Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 92
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92: Luna Rebelde 92: Luna Rebelde Las puertas se abrieron con un chirrido suave.
Primero entró el perfume.
Un aroma delicado a flores y madera limpia.
Luego, los pasos: sigilosos, perfectamente sincronizados.
Una hilera de chicas jóvenes, uniformadas con vestidos grises y delantales blancos, llenó la habitación como una ola silenciosa.
Seis de ellas, tal vez siete.
Todas con la mirada baja, todas evitando mis ojos.
La escena debía parecerles familiar.
A mí me sabía a humillación.
—Señorita Eliza —murmuró una de ellas, la más alta, con una trenza oscura colgando sobre su hombro—.
Venimos a arreglar la habitación.
El Alfa dio la orden.
Sus ojos se alzaron por un segundo, solo un segundo.
Y en ese instante vi el reflejo de lo que era ahora: una mujer con el rostro golpeado, desnuda en una cama deshecha, rodeada de sábanas manchadas por la furia ajena y el orgullo propio.
Una Alfa Luna marcada por el fuego… y por la sangre.
No respondí.
No podía.
Me cubrí con las sábanas, pero era inútil.
La vergüenza ya me había desnudado por completo.
Las sirvientas se movieron en silencio, retirando los restos del desayuno del suelo —trozos de porcelana, fruta machacada, café derramado como sangre seca en la alfombra—.
Una de ellas se arrodilló para juntar los vidrios con cuidado.
Otra abrió las ventanas.
El aire frío de la mañana entró como una bofetada nueva.
—Nos han indicado llevarla a su habitación —dijo otra, rubia y con voz suave—.
Para que pueda vestirse.
El Alfa se marcho hace momento, dijo que volvería tarde que no lo espere despierta.
Asentí en silencio.
Me puse de pie con las sábanas aún sujetas a mi cuerpo, temblando ligeramente.
No por el frío.
No por el miedo.
Temblaba de rabia.
Cada paso que daba entre ellas me hacía más consciente de los ojos que evitaban mirarme.
De las bocas que no se atrevían a hablar.
De los hombros que se encogían, no por respeto, sino por temor.
¿Era ese el mundo al que pertenecía ahora?
¿Uno donde los golpes se ocultaban tras la seda?
¿Dónde la obediencia era ley y el amor, un arma?
Una de las chicas se adelantó con cuidado, sosteniendo una bata de satén color marfil entre sus brazos, doblada con una precisión casi ritual.
Colgaba del respaldo de un sillón, como si esperara desde hacía horas a que alguien —yo— se dignara a tomarla.
La cogí sin decir una palabra.
Mis dedos, aún húmedos y temblorosos, apenas podían cerrar el nudo del lazo.
No agradecí.
No quise hacerlo.
Agradecer habría sido admitir sumisión, y lo último que quería era que creyeran que todo estaba bien.
No lo estaba.
Yo no lo estaba.
Cuando crucé el umbral de la habitación, ninguna de las sirvientas me siguió con la mirada.
Pero todas sabían.
Cada una de ellas lo sabía.
Y yo también.
La puerta que conectaba con mi habitación se cerró a mis espaldas con un susurro que pareció más una sentencia que un cierre.
Como una muralla invisible, separaba la violencia de él y mi intento de seguir en pie.
El baño ya estaba listo.
Me deslicé dentro de la bañera sin pensarlo, hundiéndome por completo.
El agua caliente rodeó mi cuerpo como un abrazo que no sabía si aceptar o rechazar.
La sangre seca en mi mejilla desapareció al instante, deslizándose por mi piel en pequeños hilos rojizos, pero el dolor seguía ahí.
La memoria seguía ahí.
La bañera, tallada en piedra blanca, parecía sacada de un templo olvidado.
Alrededor, velas flotantes parpadeaban como luciérnagas, lanzando destellos suaves que bailaban sobre la superficie del agua.
Era un altar de purificación, sí…
pero yo no era una sacerdotisa.
Era una prisionera siendo lavada para una nueva exposición.
Salí con movimientos lentos, casi ceremoniales, como si mi cuerpo pesara el doble.
Una de las chicas —la más joven— me esperaba con otra bata, esta vez de seda escarlata.
La sostenía con ambas manos, los ojos clavados en el suelo, como si no atreverse a mirarme fuera su forma de respeto…
o de vergüenza.
¿Por mí?
¿Por ella misma?
Me cubrí con la tela suave sin pronunciar palabra.
El mármol frío bajo mis pies descalzos me hizo temblar, pero no me detuve.
Caminé hasta el vestidor, donde ya me esperaban otras tres chicas.
Todas en silencio.
Todas conteniendo la respiración.
Del perchero rodante colgaban una docena de vestidos.
De diferentes colores, texturas, cortes.
Todos hermosos.
Todos ajenos.
Y en el centro, expuesto como una ofrenda, estaba El vestido.
Como si la habitación lo hubiera estado guardando, conteniendo su presencia para el momento exacto.
Azul medianoche.
Largo, solemne, y tan suave que parecía tejido con el aliento de la noche misma.
El terciopelo absorbía la luz como un juramento no dicho, mientras que los bordados florales en hilos plateados dibujaban caminos ocultos sobre la tela.
Pequeños cristales estaban cosidos con una precisión imposible, brillando como estrellas condenadas a esa prisión textil.
El escote en forma de corazón estaba rematado con encaje francés, delicado como un suspiro de despedida.
Las mangas, largas y etéreas, descendían hasta el suelo con una gracia sobrenatural.
Como alas caídas.
Una pieza digna de una princesa.
O de una reina encadenada.
Y lo supe entonces: no era un regalo.
Era una orden.
Una pieza digna de una princesa.
O peor aún, de una reina domesticada.
Las sirvientas esperaban en silencio, alineadas junto a la pared como parte del mobiliario.
Una de ellas, la más joven, de ojos grandes y pestañas temblorosas, dio un paso adelante.
Juntó las manos al frente, con los dedos entrelazados en un gesto casi infantil, y señaló tímidamente hacia el vestido.
—El Alfa indicó que debe usarlo para andar por el castillo —dijo con voz apenas audible, y la última palabra se le quebró en la garganta.
No respondí de inmediato.
En vez de eso, mis ojos permanecieron fijos en el vestido por un segundo más, como si fuera una trampa disfrazada de lujo.
—¿Y mi familia?
—pregunté entonces, mi voz baja pero filosa.
Un filo de hielo que rasgó el aire—.
¿Siguen en la manada?
Las chicas se miraron entre sí.
Un silencio incómodo cayó sobre la habitación como una manta húmeda hasta que, finalmente, una de las mayores respondió en tono apagado.
—Se retiraron esta mañana.
Antes del amanecer.
Dijeron que no querían incomodar…
Un nudo se formó en mi estómago.
No dejaron un mensaje.
No esperaron.
No me abrazaron.
¿Ni siquiera una mirada antes de irse?
Tragué saliva y di un paso hacia el perchero.
El vestido azul tintineó con las perlas que colgaban de los bordes cuando lo empujé a un lado sin mirarlo, como si fuera un insecto que no deseaba aplastar con las manos.
En su lugar, mis dedos se cerraron con determinación sobre un conjunto de cuero oscuro, ajustado, marcado por correas y hebillas, uno de los trajes que me había regalado mi padre Fuerte, flexible, pensado para una mujer que no necesitaba rescate.
—Voy a necesitar una coleta —dije al sentarme frente al espejo, con la prenda ya a medio colocar.
Las sirvientas se movieron con la eficiencia muda de quienes conocen las jerarquías.
Una cepilló mi cabello, largo y húmedo por el baño, con movimientos suaves.
Otra se encargó de recogerlo en una coleta alta, tirante, con mechones sueltos a los costados que enmarcaban mi rostro como una corona invisible.
Una tercera trajo los pantalones de cuero y me ayudó a calzarlos, la tela abrazando mis piernas como una segunda piel.
El corset se ajustó a la perfección, reafirmando mi espalda, levantando el pecho, dándome una silueta poderosa.
Una armadura hecha de rabia y orgullo.
—Maquillaje sutil.
Nada en los labios —ordené, sin levantar la voz.
Una de ellas asintió.
Aplicaron una base casi imperceptible, un toque de corrector en la ojera que el cansancio había insinuado, y una sombra marrón cálida para intensificar mi mirada.
Me observé en el espejo.
No había rastros de la cachetada que Lucian me había dado hace un momento, ni de la humillación.
Solo quedaba una mujer de pie, con la barbilla en alto.
Cuando estuve lista, me giré hacia las sirvientas y las despedí con un simple gesto de la mano.
—Eso es todo.
Ellas se inclinaron brevemente antes de abandonar la habitación sin cuestionarme.
Porque, aunque él fuera el Alfa… yo era la Luna.
Y aunque me temieran, me obedecían.
Horas más tarde, los pasillos del castillo se abrían ante mí como venas de piedra talladas por siglos.
Cada rincón estaba saturado de historia, de secretos, de silencios.
Las antorchas encantadas parpadeaban con luz dorada, y los retratos antiguos colgados en las paredes me observaban con una solemnidad muda.
Mis botas resonaban sobre el mármol, y con cada paso, el cuero de mi atuendo crujía.
Sentía el temple regresar a mi cuerpo, la rabia transformarse en energía que me mantenía firme.
Recorrí corredores sin rumbo definido.
Abrí puertas al azar, como quien desentierra huesos bajo tierra sagrada.
La biblioteca tenía techos altos y estantes interminables; un santuario para mentes cansadas.
Más allá, una sala de armas brillaba con espadas de plata, lanzas ceremoniales, armaduras centenarias.
El invernadero oculto exhalaba perfumes de flores desconocidas, de colores imposibles.
Un jardín dentro de una prisión de cristal.
Pero no fue hasta que bajé una escalera de piedra en espiral —escondida tras una puerta— que lo descubrí.
El garaje.
Al cruzar el umbral se encendieron las luces automáticas, mi boca cayo al piso.
Era como entrar a otro mundo.
El frío del suelo de concreto contrastaba con el calor sofocante de mi rabia, y los motores dormidos de docenas de autos, motocicletas y cuatrimotos me dieron la bienvenida como bestias esperando a ser liberadas.
Había vehículos de todo tipo: coches deportivos relucientes, negros, rojos, cromados como cuchillas; motos de alta cilindrada, alineadas como soldados rebeldes; y cuatrimotos de ruedas gruesas listas para devorar los bosques.
Estaban limpias, pulidas, perfectamente alineadas… y sin vigilancia.
Un estante colgaba decenas de llaves.
Algunas con etiquetas, otras simplemente con el símbolo de la manada grabado en metal.
No lo pensé dos veces.
Mis dedos se cerraron sobre un llavero de cuero negro con una “L” plateada.
Caminé hacia una motocicleta negra mate, con detalles en rojo oscuro, tan elegante como peligrosa.
Una Kawasaki Ninja.
Su asiento era bajo, ideal para velocidad, para huir sin mirar atrás.
Pasé la pierna sobre ella, sintiendo el cuero ajustarse a mis muslos.
La rabia me hervía en las venas, aún ya mi rostro no tenia rastro de lo sucedido, mi orgullo estaba herido.
Encendí el motor.
El rugido llenó el garaje como un trueno contenido.
Puro poder.
Libertad con ruedas.
—A la mierda tu castillo, Alfa —murmuré entre dientes, con una sonrisa torcida mientras me ajustaba el casco que colgaba de un manubrio.
Las puertas del fondo se abrieron al detectar el movimiento, revelando el camino de grava que se perdía entre los árboles.
Y sin dudarlo, aceleré.
Las ruedas chirriaron, el cuerpo de la moto se inclinó bajo mi peso, y el mundo se volvió una estela de viento y furia.
Los árboles se desdibujaban.
Libertad.
Aunque fuera solo por un momento.
Me sentía libre.
El viento cortaba mi rostro mientras avanzaba a toda velocidad por la autopista.
El rugido del motor era como una extensión de mi rabia, como si la máquina entendiera lo que ardía dentro de mí.
No miré atrás ni una sola vez.
No por miedo.
Sino por orgullo.
Porque no iba a quedarme en ese castillo de sombras, bajo sus reglas, sus órdenes, su mirada de lobo.
No después de lo que hizo.
Conduje durante horas sin detenerme.
Hasta que las siluetas familiares de la ciudad universitaria comenzaron a surgir entre los árboles.
Torres modernas de vidrio, estudiantes cruzando los senderos con mochilas y auriculares, bicicletas por doquier.
La vida seguía.
Como si nada hubiera pasado.
Como si yo no estuviera rota por dentro.
Aparqué la moto en el estacionamiento junto a los autos del campus.
Algunos chicos se giraron a mirarme con curiosidad, pero no me importó.
Bajé con movimientos seguros, como si cada paso fuera una declaración de independencia.
El cuero se ajustaba a mis curvas, el aire fresco me alisaba el rostro y mi coleta alta se sacudía como una bandera.
Atravesé los jardines, las aulas abiertas, el bullicio de las conversaciones triviales.
Todo parecía tan… normal.
Tan absurdo, después de lo que había vivido.
Pero lo necesitaba.
Lo anhelaba.
Caminé hasta mi dormitorio.
Mi habitación estaba tal como la dejé: libros apilados, una taza olvidada en el escritorio, mi manta preferida sobre la cama.
Me lancé sobre ella y por un segundo cerré los ojos.
Respiré.
Por primera vez en días.
Me duché rápido, quitándome el olor a motos y castillo.
Me puse leggins, una blusa amplia y cómoda, zapatillas.
Ropa comoda.
Ropa mía.
No de él.
Sin joyas, sin órdenes.
Tomé mi mochila, metí cuadernos, el laptop, un bolígrafo.
No necesitaba mucho.
Solo una oportunidad.
Un espacio donde pudiera fingir, al menos unas horas, que era libre.
Cuando crucé las puertas del edificio de B, el corazón me latía con fuerza, pero no de miedo.
De esperanza.
Era el primer paso para recuperar lo que me arrebataron.
El resto del día pasó como una especie de sueño lúcido.
Las clases no se detenían por el drama que me consumía el pecho ni por la sangre invisible que aún arrastraba en el alma.
Los profesores hablaban, los proyectores chispeaban, las hojas se llenaban de garabatos que no significaban nada.
Yo asentía, tomaba notas, fingía interés.
Lo había hecho antes.
Era buena en fingir.
Pero esta vez… algo estaba mal.
Caminaba por los pasillos y las miradas se clavaban en mí.
No con burla, no con deseo.
Con algo parecido a la sospecha.
No era por el cuero negro que me había enfundado esa mañana.
No por la rebeldía con la que arrastraba los pasos.
Era el anillo.
Ese maldito anillo.
Una joya antigua, de plata bruñida con una piedra azul oscuro como un fragmento congelado del cielo nocturno.
Estaba cubierta de inscripciones que nadie entendía, pero todos notaban.
Y aunque parecía una joya, en realidad era una cadena.
Una marca.
Un símbolo que gritaba, incluso cuando yo callaba.
Había intentado quitármelo.
Con agua.
Con jabón.
Con las uñas.
Con los dientes.
Nada funcionó.
El anillo ardía.
Se burlaba.
Al final del día, mientras el sol se escondía detrás de los tejados y los jardines de la universidad se sumían en penumbra, me quedé sola, sentada bajo un roble.
Observaba cómo los estudiantes reían, caminaban en grupos, vivían sus pequeñas vidas llenas de cosas simples.
Risas.
Amores torpes.
Futuros posibles.
Tan humanos.
Me dolía la cabeza.
Me dolía existir.
Volví a mi dormitorio.
Cerré la puerta con llave.
Dejé caer la mochila como si pesara lo mismo que el mundo.
Me desnudé con gestos automáticos.
Me puse una camiseta ancha.
Me metí bajo las sábanas como una niña escondiéndose del monstruo del armario.
No encendí la luz.
No miré el espejo.
No revisé el celular.
Me rendí al cansancio.
Uno espeso.
Profundo.
Como un pozo sin fondo.
Y entonces… Algo me quemó por dentro.
Un calor sofocante, súbito, imposible.
Como si una llama me subiera por la garganta, lamiéndome desde adentro.
El pecho se me oprimió.
El aire no entraba bien.
Jadeé, llevándome las manos al cuello.
Me ardía la piel.
Las lágrimas me escocían.
La visión se volvió líquida, distorsionada.
Caí de rodillas sobre la alfombra.
El mundo giraba.
Todo se sacudía.
El anillo.
El maldito anillo ardía como si me estuviera marcando de nuevo, incrustado en mi carne.
Como si respondiera a algo.
O a alguien.
Entonces lo vi.
Una silueta.
Un destello de sombra.
Dos ojos dorados brillaban entre la oscuridad de la habitación, tan nítidos como cuchillas en el alma.
Lucian.
Estaba allí.
Inmóvil.
Silencioso.
Como si la habitación le perteneciera.
Como si yo le perteneciera.
No hizo falta que hablara.
La furia contenida en su mirada era tan cruda, tan salvaje, que el miedo se alzó en mi pecho como un grito mudo.
Me arrastré hacia atrás, tropezando con la alfombra.
Pero él ya estaba sobre mí.
Me tomó del cuello.
No con ternura.
No con deseo.
Con rabia.
Con posesión.
Mi espalda chocó contra la pared con un golpe seco, y el aire salió de mis pulmones como un último suspiro.
Sentí su aliento cerca.
Su mano apretando.
Mi cuerpo suspendido unos centímetros del suelo, como si fuera un muñeco roto.
—Creí que habías entendido, Eliza… —dijo, su voz baja, vibrante, maldita—.
Nadie me desafía.
Soy tu Alfa.
Quise responder.
Gritar.
Maldecirlo.
Pero los bordes de mi visión se tornaban blancos.
Lejanos.
El mundo se iba.
Mis dedos rasguñaban su muñeca.
Mis pies ya no tocaban el suelo.
Y entonces… todo desapareció.
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