Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 93
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- Capítulo 93 - 93 El rugido del vínculo
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93: El rugido del vínculo 93: El rugido del vínculo La marca de su mejilla aún ardía en mi palma cuando cerré la puerta tras de mí.
Mi mano temblaba.
No por culpa.
No por remordimiento.
Temblaba por la furia contenida, por el veneno hirviendo bajo la piel.
Por el eco de su voz desafiándome, por esos ojos azules que me sostuvieron la mirada como si no supieran quién era yo.
Como si no les importara.
Y eso era lo que más dolía.
No el grito.
No la bofetada.
Lo que me desgarraba era el orgullo de haber perdido el control…
por ella.
Odiaba que hubiera logrado eso.
Odiaba que, incluso ahora, su imagen siguiera quemándome la mente.
Esa forma en la que me enfrentó, con esa boca insolente, ese cuerpo temblando.
No era el momento de destruirla.
Todavía no.
Aún faltaba la estúpida boda de Damián y Luna.
Una vez cumplido ese teatro, me largaría con Selene… Y entonces, Eliza sufriría.
Sufriría sabiendo que, cada vez que Selene estuviera en mi cama, el vínculo nos gritaría en el alma.
—La tocaste.
La voz de Luca irrumpió con la fuerza de una tormenta dentro de mi cráneo.
Grave.
Dolorosa.
Acusadora.
Él rara vez levantaba la voz… pero esta vez fue un rugido.
—La tocaste con ira.
¡A nuestra compañera!
—¡Cállate!
—gruñí entre dientes, con los colmillos al borde de romper la carne, empujando su rabia contra la mía.
No quería escuchar.
No ahora.
—¡Es NUESTRA!
¡Nuestra hembra!
Mis uñas se clavaron en la pared del pasillo, arrancando la madera con una furia muda.
El castillo estaba en silencio, pero dentro de mí todo ardía.
Cada paso que daba alejándome de ella solo conseguía hundirme más en su recuerdo.
El maldito aroma a vainilla seguía aferrado a mi ropa, a mi piel, a mi lengua.
Me había marcado con su presencia, y ahora cada inhalación era un tormento.
Me dirigí al garaje, las puertas automáticas se abrieron al notar mi movimiento y el aire fresco de la mañana dio de lleno en mi rostro, húmedo.
Ni siquiera la brisa lograba enfriar la lava que me corría por las venas.
Y ahí estaba, reluciente pequeño bastardo, bajo la tenue iluminación mi McLaren Sabre 2025.
Negro absoluto, con líneas agresivas, curvas diseñadas como cuchillas para el viento.
El rugido de su motor fue lo único que logró silenciar un instante a Luca.
Abrí la puerta de ala con un chasquido, me deslicé en el asiento y apreté el volante con ambas manos.
El cuero frío fue un consuelo momentáneo.
Pisé el acelerador.
El motor rugió como un lobo herido.
Quería velocidad.
Necesitaba la distracción del asfalto.
El trayecto hacia la universidad fue una secuencia borrosa de luces rojas, sombras largas y asfalto devorado a más de 300 kilómetros por hora.
Nadie podía seguirme.
Ni siquiera mis pensamientos.
Pero la imagen de Eliza… no se desvanecía.
Su cuerpo retrocediendo.
Sus labios temblando.
La forma en que me miró con miedo satisfacía mi deseo de venganza.
—No tenías que haberla tocado así —insistió Luca, ya más bajo, como si incluso él comenzara a entender que ya era tarde.
—Calla —murmuré.
Apreté el volante hasta que los nudillos se tornaron blancos.
Un suspiro largo escapó de mis labios al ver la entrada de la universidad.
Otra reunión aburrida con el Decano.
Otro teatro para sostener esta maldita máscara de catedrático ejemplar.
La conexión entre nuestros mundos que el consejo me había otorgado.
Pero hoy la furia y la satisfacción se arremolinaban dentro de mí, luchando una contra otra.
Bajé del auto sin mirar atrás.
El sistema reconoció mi paso y cerró la puerta de ala con un susurro automático.
El eco de mis pasos resonó en el estacionamiento, cada zancada marcada por la tensión contenida en mis músculos.
El reloj marcaba las ocho en punto.
Perfecto.
Ni un minuto antes, ni uno después.
Subí las escaleras de mármol del edificio administrativo, los estudiantes comenzaban a llenar los pasillos, algunos se apartaban con una mezcla de respeto y miedo.
Me saludaban en voz baja, cabizbajos, como si intuyeran que algo se había fracturado detrás de mi sonrisa de fachada.
Pero por dentro… Por dentro, ardía.
El recepcionista me abrió la puerta del despacho antes de que pudiera tocarla.
—Adelante, señor Lucian.
El Decano lo espera.
El despacho olía a libros antiguos, cuero y café barato.
Todo lo que odiaba en un solo espacio.
El Decano, un hombre de cabello grisáceo, con anteojos pequeños y sonrisa cordial, se puso de pie al verme.
—Lucian, muchacho.
Siempre puntual.
—Extendió la mano con esa formalidad que tanto le gustaba.
La estreché sin apretar.
—Decano.
Nos sentamos frente a frente.
Él comenzó a hablar sobre nuevas normativas, quejas de alumnos que jamás recordaba, propuestas ridículas del consejo académico para vincular las clases con “valores humanos más profundos”.
Cada palabra era un zumbido lejano en mis oídos.
Yo solo asentía, una vez cada tanto, con una sonrisa neutral.
Fingía interés.
Incluso garabateé algo en el cuaderno que llevaba para estas ocasiones, aunque en realidad escribí su nombre: Eliza.
En cada letra se deslizaba el recuerdo de su piel estremeciéndose bajo mi toque.
De su labio inferior temblando, mordido por el miedo… y el deseo.
Y yo… Yo no podía dejar de imaginar cómo se vería encadenada a mi cama.
Rota.
Dependiente.
Con mi nombre escapando de su garganta como plegaria y condena al mismo tiempo.
—Lucian, ¿estás bien?
La voz del Decano me hizo parpadear.
Lo miré.
—¿Disculpe?
—Estás… distraído.
Es raro en ti.
Sonreí apenas.
Una mueca perfecta.
—Solo he dormido poco.
Nada más.
—Ah.
Lo comprendo.
El semestre ha comenzado con fuerza.
Espero que no estés sobrecargado… Sabes que la universidad confía mucho en ti.
Lo sé.
Todos lo sabían.
Yo era el embajador perfecto.
La reunión continuó por unos minutos más, hasta que finalmente me puse de pie, cortés.
—Si me disculpa, tengo una clase que supervisar.
—Claro, claro.
Gracias por tu tiempo, Lucian.
Salí de la oficina sin prisa, pero con la mente girando a una velocidad peligrosa.
Mis pasos me llevaron hacia los jardines traseros del campus.
Nadie pasaba por ahí a esta hora.
Saqué mi teléfono.
Lo desbloqueé.
Un mensaje de Selene.
Otro de uno de mis hombres.
Nada importante.
Pero el tercero sí lo era.
Una notificación sin nombre, solo un símbolo: una garra negra sobre fondo rojo.
El sello de mi escuadrón.
La reunión había comenzado.
Deslicé el teléfono de nuevo al bolsillo de mi traje y cambié el rumbo.
Atravesé los jardines hasta la verja norte del campus, donde un sendero oculto por la maleza llevaba a un callejón olvidado entre edificios viejos.
Parecía un acceso de mantenimiento, sin cámaras.
Sin vigilancia.
Justo como lo necesitábamos.
A primera vista, era solo una lavandería abandonada.
La fachada descascarada y los ventanales rotos engañarían incluso a un agente del consejo.
Pero tras la puerta trasera, tras un escáner de retina y una pared falsa, comenzaba el verdadero corazón de nuestra operación: el puesto de avanzada en los limites del campus universitario, donde ningún estudiante o profesor pudieran curiosear y dar con la base de operaciones.
Bajé los escalones de concreto, con las luces de neón azul parpadeando al compás de mi ira.
El zumbido de servidores, pantallas y mapas holográficos llenaba el aire.
Seis de mis hombres ya estaban ahí.
Los mejores.
Leales solo a mí.
Criados por la guerra.
—Alfa —dijo Víctor, mi gamma, alzando apenas la barbilla a modo de saludo.
—Informe —ordené, cruzando la sala sin detenerme.
En la pantalla principal, una imagen del territorio Sangre de Hierro brillaba con líneas rojas: túneles, rutas de suministro, guardias, sectores clave.
—Hemos identificado tres puntos vulnerables —dijo Víctor, señalando con un dedo cubierto por un guante táctico—.
Aquí, el sector sur del bosque.
Poca vigilancia desde que movieron tropas al límite este.
—Los suministros llegaran esta noche—agregó Mika, su voz baja, eficiente—.
Una incursión bien calculada cuando todos están en la ceremonia y parecerá un accidente.
Observé el plan desplegarse con precisión quirúrgica; Desestabilizar a Sangre de Hierro no era solo una venganza.
Era un arte.
—¿Y los registros del beta?
—pregunté, sin apartar la vista del mapa.
—Accedimos a sus rutinas.
Tiene una debilidad por los paseos nocturnos cerca del lago del norte.
Solo.
Sin escolta.
Sonreí.
Por el caos que se avecina, la manada Sangre de Hierro sufrirá.
—Avancen con los preparativos.
Quiero la primera ofensiva lista antes de la maldita boda de Damián y Luna.
Cuando Sangre de Hierro baile y festeje, nosotros haremos arder su área de artillería.
El escuadrón asintió al unísono.
***** Cuando llegué a la manada en la madrugada, una bruma espesa abrazaba el bosque.
La noche olía a tierra húmeda, a ramas rotas bajo el peso de las sombras, a un silencio antiguo que se metía bajo la piel.
El rugido del motor se extinguió cuando apagué el coche frente al garaje principal.
Me quedé un instante inmóvil, con el ceño fruncido.
Mi motocicleta favorita no estaba.
Tardé apenas un segundo en notarlo y otro más en descartarlo.
No sería la primera vez que uno de los soldados la movía.
Pero había algo distinto esta vez.
Comencé a caminar hacia el salón principal mientras aflojaba mi corbata.
A medida que me acercaba, lo sentí: la atmósfera había cambiado.
La tensión era palpable, se pegaba a la piel como electricidad estática, como una amenaza silenciosa esperando ser nombrada.
La puerta del salón estaba entreabierta.
Las voces que murmuraban en su interior se apagaron al instante en que crucé el umbral.
Mi mirada se clavó primero en Jaxon, de pie junto al ventanal, los brazos cruzados, las mandíbulas apretadas.
Había estado allí mucho tiempo, lo supe por su postura rígida, por la sombra que le caía en el rostro como una grieta.
A su lado, una sirvienta temblaba de rodillas.
Su rostro estaba bañado en lágrimas, las manos juntas como si rezara a un dios que ya no respondía.
El silencio era denso.
Asfixiante.
Mis pasos resonaron como truenos en el mármol.
—¿Qué mierda está pasando?
Jaxon alzó la vista.
No respondió de inmediato.
Lo vi dudar.
Jaxon nunca dudaba.
Y eso me bastó.
Me acerqué a la sirvienta, la voz baja pero cargada de acero.
—Habla.
Ella sollozó con más fuerza, sin poder articular palabra.
—¡Habla!
—rugí.
El eco de mi grito sacudió los ventanales.
La mujer se encogió como un animal herido.
—S-señor… —balbuceó Jaxon, avanzando un paso—.
No podemos encontrar a Eliza.
Mi pecho se detuvo.
Un latido.
Dos.
Y entonces la sangre comenzó a hervirme bajo la piel.
—¿Cómo que no pueden encontrarla?
—La última vez que la vieron fue por la mañana, en su habitación.
Las sirvientas la ayudaron a vestirse.
Cuando llevaron la comida por la tarde, ya no estaba.
Revisamos todo el perímetro.
Y… —tragó saliva— descubrimos que tu motocicleta no estaba.
El dato encajó con precisión dolorosa.
Una risa seca escapó de mis labios.
No era de humor.
Era de incredulidad.
—¿Y nadie pensó en decírmelo antes?
—Esperábamos que regresara antes de tu llegada… Giré sobre mis talones.
Las cortinas se agitaban con la brisa nocturna.
El salón me pareció de pronto…
vacío de ella.
Cada rincón la reclamaba, pero no estaba.
No se sentía su esencia.
Mi respiración se volvió pesada.
Luca despertó de inmediato dentro de mí.
“Ella huyó.” —No —negué en voz baja, con un susurro quebrado.
“No nos habría dejado.
No sin un rastro.” Pero otro pensamiento, más oscuro, se filtró entre las grietas de mi mente.
Uno que me negaba a aceptar: ¿y si no fue ella quien se fue?
—¿Revisaron los accesos al bosque?
¿Las cámaras de vigilancia?
¿Las rutas hacia la frontera?
—disparé, con voz afilada como una navaja.
—Sí, señor.
Pero alguien borró los registros de las últimas cinco horas.
El corazón rugía en mi pecho, ciego de furia.
Sentía los colmillos empujar la encía, las garras presionando bajo la piel de mis dedos.
—Encuéntrenla.
—Mi voz fue un susurro venenoso—.
Ya.
Grité al aire, antes de girar en dirección a mi despacho.
La rabia se deslizaba por mi columna como lava.
¿Quién carajos creía que era esa chica para desafiarme así?
El despacho me recibió con una oscuridad densa.
No había luna esa noche.
Y mi Luna tampoco estaba.
Cerré la puerta de un portazo que hizo temblar los cuadros.
Sentía un rugido en los oídos, un zumbido grave, animal, como si Luca arañara desde adentro las paredes de mi cráneo.
Las imágenes se sucedían una tras otra: Eliza con los ojos empañados en lágrimas.
Eliza con incredulidad temblando por dentro.
Mi puño voló sin pensar.
Atravesó el primer estante.
Me había excedido esa mañana.
El odio hacia su familia, la furia que aún me quemaba por dentro, comenzaban a resquebrajar mi fachada.
Otro golpe.
Esta vez contra la vitrina.
El cristal estalló.
La sangre comenzó a brotar de mis nudillos.
No importaba.
No dolía.
No tanto como el vacío que me desgarraba el pecho.
—¡Maldita sea!
—rugí, arrojando la silla de cuero contra el escritorio.
La madera se partió con un crujido seco.
El rugido brotó desde mis entrañas, un grito inhumano que estremeció las paredes.
La puerta se abrió de golpe.
Jaxon entró.
No parecía sorprendido por el desastre.
—¡Lucian!
¡Ya basta!
Me giré hacia él, la respiración agitada, los ojos dorados brillando de ira, las venas palpitando bajo mi piel.
—No lo entiendes… Ella se fue.
No la protegí.
¡No debí dejarla sola!
Jaxon apretó los puños.
Sabía que Luca estaba a punto de tomar el control.
—¡Claro que lo entiendo!
Pero no la has perdido.
—¡¿Cómo lo sabes?!
—escupí, con la voz quebrada.
Entonces, me lo recordó.
—El anillo.
El que mandaste forjar para ella.
Núcleo de una flor de Fuego de Dragón, con runas ancestrales.
No puede quitárselo.
Y está vinculado a ti.
Al igual que ella.
Me detuve en seco.
Fue como si me golpearan en el pecho.
El anillo.
Nuestro vínculo.
Mi condena.
Su prisión.
La imagen me volvió de golpe: su dedo delgado aprisionado por esa joya maldita.
Las runas inscritas que ningún hechizo podía romper.
Y algo más…
algo que ordené en secreto.
Un lazo de esencia.
Un canal sellado con magia oscura, donde nuestras almas se tocaban.
Donde yo podía sentirla… si dejaba de gritar.
—Jaxon… —susurré, con voz raspada—.
Dime que funciona.
—Es hora de averiguarlo.
Cerré los ojos.
Mi sangre latía con fuerza.
Respiré profundo.
Una vez.
Dos veces.
Y entonces dejé que el vínculo hablara.
Y ahí estaba.
Un tirón.
Suave.
Débil.
Como un hilo de seda flotando en la tormenta.
—La tengo… —susurré, con la certeza punzante de una revelación demasiado evidente.
—¿Dónde?
Abrí los ojos de golpe.
Me quedé en silencio.
Un segundo.
Dos.
Un abismo.
Y entonces, como si el caos finalmente hubiera encontrado un cauce, comencé a reír.
Primero fue una risa seca, dura, como si naciera entre astillas clavadas en la garganta.
Luego más profunda, más sucia, más ronca.
Como un eco arrancado de las fauces de una bestia.
Una carcajada tan demoníaca que hizo vibrar el aire, rebotó en las paredes del despacho destruido, y por un instante, ahogó incluso al viento que se colaba por las ventanas hechas trizas.
Jaxon dio un paso atrás.
Sus pupilas se contrajeron.
El desconcierto en su rostro era casi infantil.
—¿Lucian?
Me giré hacia él sin borrar la sonrisa torcida, esa que se me había quedado pegada como una cicatriz en el rostro.
Mis ojos ardían en dorado, una fiebre contenida al borde del estallido.
—Está en la universidad.
—Mi voz salió como un soplo envenenado, entre dientes, cargado de una mezcla letal de incredulidad, furia y orgullo malherido.
—¿Qué?
—Jaxon frunció el ceño—.
¿Estás seguro?
Tomé el pañuelo del bolsillo y empecé a limpiar la sangre que aún fluía de la herida en mi palma, Sangre escandalosa, terca, como mi rabia.
—El lugar más estúpido.
El más obvio —murmuré, y me dejé caer hacia atrás, apoyándome en la pared como si pudiera encontrar consuelo en la madera astillada—.
¿Sabes de qué discutimos esta mañana?
—No… Elevé la mirada.
Mis ojos eran brasas bajo una tormenta.
—Discutimos por sus malditas clases, Jaxon.
Ella me gritó que no era mi prisionera, que no iba a dejar que yo controlara su vida.
Me lanzó esas palabras como cuchillos y pensé… pensé que con ese mínimo golpe entendería.
Pensé que vería.
Pero me desafió.
Me desafió con los ojos, con la voz, con su silencio.
Como si no me temiera.
Como si no me conociera.
Como si no recordara lo que soy.
Mi sonrisa se desvaneció poco a poco, dejando lugar al vacío.
Un hueco donde sólo quedaba la furia respirando.
—Como si yo no existiera.
Como si todo lo que pasó… no significara nada.
Jaxon me observó en silencio.
La pregunta que vino después fue casi un suspiro.
—¿Y qué vas a hacer?
Lo miré con una fijeza helada, el corazón bombeando sombras en cada latido.
—Voy por ella.
—¿Y si no quiere volver?
Entonces la habitación pareció enfriarse.
Incluso el viento pareció detenerse, expectante.
Lo sostuve con la mirada, firme, feroz, como si el universo se resumiera en esa única decisión.
—Entonces la arrastro —respondí con una voz tan baja que apenas rompía el aire—.
Con fuego, con sombras, con la luna como testigo.
Pero Eliza no se esconde de mí.
No me desafía.
No huye.
Y no esperé más.
Las sombras me obedecieron sin dudar, como un ejército silencioso.
Me envolvieron, me tragaron, y me lanzaron directo a su habitación en la facultad.
Ese pequeño santuario inútil donde ella creía poder esconderse del destino.
De mí.
Y ahí estaba.
Eliza.
Jadeó al verme.
Llevó instintivamente las manos al cuello, retrocedió, tropezó con las sábanas, cayó de espaldas fuera de la cama.
Estaba pálida.
Sudorosa.
Su respiración agitada le hacía temblar el pecho.
Temblaba como un animal acorralado.
Quise detenerme.
Lo juro.
Una parte de mí lo quiso.
La parte humana.
La parte rota.
Pero la otra… la otra gritó más fuerte.
Sus ojos se abrieron, grandes como lunas agrietadas.
Intentó hablar.
Yo no se lo permití.
La tomé del cuello.
Al principio fue un gesto casi tierno, una presión suave, como la advertencia de un depredador cansado.
Pero luego apreté.
Contra la pared.
Su espalda golpeó la pared con un golpe seco, su cuerpo se alzó unos centímetros, suspendido.
Frágil.
Hermoso.
Tan jodidamente mío.
Intentando repelerme, empujarme, como un río contra una roca.
Pero yo era más antiguo que la corriente.
Más salvaje.
Más decidido.
—Creí que habías entendido, Eliza… —susurré con voz baja, vibrante, teñida de deseo, de rabia, de algo más oscuro—.
Nadie me desafía.
Soy tu Alfa.
Sus uñas arañaron mi brazo.
Sus labios temblaban.
En sus ojos se mezclaban el miedo, el orgullo y algo más.
Algo que se rompía lentamente.
Y entonces la perdí.
Su cuerpo se relajó de golpe.
Como una marioneta sin hilos.
Tan liviana.
Tan frágil.
Tan mía.
Y el silencio que vino después… fue peor que cualquier rugido.
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