Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 90
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- Capítulo 90 - 90 La Sumisión de una Luna
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90: La Sumisión de una Luna 90: La Sumisión de una Luna No esperó.
Me arrastró hacia él con una fuerza precisa, atrapándome entre su cuerpo y la pared.
Su boca encontró la mía y me besó sin misericordia.
Así era Lucian.
No besaba como un hombre enamorado.
Besaba como un dios oscuro reclamando lo que le pertenecía.
Sus manos bajaron por mi espalda, cálidas, seguras, mientras su boca descendía por mi cuello, luego a mi clavícula, lamiendo, mordiendo con una mezcla exquisita de placer y dolor.
Mi piel vibraba, mi cuerpo temblaba por completo.
Las sombras se alzaban a nuestro alrededor como testigos vivos.
No solo nos cubrían.
Nos celebraban.
Nos bendecían.
Me levantó sin esfuerzo, tomándome por los muslos.
Instintivamente, enrosqué las piernas en su cintura, atrapándolo.
Podía sentir su urgencia, su dureza rozando justo donde más lo necesitaba.
Mis caderas se movieron solas, buscando, suplicando.
Escuché el sonido sordo de sus pantalones cayendo al suelo.
Y entonces, lo sentí.
Su miembro, caliente, duro, deslizándose contra mi centro empapado antes de abrirse paso en mi interior con una embestida profunda y total.
Un grito escapó de mis labios.
—Toda la noche esperé esto —gruñó en mi oído, su voz ronca envolviéndome como terciopelo oscuro.
No pude responder.
Solo gemir.
Cada embestida era fuego líquido, un castigo bendito.
Me tomó un pecho, lo liberó del sujetador y comenzó a succionarlo con hambre, con ansias que parecían no tener fin.
Todo mi cuerpo vibraba.
Sentía la electricidad condensarse bajo mi piel, preparándose para estallar.
—Eso es, nena —jadeó contra mi cuello antes de morderme de nuevo, fuerte—.
Mojame la verga.
Y me rendí.
El orgasmo me partió en mil pedazos, mis músculos se contrajeron, mis gritos quedaron atrapados en su hombro mientras mi cuerpo se deshacía en espasmos.
No sabía dónde terminaba yo y dónde comenzaba él.
En un parpadeo, ya no era la pared lo que me sostenía.
Estaba sobre su cama, las sábanas suaves acariciando mi espalda mientras él se incorporaba para quitarse el resto de la ropa.
Lo vi desnudo, poderoso, irreal.
Un Adonis con colmillos.
Músculos definidos, piel dorada bajo la luz tenue, una bestia de perfección masculina.
Me giró de espaldas con cuidado y tomó mis muñecas, sujetándolas por encima de mi cabeza.
No entendí hasta que escuché el clic suave del metal.
—¿Qué estás haciendo?
—pregunté, con un hilo de voz y un nudo de nerviosidad.
—Castigando a una niña traviesa —susurró detrás de mí, su tono era un látigo en sí mismo.
La primera nalgada me sorprendió.
Ardió.
Me hizo gemir.
—Luci… ¡Ahh!
—La segunda fue más fuerte.
El calor se extendió por mis glúteos, despertando algo salvaje en mí.
En segundos, estaba de rodillas sobre la cama, mis manos esposadas al cabecero, el cabello desordenado, el rastro de mi orgasmo aun escurriendo por mis muslos.
Estaba a su merced.
Y lo sabía.
Otra nalgada.
Más fuerte.
Me hizo gritar.
Lo escuché abrir un cajón, buscar algo, y luego volvió a mí.
Sentí el calor de su cuerpo antes de ver lo que llevaba en la mano.
Una gag ball.
—No, espera… No terminé la frase.
La bola fue colocada entre mis labios, sujeta con firmeza.
Intenté protestar, pero mis propias palabras murieron en mi garganta.
Comencé a retorcerme, a luchar contra la sensación de pérdida de control.
Y entonces, el látigo cayó.
Un hilo de fuego cruzó mi espalda.
No demasiado fuerte… pero sí lo suficiente para hacerme gemir contra la mordaza, para que mis muslos se estremecieran de placer y miedo.
—No te muevas… o te daré otro —ordenó con voz baja, llena de malicia— No queremos arruinar esta deliciosa piel.
Mi cuerpo se tensó, pero su lengua fue lo siguiente que sentí, lamiendo la herida caliente, calmando el ardor con una ternura perversa.
Un gemido amortiguado intentó escapar de mi boca, pero ya no había espacio para palabras.
Solo sensaciones.
Placer.
Dolor.
Oscuridad.
Y amor, sí.
Un amor como el suyo… feroz, hambriento, indomable.
Y yo.
Yo no quería ser salvada.
Quería ser suya.
Completamente.
Irremediablemente.
El silencio en la habitación era roto solo por el jadeo contenido de mi respiración y el zumbido bajo de las sombras, danzando a nuestro alrededor como si corearan un ritual antiguo.
Estaba a su merced, mis muñecas esposadas a la cabecera, la gag ball entre mis labios, mi cuerpo temblando entre el dolor y el deseo.
Cada centímetro de piel estaba despierto.
Cada músculo, tenso.
Cada fibra de mi alma, latiendo por él.
Lucian no hablaba.
No necesitaba hacerlo.
Su presencia bastaba para hacerme vibrar, para recordarme que le pertenecía.
Sus manos bajaron lentamente por mi espalda, bordeando el contorno de mi cintura con sus garras todavía semi-transformadas.
La sensación era escalofriante, deliciosa.
Como si una bestia marcara su territorio.
Como si me reclamara, no con palabras, sino con fuego y piel.
Su boca descendió de nuevo, esta vez hasta el hueco entre mis omóplatos.
Besó con lentitud, con una reverencia oscura.
Luego mordió.
Una mordida profunda, cruel, que arrancó un sollozo apagado de mi pecho y una nueva ola de placer entre mis piernas.
—Así me gusta… —murmuró con voz grave, casi gutural— Sumisa, temblando por mí… tragando miedo y deseo como si fueran lo mismo.
Escuché cómo algo metálico tintineaba, luego sentí la frialdad de un aceite espeso deslizándose por mi espalda, por mis muslos abiertos.
Se detuvo en mi entrada y lo frotó con dos de sus dedos, con movimientos circulares que me hicieron sollozar contra la mordaza.
Me estaba preparando.
Pero no para él.
Para algo más.
—No grites —susurró con una sonrisa oscura—.
Aunque me encantaría oírte, princesa… vamos a jugar un poco más.
Sentí el primer empuje y supe que no era su cuerpo.
Había introducido algo más.
Una perla, fría y perfectamente colocada en mi interior.
Cuando por fin comprendí que se trataba de un juguete.
Una descarga de placer subió por mi columna como un rayo, me arqueé, intenté gritar, pero el sonido quedó ahogado.
Mis piernas se sacudieron.
—¿Eso te gusta?
—preguntó con malicia mientras su palma descendía de nuevo a mi glúteo, marcándolo con otra nalgada más intensa.
El dolor me hizo ver chispas, pero la vibración que me consumía por dentro lo volvía todo difuso, ardiente, brutalmente delicioso.
Me sentía convertida en un juguete entre sus manos.
Mi cuerpo ya no me pertenecía, era suyo.
Enteramente suyo.
Lucian se colocó detrás de mí, separó aún más mis piernas con las suyas y me penetró con un gruñido tan primitivo que pareció salir de otro plano.
Me llenó.
Me desgarró de placer.
Cada embestida era más salvaje que la anterior.
No había ternura.
Solo urgencia, posesión, oscuridad.
La perla seguía vibrando, amplificando cada movimiento.
Lágrimas de deseo caían de mis ojos.
El sudor me cubría la frente.
Y cuando pensé que ya no podía más, él se inclinó sobre mí, lamiendo el borde de mi oreja mientras hablaba en un tono tan bajo que casi fue un hechizo —Esta noche… serás mía en todos los sentidos.
Voy a romperte.
Y cuando ya no quede nada de la niña que eras… te haré renacer como mi loba.
Mi reina.
Mi maldita adicción.
Un orgasmo estalló dentro de mí como una tormenta.
Me sacudió desde las entrañas, violento, interminable, impío.
Las sombras se alzaron como un torbellino y se cerraron a nuestro alrededor, protegiendo ese acto oscuro, sagrado, profano.
No supe cuánto tiempo pasó.
Solo sentí cómo Lucian rugía contra mi cuello mientras su esencia me llenaba, marcándome por dentro.
Cuando se apartó, jadeando, sus manos temblaban.
Me quitó la mordaza con cuidado, acariciando mi mejilla con una ternura que contrastaba con el caos de antes.
—¿Sigues conmigo, pequeña loba?
Asentí.
Apenas un susurro escapó de mis labios secos —Siempre contigo.
Lucian sonrió.
Pero esta vez fue diferente.
Ya no era la sonrisa del Alfa que gana una batalla… era la del hombre malicioso y vil.
No me dio tiempo para recuperar el aliento.
Su mirada era pura lujuria desatada, una mezcla de locura, posesión y hambre salvaje.
El sudor perlaba su piel resplandeciente, marcada con cicatrices de batallas que solo lo hacían parecer más letal… más mío.
Todavía jadeante, me soltó de las esposas, y mis muñecas cayeron flácidas sobre el colchón, rojas, marcadas, suyas.
Pero no me dejó desplomarme.
Me tomó del cabello con una rudeza calculada, obligándome a arrodillarme frente a él.
Su erección aún palpitaba, húmeda, ansiosa.
—Abre la boca —ordenó con esa voz profunda que me hacía obedecer incluso antes de comprender lo que decía.
Y yo lo hice.
Temblando, entregada.
Me la dio toda, despacio al principio, mirándome desde arriba como si estuviera bendiciendo un altar.
Su mano guiaba mis movimientos, marcando el ritmo, jugando con mis límites.
Cada embestida era más honda, más cruel.
Me hacía gemir ahogada, me llenaba hasta las lágrimas.
Pero no quería detenerlo.
Quería ahogarme en él.
Quería romperme hasta que ya no supiera dónde terminaba yo y dónde comenzaba él.
—Mírame —gruñó— No bajes la vista.
Quiero ver cómo me adoras.
Sus palabras me quemaron por dentro.
Quise complacerlo más, hundirme más, ofrecerle todo lo que era.
Sentí su cuerpo estremecerse, y entonces se apartó justo antes de explotar, jadeando con una sonrisa torcida.
Una cruel.
Una que prometía más castigo… y más gloria.
Me alzó en sus brazos sin esfuerzo, como si no pesara nada, y me llevó hasta el espejo de cuerpo entero junto a la chimenea.
Me colocó de espaldas a él, con mis piernas abiertas y la espalda contra su pecho.
Su mano me obligó a mirarme.
—Mírate.
Míranos.
El reflejo era un pecado.
Solo llevaba puestas las medias aun ajustadas por los ligueros estaba despeinada, la piel perlada de sudor, las marcas de sus dedos y su boca repartidas por mi cuerpo como tatuajes de deseo.
Mis pezones estaban endurecidos, mi boca hinchada, mis muslos manchados con nuestras mezclas.
Pero nada de eso me avergonzaba.
Me vi… hermosa.
Devastada.
Suya.
Lucian deslizó sus dedos entre mis piernas, y me volvió a acariciar sin piedad.
Una de sus manos tomó mi cuello con firmeza, inclinándome un poco hacia atrás.
—Esto es lo que soy contigo—susurró en mi oído— Un maldito animal.
Y tú… eres la única que puede saciarme.
Mis piernas temblaban.
La presión en mi vientre aumentaba con cada roce, cada embestida de sus dedos.
Estaba al borde de otro orgasmo.
—Pídelo —ordenó, viéndome a través del espejo—.
Quiero oírte suplicar por ello.
—Por favor… Lucian… déjame… —supliqué con la voz quebrada— Necesito venirme para ti… Él sonrió, esa sonrisa cruel y perfecta, y retiró sus dedos, dejándome temblando vacía, al borde.
—Aún no —susurró con fiereza— Aún no te lo has ganado.
Me giró con brusquedad y me empujó de nuevo contra el colchón.
Ahora boca abajo, su cuerpo caliente volvió a cubrirme como una sombra.
Me sentía pequeña, vulnerable… y al mismo tiempo, adorada.
Me mordió la nuca, justo sobre la marca, y gruñó algo en su idioma ancestral, invocando quizás una bendición o una maldición.
Cuando volvió a penetrarme, fue distinto.
Más lento.
Más profundo.
Como si buscara tocar mi alma.
Cada embestida era una promesa, una sentencia, una afirmación de que ahora éramos uno.
Que no importaba cuánta oscuridad existiera entre nosotros… ya no había marcha atrás.
—Ahora sí, ven para mí, loba mía —dijo al oído—.
Déjame sentir cómo me rompes.
Y yo lo hice.
Me vine como una ola salvaje, gritando su nombre con la voz ronca, perdiendo el sentido, perdiéndome en él.
Lucian me siguió, rugiendo mi nombre como si yo fuera la única razón por la que todavía respiraba.
Caímos juntos, entrelazados, deshechos, salvajes.
Y cuando el silencio volvió a reinar, su mano tomó la mía y entrelazó nuestros dedos.
—Desde esta noche —susurró contra mi piel ardiente—, no hay en el cielo, mar, tierra o el mismísimo infierno, donde puedas esconderte de mí.
O al menos algo así logré escuchar cuando caí totalmente rendida en los brazos de Morfeo.
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