Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 89
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89: Luna Naciente 89: Luna Naciente La música seguía vibrando en el aire, envolviendo la fiesta con notas suaves y elegantes.
Risas, copas brindando y conversaciones animadas llenaban el ambiente.
Todo parecía en orden, pero en mi pecho había un nudo que no lograba desatar.
Aquella noche, a pesar del brillo, me sentía más agotada de lo normal… emocionalmente drenada.
Me alejé lentamente del bullicio.
Las voces se volvían ecos a medida que me escabullía entre los arbustos del jardín, buscando algo de paz.
Encontré una esquina silenciosa, justo detrás del ala norte del castillo, donde la piedra fría tocaba mi espalda al recostarme contra la pared.
Respiré hondo.
El viento nocturno soplaba con fuerza, sacudiendo mi vestido y enredando mi cabello dorado alrededor de mi rostro.
El frío debería haberme hecho temblar, pero en cambio, me calmaba.
Por fin podía respirar sin que las miradas me pesaran sobre los hombros.
La mayoría de los invitados había sido cordial, incluso encantadora, pero yo no lograba encajar.
Las Lunas me observaban como si fuera una amenaza, lanzando comentarios disfrazados de cortesía.
Peores que víboras.
Y los Alfas… sólo querían hablar con Lucian sobre alianzas, negocios y el futuro de las manadas.
Nadie me veía a mí.
Solo lo que representaba.
Y entonces sentí una energía familiar.
Una vibración en el aire que heló mi sangre antes incluso de voltear.
Damián.
Caminaba hacia mí con pasos lentos, pesados.
Como si arrastrara no solo su cuerpo, sino también el peso de su alma.
Sus ojos, reflejo de los míos, estaban cargados de algo que no solía mostrar… miedo.
—Eliza… —murmuró, su mandíbula tensa, como si cada palabra le doliera.
Desvié la mirada, sintiendo el pecho apretado.
Sabía que estaba molesto, herido… y en parte, lo entendía.
Si las cosas no hubieran sucedido como sucedieron, quizás no habría sido tan extraño que él estuviera a mi lado ahora.
—¿Estás segura de esto?
—preguntó mientras tomaba mis manos con una delicadeza desesperada.
—Damián… —dije en un suspiro, alzando la vista para encontrar la suya.
—No se trata de un Alfa cualquiera —me interrumpió, con voz áspera—.
Se trata de Lucian.
Él nos odia.
Es nuestro enemigo.
No entiendo por qué nuestro padre te ha entregado tan fácilmente.
Esa frase me golpeó como una daga.
—Nadie me está entregando —repliqué, soltando mis manos de las suyas con un gesto firme—.
Es el destino de la Diosa Luna, ¿no?
¿Tú no eras el primero en decir que debemos respetarlo?
Mi voz se quebró, elevándose en un grito ahogado.
La rabia me ardía en la garganta y las lágrimas amenazaban con salir.
No por debilidad, sino por frustración.
Pero Damián no se detuvo.
—¿Sabes lo que hace?
—continuó, como si no me hubiera escuchado—.
Lo he visto.
Sé cómo quiebra a sus enemigos, cómo mata sin pestañear, cómo se alimenta del miedo…
cómo disfruta la tortura —hizo una pausa, sus ojos oscureciéndose—.
Física y Mental.
Di un paso hacia atrás, dolida.
—Y aun así… —siguió, la voz más baja— ¿Aun así lo amas?
Mis lagrimas comenzaron a salir, No lloré por culpa.
Ni por miedo.
Lloré por la verdad.
—Sí —respondí, apenas audible—.
Lo amo.
Aun me costaba admitirlo en voz alta.
—Yo… —titubeé—.
Nunca he visto al monstruo del que hablas.
No conmigo.
Los puños de Damián se cerraron con fuerza.
La rabia en su rostro fue sustituida por algo más difícil de soportar: impotencia.
La clase de dolor que arde en silencio.
Dio un paso hacia mí, tratando de tomar mis manos nuevamente.
Y entonces, lo sentí a mi espalda.
Frío.
Oscuridad.
Lucian.
Su presencia se impuso como una sombra, haciendo que el viento se detuviera.
—No tienes derecho a hacerla llorar —gruñó, su voz afilada como una espada—.
Que seas su hermano no significa que puedas hablarle como si fuera una niña confundida.
Ella es mi Luna.
Y aprenderás a respetarla.
Damián giró para enfrentarlo.
No retrocedió ni un centímetro.
El fuego de sus ojos se encontró con el hielo de los de Lucian.
—¿Y tú?
¿La respetas?
¿O solo es una pieza más en tu maldito juego de venganza?
Lucian avanzó un paso, el aura a su alrededor temblaba con poder contenido.
Estaba listo para arder.
—¡No!
—me interpuse entre ellos, extendiendo las manos, desesperada—.
¡Por favor!
No aquí… no ahora.
No quiero esto.
Lucian me miró.
Sus ojos, fríos como la noche, se suavizaron al ver las lágrimas en mis mejillas.
Bajó las manos, con los dedos temblando apenas.
Un lobo conteniéndose a sí mismo.
Damián retrocedió.
Destrozado.
Humillado.
Sin decir una sola palabra más, giró y se marchó, tragado por la oscuridad del jardín.
Yo me quedé allí, sollozando, mientras Lucian me abrazaba con una ternura que no esperaba.
—No vuelvas a llorar por él —murmuró contra mi cabello—.
Eres mía.
Y te protegeré de todos… incluso de los que dicen amarte.
Apoyé la cabeza en su pecho, confundida, perdida.
¿Cómo había desaparecido tan rápido mi conexión con Damián?
¿Por qué dolía tanto verlo así?
Lucian me apartó solo para mirarme a los ojos.
Sacó un pañuelo de lino fino y limpió mis lágrimas con una delicadeza que desarmaba.
—No puede estar fingiendo —pensé—.Nadie podía finge tan bien.
Me tomó de la mano y sin decir una palabra, me guio de regreso con los invitados.
Las luces, las risas, todo parecía irreal después de lo que acababa de ocurrir.
Desde lejos, vi a mis padres.
Discutían, claramente tensos.
Mordí mi labio, nerviosa.
—Ve —dijo Lucian de pronto, con voz suave.
Lo miré, sorprendida.
Me sonreía con calidez, sus ojos brillando con adoración.
Me sonrojé sin poder evitarlo.
Solté su mano y me dirigí hacia ellos.
—Papá —llamé en voz baja.
Ronan se giró hacia mí.
Su rostro se suavizó, pero sus ojos eran tormenta pura.
Por un segundo, vi los ojos de Damián en él.
Y los míos.
—¿Está todo bien?
—pregunté, justo cuando mi madre extendía los brazos para abrazarme.
—Tu madre no quiere quedarse esta noche —dijo Ronan con visible frustración.
—¿Por qué?
Mamá, ¿qué pasa?
¿Por qué tanta prisa?
—Tu abuelo tiene cita con el neurólogo mañana —dijo ella, con la voz apenas un susurro— Es urgente.
Creen que me queda poco tiempo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
La abracé con fuerza, sintiendo cómo su fragilidad me golpeaba en pleno pecho.
Ronan se acercó y la rodeó con sus brazos, separándola con cuidado.
Ese gesto…
verlos juntos… Me descolocó.
Nunca imaginé una escena así.
Después de tantos años de creer que mi padre estaba muerto y ahora que la madre de Damián había fallecido… ¿Podrían ellos estar juntos?
Me sentí como una niña otra vez, esperando que sus padres tuvieran un final feliz.
Cuando mi madre se retiró al tocador, aproveché la oportunidad.
—Papá… —dije, alzando la voz apenas.
Se giró hacia mí, aún con la tormenta en sus ojos.
—Damián está destrozado —confesé— Me odia.
—Él te ama —respondió con dulzura, acariciando mi cabello— Pero para el aún es difícil, después de todo lo que ha pasado, no es fácil para el dejarte ir.
—¿Y tú?
—pregunté, con un nudo en la garganta— ¿Cómo puedes dejarme ir así?
Ronan sonrió.
Por un instante, ya no era un Alfa.
Era solo un padre.
—Porque no te estoy perdiendo, hija.
Estoy viendo cómo te conviertes en Luna.
Y aunque el mundo te vea como un símbolo… para mí, siempre serás mi princesa.
Incluso cuando logras domar al más temido de todos los Alfas… con un solo beso.
Mis labios temblaron.
Sonreí entre lágrimas.
—Gracias por confiar en mí.
—No, hija.
Gracias a ti por recordarme que incluso los lobos más oscuros pueden merecer la luz… si encuentran a la loba correcta.
Nos fundimos en un último abrazo, uno cargado de despedida, de silenciosa bendición.
Su olor —un poco a madera quemada y a viento antiguo— se quedó pegado en mi piel como un escudo invisible.
Después, el aire cambió.
Lo sentí en la médula.
Lucian se acero, imponente.
Como de costumbre.
—Alfa — Dijo mi padre con una leve inclinación — Le entrego a su Luna.
La sonrisa que abarco el rosto de Lucian me causo un terrible escalofrío, no era amigable.
Era de victoria.
De conquistador.
Luego extendió la mano.
La tomé.
No solo porque debía, sino porque lo deseaba.
La corriente de su poder me rozó la piel antes de que siquiera nos tocáramos.
Era una electricidad oscura, líquida, que me recorría la espalda como un escalofrío placentero.
No dije nada cuando nos guio nuevamente a la plataforma, los murmullos comenzaron a disiparse mientras el levantaba una copa hacia los invitados.
—Hermanos, aliados… amigos —su voz era un vino oscuro, caliente, espeso, que se derramaba sobre todos—.
Por este año, el Ritual de la Luna Carmesí ha concluido.
Los aplausos estallaron con fuerza, pero él alzó la mano para silenciarlos.
—Han sido testigos de una unión sagrada.
Una alianza nacida del destino… y del deseo.
Su mirada me atravesó con la intensidad de un rayo.
Me sentí desvestida solo con su forma de mirarme.
El pecho me latía como un tambor de guerra.
—Como Alfa de los Hermanos de la Sombra, les digo que están invitados a quedarse, a celebrar, a disfrutar de los frutos de esta nueva era.
Esta… —hizo una pausa apenas perceptible, mientras me recorría con los ojos como si ya estuviera devorándome— es su casa.
Hubo vítores, brindis, chispas mágicas en el aire.
Pero yo sabía, como todos, que no había terminado.
—Sin embargo… —añadió con esa sonrisa suya que sabía a peligro, a placer, a pecado— mi luna y yo tenemos asuntos urgentes que atender.
Un gemido de asombro y risitas sofocadas se esparcieron como fuego entre los invitados.
Las lobas susurraban, los machos reían con envidia.
Yo me cubrí el rostro con la mano, sintiendo cómo el rubor me subía desde el pecho hasta las orejas.
—¡Lucian!
—espeté en voz baja, deseando que la tierra me tragara.
Él se inclinó, su boca apenas rozando la curva de mi oreja.
—No voy a esperar un segundo más, mi reina.
Y entonces, las sombras nos envolvieron, como una caricia de humo que me arrastró fuera del salón.
Todo el bullicio, la música, las miradas… desaparecieron.
Solo quedamos él y yo.
Aparecimos en la habitación como si hubiéramos nacido de la oscuridad misma.
Las sombras se disolvieron en el aire como seda incendiada.
La luz de las velas encantadas flotaba en el aire, suave y dorada, reflejándose en los cristales y bordes de plata.
Todo olía a magia antigua, a rosas negras, a deseo contenido.
La habitación ya no era solo mía.
Era de él.
Nuestra.
Lucian no dijo nada al principio.
Solo me observó con ese fuego contenido que le ardía tras los ojos.
Yo, aún temblorosa por lo que había dicho frente a todos, me crucé de brazos.
—“Tenemos asuntos importantes que atender”—repetí con ironía, clavando la mirada en el suelo—.
¿Sabes la vergüenza que me hiciste pasar?
Sentí su presencia detrás de mí.
Se acercó sin hacer ruido, como solo un cazador sabe hacerlo.
Su pecho rozó mi espalda y su aliento caliente acarició mi cuello.
Sus manos grandes y seguras rodearon mi cintura, como si marcaran un territorio que ya le pertenecía.
—¿Vergüenza?
—su voz era ronca, oscura, como una promesa que se murmura antes de romperse—.
Yo diría… anticipación.
Allá abajo, todos sueñan con tener lo que yo tengo.
Pero solo uno fue elegido.
Me giré para enfrentarlo, pero su mirada me atrapó.
No pude hablar.
No pude respirar.
Era deseo.
Era adoración.
Y era poder.
—¿Me amas?
—preguntó de pronto, su voz descendiendo a un susurro tan bajo, tan íntimo, tan peligrosamente suave, que me atravesó como una caricia letal.
El aire se me escapó del pecho.
¿Decírselo?
¿Negarlo?
Mi mente dudaba, pero mi alma ya se había rendido.
—Sí —confesé, apenas audible, apenas cuerda.
Sentí el calor trepándome por la piel, tiñéndome el rostro de carmín.
No necesitaba un espejo para saber que estaba ardiendo.
Una sonrisa se formó en su rostro.
No era cruel ni arrogante.
Era devastadoramente hermosa.
Era la sonrisa de un Alfa que por fin había conquistado a su luna.
—Entonces no huyas de mi oscuridad —murmuró, y sus palabras fueron promesa y advertencia—.
Porque desde esta noche… —sus manos cambiaron, sus dedos alargándose en garras elegantes y afiladas mientras recorrían el costado de mi vestido con una delicadeza salvaje— te pertenece tanto como yo te pertenezco a ti.
Y a pesar de que ya había sido suya, de que ya me había marcado frente a todos, algo en su mirada, en su presencia, en ese instinto abrumador, me hacía sentir como si fuese la primera vez.
Como si su poder me desnudara más que el propio vestido, que cayó al suelo con un suspiro de tela, dejando mi cuerpo cubierto solo por la lencería nupcial que Luna, con un guiño cómplice, me había ayudado a elegir.
Encaje blanco con bordes dorados, finísimo y casi transparente.
El sujetador apenas sostenía mis senos, más decorativo que funcional.
La tanga era mínima, con tiras de satén que cruzaban sobre mis caderas.
Todo olía a flor de luna, a hechizo, a entrega.
Las medias blancas casi transparentes, sostenidas por unos sensuales ligueros de cuero blanco que se apretaban a mis piernas y los hermosos tacones de cristal estilo la cenicienta que mama había conseguido para mí.
Un gruñido, grave y ronco, escapó de su pecho.
El sonido me atravesó como una descarga y me hizo mojarme más.
Me deseaba.
Me adoraba.
Me iba a devorar.
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