yo me detuve, incapaz de seguir.
Como si un muro invisible se levantara entre nosotros.
Damián dio un paso hacia mí, soltando la mano de su compañera.
Sus ojos estaban cargados de rabia… y algo más.
Dolor.
Un dolor tan profundo que me atravesó el pecho.
—Dímelo —repitió, más bajo—.
¿Te forzó?
¿Te amenazó?
Abrí la boca.
Quise responder.
Pero al principio no salió nada.
Porque no lo sabía.
Porque no entendía qué me había pasado.
Mi cuerpo había reaccionado como si hubiera estado esperando ese momento.
Como si cada célula supiera algo que mi mente aún se negaba a aceptar.
Y entonces… lo recordé.
Aquel sueño.
Aquel extraño sueño, cuando Lucian visito nuestra manada, su amenaza de quebrarme y acabar con toda la manada.
Lo había enterrado en lo más profundo, jurando que no era real.
Pero ahora… Negué lentamente con la cabeza, sin atreverse a mirarlo directamente.
—No…
—murmuré—.
Nadie me obligó.
El silencio fue como un abismo.
—¿Entonces por qué?
—preguntó Damián, su voz apenas un suspiro desgarrado—¡¿Por qué lo dejaste hacerlo?!
¡¿Por qué te entregaste así…
delante de todos?!
Sus palabras eran cuchillas, y dolían más porque eran ciertas.
Porque yo tampoco tenía respuestas.
Me sentía avergonzada, quería que la tierra me tragara, quería volver con mi madre y olvidarme de todo esto.
—No sé —susurré, sintiéndome tan pequeña—.
Mi cuerpo… reaccionó.
No lo controlé.
No entendía nada.
Fue como si… —Como si siempre hubiera sido para ti —intervino Luna, con una dulzura que desarmaba.
Se acercó a Damián y tomó su brazo con suavidad— Es normal, Eliza.
Es tu compañero.
No podías evitarlo.
La miré, sorprendida por la ausencia de juicio en su mirada.
Solo comprensión.
Ella lo sabía.
Ya lo había vivido.
Entendía lo que era… rendirse.
—Eso no lo hace correcto —dijo Damián, su voz endurecida por la impotencia—Él no tenía derecho.
—Pero lo hizo —respondí, levantando por fin la cabeza— Y yo… lo permití.
Un silencio espeso llenó el pasillo.
Las llamas de las antorchas crujían como si respiraran tensión.
Damián dio un paso atrás, como si no pudiera sostener mi mirada.
—Papá te espera —dijo con frialdad— No lo hagas esperar.
Asentí con un hilo de aliento, y seguí caminando.
Pero sentía sus ojos quemándome la espalda.
El juicio aún no terminaba.
Mis pasos resonaban en el suelo de mármol oscuro como latidos de guerra.
El pasillo se abría al fin hacia un amplio salón, dominado por una cúpula de cristal teñida en rojo y negro.
Por ella, la luna se colaba en haces de luz oblicuos, como cuchillas silenciosas.
Las columnas talladas con runas antiguas parecían inclinarse a mi paso.
Como si ellas también supieran lo que yo era ahora.
Lo que había hecho.
Lucian estaba allí.
Sentado con una arrogancia natural en el trono su cuerpo inclinado hacia atrás, una pierna cruzada con descuido sobre la otra.
Vestía de negro, impecable, como si cada prenda hubiese sido diseñada para envolver el poder que irradiaba.
Sus ojos me encontraron antes de que yo terminara de entrar.
Esa mirada de sombra y deseo me recorrió sin pudor alguno.
Mi cuerpo reaccionó con un escalofrío.
Maldita sea.
Y entonces vi a mi padre.
Estaba de pie frente, las manos cruzadas detrás de la espalda, con su porte imponente de siempre.
Pero su rostro no mostraba la severidad que temía.
No había ceño fruncido.
No había rabia.
Solo… preocupación.
Me detuve, el aliento atrapado en la garganta.
El pecho me dolía como si algo invisible lo oprimiera.
—Eliza —dijo él, con voz profunda y serena—.
¿Estás bien?
No supe qué contestar.
Las manos me temblaban.
Esperaba gritos, reproches, decepción.
Pero lo único que encontré fue la mirada de un padre temiendo por su hija.
—Yo… sí —murmuré, apenas audible—.
Estoy… bien.
Asintió con lentitud, como si midiera con cuidado cada gesto.
Dio un paso hacia mí y por un momento creí que iba a abrazarme.
Pero se contuvo.
Solo me observó con una intensidad tan honda que me atravesó por completo.
—Esto no fue lo que planeamos para ti —dijo entonces, sin dureza— Pero el destino ha hablado.
La marca es clara.
El lazo… irreversible.
El calor me subió al rostro como un golpe.
Sabía perfectamente lo que eso implicaba.
Lucian lo había hecho ante todos.
Me había reclamado.
Y yo… yo me había entregado como una tonta desesperada.
Como una mujer hambrienta de su toque.
—Entonces…
—continuó Ronan, girándose hacia Lucian, su voz volviéndose firme, autoritaria— No habrá más juegos.
La mirada que le dirigió fue tan cortante como una orden Alfa.
—Cumple con las tradiciones, Alfa de la Sombra.
Cásate con mi hija esta noche.
Hazlo frente a las manadas.
Formaliza lo que ya iniciaste.
Contuve el aliento.
Mi corazón golpeaba con fuerza.
Lucian alzó una ceja, dibujando esa sonrisa suya, peligrosa y letal.
No estaba sorprendido.
Tampoco intimidado.
Todo lo contrario.
—Será un honor, Alfa Ronan —respondió con una voz tan suave como peligrosa, arrastrando cada palabra como si rozara la piel— Mi compañera merece una ceremonia digna de su fuego.
Me giré hacia mi padre, los labios temblorosos.
—¿Papá…?
¿Esta noche?
Él me sostuvo la mirada, más serio que nunca.
—Ya no hay vuelta atrás.
Lo único que puedes elegir ahora… es cómo afrontar tu destino.
Y supe, en ese instante, que no me estaba castigando.
Me estaba dando fuerza.
Pero, aun así… Una parte de mí quería huir.
Y otra… Otra quería quedarse y arder bajo las llamas.
Lucian mantuvo la mirada sobre mi padre por unos segundos más, saboreando el momento como quien ya ha ganado una guerra sin levantar el arma final.
Entonces se puso de pie con una elegancia oscura, su figura alta y dominante imponiéndose sin esfuerzo.
—Alfa Ronan —dijo con voz firme, aunque sin rastro de provocación— Le agradeceré si nos deja solos por unos minutos.
Necesito hablar… con mi compañera.
Remarcó esas últimas palabras con delectación, como si cada letra fuera una joya que acababa de arrebatar al mundo.
Pero no había burla en su tono, solo esa arrogancia innata de quien sabe que el destino le ha favorecido.
Mi padre lo evaluó con una mirada que no temblaba, pero tampoco discutió.
Me dirigió una última mirada intensa, como un escudo silencioso que me colocaba en el pecho.
—Te vere más tarde —dijo simplemente, y se marchó con la dignidad de un rey que ha entregado a su hija a otro trono.
El sonido de la puerta cerrándose resonó como un eco final.
Y entonces lo sentí.
La presión.
Lucian me miró como si cada capa de mi alma le perteneciera.
—Ven aquí—ordenó suavemente, su voz envolvente, peligrosa en su ternura.
Mi cuerpo titubeó, pero sus ojos oscuros no me dieron opción.
Fue un llamado instintivo.
Avancé unos pasos, apenas respirando, hasta que estuve frente a él.
Lucian extendió una mano, y antes de que pudiera protestar, me atrajo hacia su cuerpo en un tirón firme.
Caí en su regazo.
Su brazo se enroscó alrededor de mi cintura con posesión absoluta, su otra mano subió por mi espalda, lenta, como si memorizara la forma de mi columna vertebral.
Su calor era una prisión.
Su perfume, ese aroma de bosque y tormenta, me envolvió hasta nublar los pensamientos.
—¿Lo sientes?
—murmuró cerca de mi oído, su aliento acariciando mi piel—.
Lo que eres cuando estás conmigo.
Lo que soy contigo.
No hay ritual que pueda igualar esto.
Quise decir algo, tal vez negarlo.
Tal vez insultarlo.
Pero sus dedos ya estaban deslizándose bajo la línea de mi cuello, apenas tocándome, y sin embargo, incendiando cada terminación nerviosa.
—Podrías seguir huyendo de mí, intentando convencerte de que esto no es real —susurró, su voz ronca como un secreto sucio— Pero tu cuerpo ya eligió, Eliza.
Y el alma…
siempre obedece.
Mis dedos se aferraron a su camisa negra, maldita sea, como si necesitara algo a lo que anclarme.
—No voy a rendirme tan fácil —le solté con la voz baja, aunque temblaba.
Lucian río suavemente, una risa peligrosa que vibró contra mi pecho.
—No quiero que te rindas.
Quiero que luches…
mientras caes más hondo en mí.
Sus labios rozaron mi mejilla, apenas un toque, pero me hizo estremecer.
Su mano se posó en mi muslo, presionando con firmeza.
Sabía cómo tocarme.
Sabía cómo doblarme.
—Esta noche será nuestra —prometió, sus labios ya descendiendo por mi mandíbula—Y no por el ritual.
No por la política.
Será nuestra… porque lo hiciste tuyo.
Porque me hiciste tuyo.
Mi corazón latía con furia.
Y, en su regazo, atrapada entre sus brazos, entre la furia y el deseo, comprendí algo aterrador.
Estaba empezando a creerle.
Lucian alzó el rostro y nuestros ojos se encontraron como si el mundo hubiera contenido el aliento.
—Bésame —susurró, más como un reto que como una súplica.
No supe quién se inclinó primero, solo que nuestros labios colisionaron con la furia de una tormenta contenida.
No hubo dulzura.
No hubo lentitud.
Fue guerra.
Fue rendición.
Fue fuego.
El beso fue una batalla de almas, un choque brutal de dos enemigos que ardían con una pasión que ni la sangre ni la venganza podían apagar.
Su boca reclamó la mía con una intensidad que dolía, como si quisiera arrancarme los recuerdos, el odio, el miedo… y dejar solo deseo.
Yo respondí con igual violencia, con igual hambre, arañando su nuca, apretándome contra su cuerpo como si pudiera fundirme con él y desaparecer.
En ese instante, no éramos Eliza y Lucian.
Éramos dos incendios devorándose mutuamente.
El mundo alrededor se desvaneció.
Solo quedaba su respiración mezclada con la mía, el calor abrasador de su cuerpo, y la certeza ineludible de que algo dentro de mí acababa de quebrarse para siempre.
Porque había empezado como enemiga.
Y lo estaba besando como si fuera todo lo que alguna vez quise.
El beso terminó solo porque ambos necesitábamos aire, pero nuestras frentes quedaron unidas, nuestras respiraciones entrecortadas chocando como si aún estuviéramos peleando por quién dominaba a quién.
Lucian deslizó su mano por mi muslo, subiendo el vestido lentamente, como si cada centímetro expuesto fuera parte de un ritual oscuro.
Mis labios se entreabrieron con un suspiro que no pude controlar, y él sonrió, con esa maldita sonrisa de depredador satisfecho.
—Dime que no me deseas —desafió, la voz más grave, más profunda, como si su control colgara de un hilo.
No dije nada.
No podía.
La tensión nos envolvía, densa, eléctrica, como un hilo invisible que nos apretaba la garganta.
Su mano firme me mantuvo contra él, su cuerpo rozando el mío con descaro, y, por más que lo negara, lo deseaba.
Lo deseaba con una urgencia animal, peligrosa, como si algo dentro de mí hubiera esperado siempre este momento.
Lucian bajó la mirada a mi boca, luego a mis piernas, y volvió a mis ojos con ese brillo oscuro, hambriento.
—Entonces cállate… y siente —gruñó, la voz rasgando el aire entre nosotros.
No hubo aviso.
En un solo movimiento, se desabrochó el pantalón y liberó su erección, dura, palpitante, tan obscena como perfecta.
El deseo me envolvió como fuego líquido, y, sin pudor, lo ayudé a subirme el vestido.
Él no se molestó en ser suave: arrancó mi ropa interior de un tirón, como si le estorbara respirar.
Me acomodé sobre él, temblando de anticipación.
Quería ir despacio.
El recuerdo del dolor anterior todavía latía en mi mente como una advertencia.
Pero Lucian no era paciente.
Sus manos atraparon mis caderas, y sin darme respiro, me empaló de una sola embestida.
Un gemido crudo se escapó de mi garganta.
Ardía.
Me llenaba de una forma tan brutal que dolía…
pero también me hacía vibrar.
El placer y el dolor se entrelazaban, confundiéndose hasta volverse uno solo.
—Lucian… —susurré, perdida, jadeando su nombre como si fuera mi única verdad.
Me aferré a sus hombros mientras él me alzaba y me estrellaba contra sus caderas, una y otra vez, con una fuerza salvaje, sin control.
No había dulzura en sus movimientos.
Solo fuego.
Solo pecado.
Nos movíamos como si estuviéramos condenados a pertenecernos.
Como si nuestros cuerpos ya supieran el camino que nuestras almas se negaban a aceptar.
Un calor abrasador me trepó por la columna.
Era demasiado.
Era todo.
Mi espalda se arqueó, y un grito escapó de mis labios al venirme con violencia, atrapada en esa explosión incontrolable que me rompió desde adentro.
—Me encanta cómo me mojas, nena —ronroneó contra mi cuello, su voz tan sucia como deliciosa.
Sabía que él aún no había terminado.
Lo sentía, duro, palpitante dentro de mí.
Así que comencé a moverme de nuevo, lenta al principio, provocándolo, haciendo círculos con mis caderas mientras subía y bajaba sobre él.
Lucian soltó un gruñido profundo, y algo en él se quebró.
De repente, me levantó y me tumbó en el suelo de piedra, frío contra mi espalda.
Un escalofrío me recorrió, pero su boca devoró la mía antes de que pudiera protestar.
Y entonces volvió a hundirse en mí con tanta fuerza que el aire me abandonó.
Gritamos los dos al unísono.
Yo, al alcanzar un segundo clímax que me hizo sacudirme bajo él.
Él, con un gruñido gutural, oscuro, al encontrar su propia liberación.
Y por un momento, no hubo guerra.
No hubo pasado.
Solo nosotros.
Quemándonos.
Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com