Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 91
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91: Al Alba, Entre Sombras y Sábanas 91: Al Alba, Entre Sombras y Sábanas Mis pestañas temblaron un instante antes de abrirse por completo.
Aunque mi mente aún flotaba entre sueños, mi cuerpo recordaba.
Recordaba con demasiada claridad.
Cada caricia.
Cada mordida.
Cada palabra oscura que me susurró al oído con esa voz grave que parecía rozarme el alma.
Me moví apenas, y el roce de las sábanas de lino egipcio contra mi piel desnuda me erizó la piel.
Lo único que llevaba puesto eran las medias de encaje, aún firmemente sujetas a mis muslos.
Él… también seguía igual, como si el tiempo no hubiera avanzado desde anoche.
Como si la intensidad de su dominio se hubiese quedado impregnada entre nosotros, flotando en la habitación como una sombra invisible.
Me giré con cuidado, cada movimiento medido, como si temiera despertarlo.
Y entonces lo vi.
Lucian dormía con un brazo sobre su cabeza, el otro descansando sobre mi cintura, como si incluso en sueños se negara a soltarme.
Su cabello negro, rebelde, caía desordenadamente sobre la frente.
Su mandíbula, afilada y poderosa, estaba relajada, pero incluso así, el contorno de su cuello, sus hombros anchos y su pecho desnudo irradiaban autoridad.
Una fuerza salvaje contenida en el letargo.
Era hermoso.
Terriblemente hermoso.
Una criatura tallada por dioses crueles que amaban lo salvaje, lo indomable.
Un escalofrío me recorrió la columna, pero no era de frío… sino del recuerdo.
Del poder que ejercía sobre mí.
¿Cómo fue que me rendí así?
¿Cómo permití que me dominara de esa forma?
¿Cómo fui capaz de susurrarle que lo amaba?
El rubor me subió como una ola ardiente hasta el rostro.
Bajé la vista, mordiéndome el labio inferior, llena de una vergüenza que me quemaba por dentro.
No debí haberle confesado eso.
No debí dejar que me poseyera con esa mezcla de ferocidad y ternura.
Y, sobre todo… no debí disfrutarlo tanto.
Pero lo hice.
Y ese pensamiento me aterraba.
Lo amaba.
Y él era peligroso.
Un Alfa oscuro.
Un enemigo de mi manada.
Un hombre capaz de destruirme con una sola palabra… si así lo deseaba.
¿Y si todo esto formaba parte de su plan?
¿Y si al confesarle mis sentimientos había perdido toda ventaja, toda fortaleza?
Tragué saliva con dificultad.
No podía seguir cayendo.
No tan rápido.
No tan profundo.
Y, sin embargo, cuando vi su ceño fruncirse apenas al mover los dedos en sueños, como si temiera que ya no estuviera a su lado, algo dentro de mí se quebró.
Una punzada cálida y cruel se instaló en mi pecho.
Me odiaba por sentirme segura en su cama.
Me odiaba por desear que no despertara… solo para seguir mirándolo así: humano, quieto, vulnerable.
Entonces escuché un suave toc en la puerta.
Mi cuerpo se tensó de inmediato, pero Lucian ni se inmutó.
La puerta se entreabrió y una brisa tibia, impregnada del aroma a pan horneado y frutas frescas, se deslizó en la habitación.
Una joven loba de cabello castaño y ojos esquivos entró con pasos silenciosos, sin atreverse a alzar la mirada.
—Desayuno para la pareja Alfa —murmuró, dejando una bandeja de plata sobre la mesa lateral—.
Todo según las instrucciones del señor.
Asentí sin decir palabra.
La chica se retiró tan rápido como había llegado.
Mi mirada volvió a la bandeja: croissants aún tibios, miel dorada como ámbar, fresas carmesí tan jugosas que parecía que aún latían, huevos revueltos con trufa negra, y una copa alta con jugo espeso de moras.
Todo dispuesto con una elegancia casi reverencial.
A un lado, una única flor roja, idéntica a las que colgaban del dosel sobre mi cama.
Su toque estaba en cada detalle.
En mi cuerpo.
En mi alma.
Y ahora también en el desayuno.
Lucian se movió entonces.
Un gruñido grave escapó de su garganta, y sus ojos se abrieron lentamente… dorados, encendidos, fijos en mí como si pudieran desnudarme de nuevo.
—Mmm… —ronroneó con esa voz que parecía hecha para pecar—.
¿Me estás mirando, o estás soñando despierta conmigo?
El calor me invadió de nuevo.
Me giré, intentando ocultar el rubor en mis mejillas.
Pero su mano ya se había cerrado sobre mi muñeca.
Me atrajo con facilidad, como si yo no pesara nada, hasta que su boca rozó mi hombro desnudo con un beso que me hizo cerrar los ojos.
—No huyas ahora —susurró, su voz como terciopelo y cuchillas al mismo tiempo—.
Ya me dijiste que me amas.
Mi corazón se detuvo un instante.
¿Cómo podía sonar tan tierno… y tan amenazante al mismo tiempo?
—Fue un error —dije, apenas un susurro.
Él río, no con burla… sino con satisfacción.
—Tal vez.
Pero es el tipo de error del que no te voy a dejar escapar.
Entonces tomó una fresa de la bandeja y, sin pedirme permiso, la deslizó entre mis labios.
El dulzor estalló en mi lengua, y parte del jugo resbaló por la comisura de mi boca.
—Desayuna, loba mía —ordenó, su tono tan suave que dolía Lucian se levantó con absoluta naturalidad, desnudo, sin prisa ni pudor, y caminó hacia el baño con la calma de quien sabe que reina sobre todo a su alrededor.
Me obligué a comer, aunque cada bocado se me hacía un nudo en la garganta.
El croissant crujía con mantequilla dorada.
El zumo era oscuro y embriagador.
Un batido de frutos rojos me alivió el temblor de las manos.
A pesar de mí, comí.
Porque él lo esperaba.
Porque mi cuerpo, traidor, lo necesitaba.
Yo continué comiendo en silencio, observando cómo desaparecía tras la puerta, mientras me servía un poco de café aunque no me gustara del todo.
Solo para ocupar mis manos.
Solo para distraer mis pensamientos.
Treinta minutos después, Lucian salió con su cabello negro aún goteaba sobre sus hombros, las gotas deslizándose por su piel dorada como si la luz misma no pudiera resistirse a tocarlo.
Se frotaba con la toalla blanca lentamente, sin apuro, cada movimiento cargado de una sensualidad instintiva, peligrosa… brutal.
Yo me quedé inmóvil, con la taza de café suspendida a medio camino de mis labios, sin poder apartar los ojos de él.
Ese hombre era ahora mi esposo.
Lucian notó mi mirada y sonrió con arrogancia dormida, una ceja arqueada como si hubiera leído todos mis pensamientos.
—¿Te gusta lo que ves, Caperucita?
Esta vez no aparté la vista.
Ya no tenía sentido fingir indiferencia.
—Sí —susurré, la palabra escapando de mis labios antes de que pudiera contenerla—.
Me gusta.
Su sonrisa se amplió, oscura, satisfecha.
Se dirigió al perchero con pasos lentos, seguros, y comenzó a vestirse.
El traje negro, perfectamente colgado, lo esperaba como un símbolo de su dualidad: civilizado por fuera, salvaje por dentro.
Se colocó una camisa blanca aún desabotonada, dejando entrever el contorno duro de su torso.
Luego, tomó la corbata de seda y empezó a atarla con una precisión mecánica.
Los gemelos de plata brillaron entre sus dedos largos y firmes.
Yo lo observaba, envuelta apenas por las sábanas, con la garganta cerrada y el corazón agitado.
—¿Te vas?
—la pregunta se me escapó más rápido de lo que hubiera querido.
Mi voz tembló, débil, desesperada.
Lucian apenas desvió la mirada mientras se abotonaba la camisa.
—Tengo reuniones en la facultad.
Evaluaciones, informes.
Asuntos pendientes —respondió sin emoción, girándose hacia el espejo.
Me quedé rígida.
Facultad.
Claro.
Él seguía siendo profesor.
Y yo… su alumna.
Todo en mí se tensó como una cuerda al borde de quebrarse.
—Lucian… —murmuré, cubriéndome con las sábanas mientras mi voz se quebraba—.
¿Cómo se supone que esto funcione?
Él se giró lentamente, dejando colgar la corbata de su cuello.
Su mirada se clavó en mí, intensa, dorada, expectante.
—¿Esto?
—repitió.
—Nosotros —dije, la palabra me raspó la garganta—.
Tú.
Yo.
Eres mi profesor… y ahora también… mi esposo.
La última palabra se me escapó con incredulidad, casi en un suspiro.
Mi mano se alzó instintivamente y mis ojos se posaron en el anillo que rodeaba mi dedo anular.
Era la primera vez que lo miraba con atención, sin miedo.
El oro blanco brillaba con una elegancia sobrenatural, envolviendo un diamante rojo como una gota de sangre líquida atrapada en cristal.
No era solo una joya: era una declaración.
El diseño simulaba una flor en plena apertura, con diamantes más pequeños que se desvanecían desde un blanco puro en los bordes, fundiéndose en rosa pálido, luego carmesí, hasta volverse rojo intenso en el centro.
Una espiral de fuego hecha piedra.
Me recordaba a la flor mágica que colgaba sobre mi cama.
Era hermoso.
Peligroso.
Como él.
Lucian se acercó, se agachó frente a mí, clavando su mirada en la mía con una intensidad que me rompía el aliento.
—Tú no eres solo una estudiante —dijo en voz baja, como una sentencia—.
Eres mi compañera.
Y eso está por encima de cualquier título humano.
—Pero para los demás no lo está —le rebatí, alzando la voz—.
Stanford no es una manada escondida en el bosque.
Estamos entre humanos.
Hay reglas.
Códigos.
Si alguien se entera.
—¿Te preocupa tu reputación?
—me interrumpió, venenoso— ¿O te preocupa no poder resistirte a lo que esto te hace sentir?
Abrí la boca… pero no salió nada.
Nada coherente, al menos.
Su mano acarició mi mejilla con el dorso de los dedos, con una suavidad que desentonaba con la tormenta contenida en sus ojos.
Casi parecía un gesto de ternura… hasta que se apartó como si aquella caricia hubiese sido solo un capricho pasajero, un antojo de poder satisfecho.
—No tienes que preocuparte.
No vas a volver.
Su voz fue tranquila, pero cada palabra cayó sobre mí como una piedra al agua.
Un golpe que no hizo eco, sino que hundió algo dentro de mí.
—¿Qué…?
—balbuceé, apenas un susurro—.
¿Qué dijiste?
Lucian se abrochó el último botón de su camisa con parsimonia, como si lo que acababa de decir no fuera una sentencia, sino una formalidad cualquiera.
Sus dedos eran metódicos.
Implacables.
—Tu lugar está aquí, Eliza.
Con la manada.
Entre los nuestros.
No volverás con los humanos.
El aire pareció irse de mis pulmones.
Me incorporé de golpe, las sábanas resbalando por mi piel desnuda hasta amontonarse en la cintura.
El frío me cortó, pero la indignación me ardía en la sangre.
—¡No puedes decidir eso por mí!
¡La universidad es mi vida!
¡Mi educación, mi libertad!
—grité, con la voz quebrada por la rabia.
Él se giró lentamente.
Y ya no vi al hombre que me había acariciado.
Vi al lobo.
Al Alfa.
A la bestia que dormía bajo su piel.
—¿Libertad?
—repitió con burla, como si la palabra misma le resultara ofensiva—.
Eres mía, Eliza.
Ya no tienes decisiones.
Tu lugar es donde yo diga.
Tus días entre humanos han terminado.
—¡No soy tu maldita propiedad!
¡No estamos en la Edad Media, Lucian!
Él se tensó.
Como un resorte a punto de romperse.
—Cuidado con tus palabras —masculló, y cada sílaba fue una advertencia venenosa.
—¿Por qué?
¿Vas a encerrarme también?
¿A marcarme como ganado otra vez delante de todos?
—espeté, furiosa—.
¿Eso es lo que hacen los grandes machos Alfa, verdad?
Dominar.
Humillar.
Poseer.
Él cruzó la habitación de un salto.
El grito escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlo.
En un movimiento violento, Lucian tomó la bandeja con mi desayuno —huevos, frutas, café— y la arrojó contra la pared con una furia brutal.
El estruendo fue ensordecedor.
El cristal se rompió, la porcelana estalló en pedazos, y la comida quedó esparcida por el suelo como si fuera parte de una escena de guerra.
Mi cuerpo dio un respingo involuntario.
—¡Tú no me hablas así!
—rugió, su voz reverberando por toda la habitación como un trueno contenido—.
¡Soy tu Alfa!
Y antes de que pudiera reaccionar, ya estaba sobre mí.
Me agarró de los hombros con ambas manos, sus dedos clavándose en mi piel como garras.
Me empujó hacia atrás con una fuerza que no necesitaba demostrar, pero lo hizo igual.
Caí en la cama, él encima de mí, su pecho contra el mío, su aliento caliente y feroz acariciándome la cara.
—No vuelvas a levantarme la voz.
No vuelvas a desafiarme así.
Sus ojos eran fuego puro, su rostro tan cerca que podía contar cada línea de tensión que surcaba su mandíbula.
Su rabia era una presencia física, pesada, opresiva.
Pero debajo de todo ese poder… yo también ardía.
No de miedo.
De ira.
De orgullo.
Lo empujé.
No sirvió de nada.
Era como intentar mover una montaña con las manos desnudas.
—No tienes derecho —espeté con voz temblorosa pero desafiante, mirándolo directamente a los ojos—.
No sé en qué maldito siglo crees que estamos, Lucian, pero yo no soy un objeto.
No soy tu prisionera.
Y si piensas que voy a arrodillarme cada vez que gruñas… entonces te equivocaste de mujer.
La palabra “mujer” salió con veneno, con la fuerza de cada herida contenida, de cada noche en que me había sentido acorralada entre el deseo y el miedo.
Entonces lo vi.
El instante exacto en que su rostro cambió.
Se endureció como mármol.
Sus labios se apretaron en una línea cruel.
Y la furia desbordó su mirada.
El dorso de su mano cruzó mi rostro con una bofetada seca, brutal, sin preámbulos.
No fue solo el golpe: fue la declaración.
El mundo giró.
Mi mejilla ardió como si me hubieran prendido fuego.
Caí de lado, tambaleándome en la cama, el cabello cubriéndome la cara, el cuerpo expuesto, la piel desnuda contra las sábanas revueltas.
El sabor metálico de la sangre se esparció por mi lengua.
El silencio se volvió absoluto.
Mis dedos temblorosos se alzaron hacia mi rostro.
La sangre manchaba mi mano.
Rojo brillante.
Cálido.
Irreal.
Cuando lo miré de nuevo, Lucian ya se había alejado unos pasos.
Respiraba con dificultad, como si estuviera conteniéndose.
Como si su bestia aún rugiera bajo la piel.
—Comprendo que desconoces los modos de los lobos —dijo con la voz tensa, apenas contenida—.
Pero yo soy tu Alfa.
Y merezco respeto.
Y sin una mirada más, giró sobre sus talones y se marchó, sus pasos resonando en el suelo con la violencia de un veredicto.
Me quedé allí, sola.
Desnuda.
Temblando.
Con la sangre deslizándose desde la comisura de mis labios hasta mi cuello.
El anillo seguía brillando en mi dedo, cruel y hermoso.
Ese era mi esposo.
Ese era mi Alfa.
Y por primera vez, lo odié con todo lo que había en mí.
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