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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 87

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  4. Capítulo 87 - 87 El Beso que Declara la Guerra
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87: El Beso que Declara la Guerra 87: El Beso que Declara la Guerra El espejo frente a mí no era solo un cristal, era un altar.

Un reflejo encantado que no solo mostraba mi imagen, sino que multiplicaba mi poder.

Me devolvía la mirada un hombre tallado en sombras y ambición.

No un líder cualquiera.

Esta noche no era un Alfa.

Era un conquistador a punto de arrasar con su trofeo más preciado.

El traje que cubría mi cuerpo parecía hecho de oscuridad líquida.

Un tejido negro profundo, sin brillo, sin ornamentos… como la noche que precede a una masacre.

Se ajustaba con una precisión casi sobrenatural, marcando cada línea de mi torso, cada músculo tensado como si reconociera a quién vestía.

No necesitaba dorados, ni insignias, ni florituras.

Mi sola presencia era una declaración.

De poder.

De peligro.

De dominio.

El sastre, un anciano brujo de dedos temblorosos pero ojos expertos, dio un último tirón a la solapa y se alejó con una reverencia solemne, como si acabara de vestir a un dios pagano antes de un sacrificio.

—Perfecto, mi Alfa —murmuró, la voz cargada de respeto y miedo—.

No habrá criatura esta noche que no lo siga con los ojos.

No respondí.

Solo le dediqué una sonrisa lenta, torcida… esa curva cruel que a Eliza la aterra tanto como la enciende.

Porque lo sé.

Lo siento.

La deseo como se desea lo prohibido, lo que duele.

Y cada vez la siento más.

La puerta se abrió con un susurro suave y el eco de pasos seguros inundó la habitación.

Jaxon entró con su andar de guerrero elegante, ese que oculta cuchillos bajo la sonrisa.

Se detuvo frente al ventanal, la luz dorada del crepúsculo tiñendo de sangre los mármoles del suelo pulido.

—Ya está por salir —dijo, cruzando los brazos con esa satisfacción cómplice—.

El Salón está preparado, tal como ordenaste.

Y se hizo la entrega… exactamente como pediste.

Me ajuste las mancuernillas como si afilara un arma invisible.

Cada movimiento era un ritual.

Un preludio.

El afilado de la voluntad antes de clavarla en el alma de mi enemiga.

—Cuéntame… —dije sin mirarlo, con la vista fija en mi reflejo—.

¿Qué ha pasado?

Jaxon sonrió, ese brillo canalla en sus ojos grises.

—Su madre parecía derrotada.

Luna, insegura.

El Alfa Ronan se aferraba a una esperanza rota.

Caleb y su padre, ausentes.

Damián… él era fuego puro.

Discutieron, él y Eliza.

Bastante fuerte, por cierto.

Levanté una ceja.

Qué curioso.

Tan pronto y ya discutía por mí.

—¿Por qué fue exactamente la discusión?

—Leyó la tarjeta.

La carcajada que solté fue profunda y oscura, como un trueno encerrado en una catedral.

Esa frase humana… la venganza se sirve en un plato frío.

Qué dulzura.

Qué exactitud.

Yo estaba a punto de devorarla.

—Tal vez… romperla será más fácil de lo que pensaba.

—Tienes problemas, Lucian —soltó Jaxon, riendo como quien aplaude un desastre hermoso.

—No.

Tengo un plan.

Me detuve un instante antes de salir al pasillo y dirigirme al salón principal.

Mi voz era hielo y fuego cuando hablé.

—Que todos me miren cuando le arrebate a su princesa.

Que sientan el temblor cuando su pequeña esperanza me mire a los ojos y sepa que ya no hay escapatoria.

Disfrutaré… cada gemido de su mente rota.

Cada estremecimiento de su cuerpo rendido.

Jaxon me observó con una ceja alzada.

—Te ves muy… feliz.

—Lo estoy —admití, sin culpa ni disimulo—.

Feliz de haberle quitado todo.

Feliz de saber que me pertenece, de que por fin puedo respirar sin su olor nublándome la razón.

Ahora solo quiero verla caer.

Y disfrutar mientras la rompo.

Jaxon enmudeció un momento.

Su voz, cuando volvió, descendió a un susurro que parecía arrastrar consigo el presagio de una maldición.

—¿Y si… en vez de romperla, terminas enamorándote tú?

No respondí.

No por desprecio.

Sino porque la pregunta me arañó desde dentro, como una grieta diminuta e imperceptible en una estatua que presume perfección.

—No digas estupideces —musité con los dientes apretados.

—No sería raro —insistió, siguiéndome por el corredor de piedra—.

Es tu compañera, después de todo.

Apreté la mandíbula.

El cuero de los guantes crujió bajo la presión de mis puños.

No.

Yo no vine a amar.

—Pero si ya estás enamorado —gruñó Luca desde el fondo de mi mente, tan molesto como insistente—.

Solo que eres demasiado orgulloso para admitirlo.

Lo empujé a un rincón de mi conciencia, decidido a ignorar su negrura.

No iba a permitir que su humor arruinara mi noche.

Avancé por los pasillos del castillo, donde las antorchas titilaban en los muros como si reconocieran mi presencia.

Las sombras bailaban a mi paso, agitadas por la emoción creciente que no lograba contener del todo.

Jaxon caminaba detrás, en silencio, con el respeto del guerrero que sabe cuándo su Alfa está al borde de desatar una tormenta.

Cada paso me acercaba al Gran Salón, donde los invitados ya aguardaban, expectantes, para presenciar cómo me apropiaba del mayor símbolo de rendición de la manada enemiga: su hija.

Y entonces, como una bofetada invisible, el perfume de Selene me golpeó.

Dulce.

Invasivo.

Descaradamente provocador.

La rabia brotó en mí al instante, una ola densa que trepó por mi columna.

¿Se había atrevido…?

Surgió de entre las columnas laterales como una serpiente disfrazada de amante.

Llevaba una bata color vino, translúcida, que se adhería a su piel como una segunda intención.

Su cabello negro caía en ondas perfectas, y sus labios pintados de rojo se curvaron en una sonrisa que alguna vez había considerado irresistible.

Ahora, solo la veía por lo que era: una interrupción.

—Mi Alfa… —ronroneó, bloqueándome el paso mientras alzaba la pierna y la enroscaba sobre la mía—.

¿Vas a irte a celebrar sin despedirte de mí?

La tomé por el cuello sin vacilar.

No con brutalidad, sino con firmeza.

Como se sujeta a alguien que ha cruzado una línea mortal.

Sus ojos se abrieron, primero por la sorpresa, luego por el miedo.

El mío fue un mirar de hielo.

Frío, calculado, sin un ápice de compasión.

—¿Qué haces fuera de tu habitación?

—pregunté.

Mi voz no necesitaba volumen.

Era una sentencia.

Un filo entre colmillos.

—Yo… quería…

—empezó, pero las palabras murieron en su garganta, reemplazadas por excusas rotas antes de nacer.

—Te lo prohibí —espeté, mi voz era un látigo—.

Esta noche es demasiado importante como para permitir una escena patética de celos y estupidez.

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

No sentí lástima.

No esa noche.

—No soy un segundo plato —susurró—.

No soy una sombra… —No, Selene.

Eres un error —respondí con una sonrisa cruel, una que enterró el puñal más hondo.

Su mirada se quebró, como cristal astillado.

—¿Crees que ella te amará?

¿Después de lo que piensas hacerle?

Mi sonrisa se ensanchó.

La elevé apenas, sujetándola como si no pesara más que una pluma.

Sus manos se aferraban débiles a mi muñeca, intentando sin éxito librarse de mi agarre.

—No necesito que me ame.

Solo necesito que me tema.

Que me desee.

Que se rompa por mí.

La solté con un desdén medido, y cayó a un lado, arrodillada y deshecha.

Sus lágrimas comenzaron a rodar una tras otra, silenciosas, inútiles.

Me agaché frente a ella, tomé su mentón con dos dedos, obligándola a mirarme.

—Querida… puedes llenarme cubetas enteras con tus lágrimas, y jamás me va a importar.

Y allí, justo en ese instante, vi cómo algo se rompía dentro de ella.

Una luz.

Una creencia.

Lo que fuera que pensó que teníamos.

Me puse de pie y retomé el camino.

Jaxon, en completo silencio, me siguió unos pasos atrás.

Noté el brillo divertido en sus ojos.

Él jamás había tolerado a Selene, y presenciar su caída fue, para él, un deleite silencioso.

—Eres una maldita tormenta, Lucian —musitó.

—No —corregí, mientras las puertas dobles del Gran Salón aparecían imponentes ante nosotros—.

Soy el final del mundo… tal como ella lo conoce.

Las puertas del Salón se abrieron como si el universo mismo se inclinara a su paso.

Lucian entró con pasos calculados, el porte de un rey oscuro, el aura de un conquistador.

La capa negra ondeaba tras él como una sombra viva, y el silencio fue inmediato.

Solo los ecos lejanos de la música ceremonial se atrevían a sobrevivir entre la tensión que acababa de nacer.

El Gran Salón se alzaba como un santuario sagrado, esculpido con siglos de poder ancestral.

Las columnas de obsidiana, altas como torres, sostenían un techo abovedado donde frescos centenarios relataban un legado de uniones entre Alfas legendarios y sus compañeras marcadas por la Luna.

Las paredes parecían respirar historias no contadas, cubiertas de tapices bordados con hilos de luna y guerra.

Sobre todo, reinaba un silencio reverente, apenas perturbado por el parpadeo sutil de los candelabros flotantes, que derramaban una luz ámbar, cálida y sobrenatural, como si el fuego mismo reconociera la gravedad del momento.

Entonces, las puertas dobles de hierro forjado se abrieron con un chirrido grave, casi ritual.

Y el mundo se detuvo.

Mi entrada fue un golpe seco contra la tensión contenida en el aire.

Los murmullos se extinguieron como una llama bajo la lluvia.

Un millar de ojos giraron hacia mí.

Avancé con paso seguro, las botas resonando sobre el mármol negro, marcando un compás de poder.

Las antorchas titilaron a mi paso y, con ellas, las sombras que reptaban desde mí como criaturas obedientes.

Se deslizaban por las paredes, ondulando con vida propia, como si anunciaran al verdadero depredador entre ellos.

Jaxon, siempre alerta, marchaba a unos pasos detrás.

Pero incluso él sabía que este era mi momento.

Una presentación.

Una declaración de guerra disfrazada de unión.

Las manadas, alzadas por protocolo… o por miedo, me observaban.

Rostros endurecidos por antiguas batallas, otros jóvenes y ávidos de leyendas.

Vi incredulidad en muchos, y respeto renuente en otros.

Había viejos enemigos, aliados obligados, curiosos en busca de escándalo, y aquellos que simplemente querían presenciar cómo el Alfa de los Hermanos de la Sombra marcaba a la heredera de Sangre de Hierro.

Y allí, en los primeros bancos, estaba Damián.

El odio en su mirada era una herida abierta.

Sus puños cerrados sobre sus muslos temblaban bajo la tensión.

El azul de sus ojos se había tornado tormentoso, vibrando con furia pura.

A su lado, Luna, serena pero preocupada, le susurraba algo al oído.

Intentaba contenerlo.

Pero incluso ella sabía que la tormenta ya había sido desatada.

Pasé frente a lobas que alguna vez soñaron con estar en el altar conmigo.

Vi cómo bajaban la mirada, sus pestañas temblando, sus rostros pálidos.

Tristeza.

Renuncia.

Lo entendían.

No había más esperanzas.

Solo un trono que no era para ellas.

Subí los escalones del altar donde ya me esperaba Maximus, el Alfa Supremo.

Su imponente figura vestía una túnica de noche sin estrellas, bordada con hilos de plata antigua.

Sus ojos, eternos y sabios, me analizaron con precisión.

No como a un joven…

sino como a un igual.

—Alfa Lucian —dijo, su voz profunda vibrando en el salón como un tambor ancestral Soy afortunado de vivir este momento.

Desde que mis padres murieron, él había sido mi mentor, mi guía.

Mi protector.

Mentirle me quemaba el pecho, pero lo hacía por mi causa.

Por venganza.

No podía saber la verdad.

—Me enorgullece que hayas aceptado a tu compañera —agregó, suavizando su mirada—.

Debió ser difícil descubrir que era ella.

—Es el destino que la Diosa Luna ha trazado para mí.

Y lo acepto.

—respondí pero al momento lo sentí.

Como una ráfaga.

Un perfume en el aire.

Un latido que no era mío.

Ella.

Me giré lentamente hacia la entrada… y el mundo desapareció.

Una música nupcial comenzó, y todos se pusieron de pie.

Pero yo no podía moverme.

Mis pulmones olvidaron cómo respirar.

Mi corazón dio un salto.

Eliza.

Emergió como una visión irreal entre la bruma que flotaba sobre el suelo, como si caminara sobre nubes.

La luz de los candelabros la acariciaba, reflejándose en cada rincón de su silueta.

Era un sueño vestido de promesa… y condena.

Llevaba un vestido de princesa, ceñido al torso.

El escote en forma de corazón destacaba el tono marfil de su piel y sus abundantes pechos que había sido especiales para estar en mis manos, moría por arrancarle cada capa de encaje que acariciaba su piel.

Su cabello dorado, suelto, caía en ondas suaves, y algunos mechones parecían encenderse bajo las luces, como hebras de sol.

Aunque el velo cubría parte de su rostro, sus ojos me atravesaron.

Vi el rubor en sus mejillas.

Sentí la electricidad que nos unía.

Cada paso suyo era una tortura.

Un éxtasis.

Una confirmación.

Ronan, imponente, la acompañaba del brazo.

Pero incluso su presencia se desdibujaba frente a la visión que era Eliza.

Lucía como un sacrificio sagrado.

Y yo era el demonio que la esperaba en el altar.

Cuando llegó ante mí, me acerque hacia ella casi como si cazara pequeño venado, como si cualquier movimiento brusco pudiera quebrar la magia suspendida entre nosotros.

Extendí mi mano.

Y ella la tomó.

En ese instante, el mundo se detuvo.

Mi corazón falló un latido.

Su contacto fue un incendio helado recorriéndome la piel.

Y lo supe: ella también lo sintió.

Lo vi en sus ojos.

Ese relámpago de conexión pura.

Su pecho se agitó apenas, sus labios se entreabrieron, y por un breve segundo, nuestras almas se asomaron al abismo que compartimos.

—Nuestra —gruñó Luca dentro de mí, deleitándose.

Sus labios rojos se venían exquisitos, sus pechos sobresalían invitándome a succionarlos toda la noche, el deseo me estaba matando y podía olerla, ella estaba deseosa por mi.

Mientras el Alfa Supremo hablaba, bendecía, y los cánticos sagrados llenaban el aire, yo solo la miraba.

Ella estaba de pie a mi lado, erguida, valiente… preciosa.

La tela del vestido se agitaba con cada leve respiración.

Su fragancia me enloquecía en silencio.

Estás cayendo por mí, ¿verdad, Eliza?

pensé mientras nuestros dedos seguían entrelazados.

Mi mirada se mantuvo fija en su perfil.

En sus pestañas temblorosas.

En su labio inferior que atrapaba suavemente entre sus dientes para contener un suspiro.

Su pecho subía y bajaba con un ritmo irregular, como si dentro de sí hubiera una tormenta que intentaba mantener oculta.

Perfecto.

—Lucian de la manada Hermanos de la Sombra —dijo el Alfa Supremo—.

¿Aceptas a Eliza, de la manda Sangre de Hierro, como tu compañera, prometiendo protegerla, honrarla y unir tu destino al suyo bajo la bendición de la Luna?

Mi voz fue grave, segura, teñida de un orgullo oscuro.

—La acepto.

Ella titubeó apenas, apenas perceptible… luego alzó el rostro, y con una dulzura que parecía querer luchar contra su propia voluntad, dijo —Lo acepto.

Mi interior rugió de triunfo.

La tengo.

Todos los presentes aplaudieron al unísono, y el sonido fue como el estruendo de una jauría celebrando la unión de dos linajes poderosos.

Pero lo que nadie sabía era que, dentro de mí, no había júbilo.

Solo satisfacción venenosa.

Solo la semilla de una venganza floreciendo en pétalos negros.

Voy a amarte hasta que no sepas quién eres sin mí.

Y luego, Eliza… te romperé.

Pero cuando la miraba, cuando mi mano rozaba la suya, una duda —mínima, molesta, traicionera—me arañaba por dentro.

¿Y si en el proceso, la que me rompe es ella?

.El Alfa Supremo asintió solemnemente.

Tomó entre sus manos un cuenco de plata lleno de vino sagrado y, mojando dos dedos, dibujó una luna invertida sobre nuestras frentes.

El ritual había terminado.

Solo quedaba el acto final.

El Alfa Supremo sonrió.

—Alfa Lucian… puede besar a su compañera.

Todos contuvieron el aliento.

Incluso los enemigos.

Incluso los aliados.

Incluso los fantasmas de nuestras decisiones.

Me volví hacia ella.

Mis dedos se alzaron con calma hacia su velo.

Lo levanté.

Y allí estaba su rostro completo.

Mi marca, en su cuello, se veía perfecta.

Roja, viva, brillante como fuego bajo su piel pálida.

La suya.

Mía.

Una advertencia, una firma.

Un acto de posesión irreversible.

Mis ojos se clavaron en los suyos.

Sus ojos no tenían duda, no había temor o miedo.

Ojos enamorados.

Esos pozos azules me volvían loco, quería ahogarme en ellos.

Mi sonrisa se suavizó.

Le sonreí con ternura, una ternura real, inesperada, casi imposible.

No por bondad.

Por triunfo.

Mi brazo rodeó su cintura con firmeza.

La atraje hacia mí.

Y la besé.

La besé con el alma de un demonio disfrazado de príncipe.

La besé como un rey que finalmente posee su corona.

La besé con toda la oscuridad que había en mí… pero también con la dulzura de quien no sabe si quiere destruir o ser destruido.

Y cuando sus labios me respondieron, cuando sus dedos se aferraron con un mínimo temblor a mi pecho, supe que algo en ella también se había roto.

El salón estalló en aplausos.

Pero todo eso era ruido lejano.

Porque lo único que importaba… era que ella ya no podía huir.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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