Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 95
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- Capítulo 95 - 95 Bajo el cielo donde me nombraron hija
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95: Bajo el cielo donde me nombraron hija 95: Bajo el cielo donde me nombraron hija El helicóptero cortaba el cielo como una herida fresca.
El zumbido hacía que mi corazón latiera de emoción cada kilómetro.
Estaba regresando al lugar donde todo comenzó.
Donde dejé una versión de mí que ya no existía.
Lucian iba a mi lado, en silencio.
Su mano descansaba en la mía con una calma engañosa.
Cualquiera que lo viera podría pensar que éramos una pareja destinada, en paz, un Alfa y su Luna viajando como una feliz pareja.
Pero dentro de mí no había paz.
Solo un eco constante de dudas y latidos irregulares.
Aún podía sentir el anillo cálido en mi dedo, no ardía, ya no me lastimaba, pero sabía que podía hacerlo en cualquier momento si Lucian así lo decidia.
El paisaje bajo nosotros se volvió familiar: los pinos altos, el río que cruzaba como una cicatriz de plata, los caminos ocultos entre los árboles.
El territorio de mi padre.
Mi manada.
Mire de reojo a Lucian.
Su perfil era de mármol y sombra.
El Alfa oscuro que había invadido cada rincón de mi alma, y aun así… lo había aceptado como mi compañero.
La brisa levantó el polvo sobre la pista de aterrizaje privada mientras el helicóptero descendía con fuerza.
Los estandartes de la manada Sangre de Hierro flameaban como testigos mudos del reencuentro.
Los guardias uniformados hicieron una reverencia en cuanto Ronan apareció entre ellos, caminando con paso firme hacia la aeronave aún vibrante.
El cabello me ondeaba alrededor como un velo de oro pálido bajo la luz de la tarde.
Por un instante, vi cómo los ojos de mi padre se suavizaban.
No dijo nada.
Solo me rodeó con los brazos de golpe, fuerte, con la desesperación contenida de quien había imaginado mil veces ese abrazo y temido que nunca llegara.
—Hija mía… —murmuró contra mi cabello, con la voz rota por la emoción—.
El hogar vuelve a tener sentido contigo aquí.
Me aferré a él.
No dije nada.
No podía.
Solo me permití ese instante de refugio, como si el tiempo pudiera detenerse y esconderme del mundo en el calor de su pecho.
Pero no duró.
Los pasos pesados de Lucian bajando del helicóptero desgarraron la escena como un trueno seco.
La tensión se hizo palpable en el aire, como electricidad justo antes de una tormenta.
Los lobos de Sangre de Hierro lo miraban.
Algunos con respeto.
Otros con ese rencor ancestral que no se disuelve ni con pactos.
Lucian lo notaba.
Lo saboreaba.
Mi padre se apartó, erguido como el Alfa que era.
Alzó la barbilla con ese gesto que conocía tan bien: el del guerrero que jamás retrocede.
Sus ojos azules se posaron en Lucian… el Alfa enemigo.
Mi compañero por obra del destino.
O del capricho cruel de los dioses.
—Lucian —dijo mi padre, su voz grave pero templada con diplomacia—.
Como Alfa de esta manada y padre de Eliza… te doy la bienvenida a nuestro territorio.
Lucian apenas inclinó la cabeza.
Un gesto mínimo, casi felino.
Era su versión de cortesía, y todos lo sabíamos.
—Gracias por recibirnos—respondió él, con esa voz suya tan suave como peligrosa.
Desde la escalinata de la casa principal, todos nos observaban.
El aire vibraba con expectativas no dichas, con juicios suspendidos en la garganta de cada testigo.
Quería que todo terminara.
Quería que no lo hiciera.
Quería saber en qué terminaría.
—Antes de que los lleven a sus habitaciones —dijo mi padre, con voz firme que partió el silencio como un cuchillo—, me gustaría que les dirigieras unas palabras a los nuestros.
A nuestra manada.
La que ahora compartes, de alguna manera, con mi hija.
Volteé apenas hacia Lucian.
Solo un segundo.
Él no se movió, pero vi el tic en su mandíbula, esa tensión contenida que conocía bien.
Luego, sin decir palabra, caminó con paso seguro hacia el centro del círculo de piedra.
El lugar sagrado.
Donde la sangre de generaciones dormía bajo la tierra.
Se detuvo allí.
Alzó el rostro.
Sus ojos, oscuros como tormenta contenida, se deslizaron por cada rostro presente, como si pudiera arrancar de ellos algo más que la mirada.
Como si quisiera leerles el alma.
—No espero simpatía —dijo, con una calma que dolía—.
Y no he venido a rogar por aceptación.
Soy Lucian, Alfa de los Hermanos de la Sombra, y por derecho del vínculo, ahora compañero de Eliza, hija de esta tierra.
Un murmullo recorrió a la multitud.
No fue escandaloso, pero sí afilado, como un roce de cuchillas.
—No me arrodillaré —continuó, y en su voz había algo ancestral, salvaje y solemne a la vez—.
Pero sí prometo esto: ningún daño tocará a esta manada mientras yo respire.
Y si alguien osa levantarle la mano… morirá antes de lamentarlo.
Contuve el aliento.
Pude sentir el juicio flotando en el aire.
Lucian giró apenas hacia mí, y luego miró a todos con firmeza.
—Estamos aquí por la boda de Damián y Luna —dijo con seriedad—.
Partiremos en cuanto termine.
Silencio.
Un silencio tan absoluto que podía oírse el lejano batir de las alas de los pájaros entre los árboles.
Finalmente, mi padre asintió.
Fue un gesto mínimo, pero en él cabía todo el peso del juicio y la tradición.
—Sea entonces.
Por ahora, eres nuestro huésped.
Lucian sonrió.
Esa sonrisa suya sin calor, como una herida abierta.
Como un presagio.
Pero justo cuando los sirvientes se acercaron para guiarnos hacia el interior, mi padre habló de nuevo, esta vez con un tono bajo, dirigido solo a él: —Lucian.
Un momento, por favor.
Quiero hablar contigo en privado.
En mi despacho.
Lucian se detuvo.
No hubo sorpresas en su rostro.
Solo una ceja alzada y un leve asentimiento.
—Por supuesto.
Mi padre hizo una señal a los guardias y luego me miró de reojo.
—Llévenla a su habitación.
Que descanse.
No me moví de inmediato.
Vi a Lucian desaparecer junto a él por el pasillo de piedra, y aunque no escuché sus palabras, el aire a su alrededor parecía vibrar con antiguos pactos, viejas heridas, y una amenaza aún por nombrar.
Los pasillos del castillo me tragaron en silencio.
Aquel que una vez fue mi refugio se sentía ahora como la boca de un lobo antiguo, uno que conocía todos mis secretos.
El eco de nuestros pasos sobre la piedra despertaba memorias dormidas en las paredes, como si reconocieran a la hija que regresaba… distinta.
Las puertas de mi antigua habitación se abrieron con un chirrido suave.
Contuve el aliento.
Estaba igual… y, sin embargo, distinta.
La cama, antes un refugio de ensueños, ahora vestía sábanas negras como un recordatorio silencioso de que ya no era la princesa mimada de la manada.
El peinador seguía en su rincón, pulcro y vacío, como si esperara que alguien —quizás yo— regresara a mirarse con ojos que ya no eran los mismos.
Las cortinas colgaban pesadamente, como si aún recordaran la brisa nocturna que solía colarse sin permiso.
En una esquina, mis cosas descansaban en baúles de madera tallada.
Mi vida entera, apilada.
Lista para ser olvidada… o trasladada.
Una habitación que ya no me pertenecía.
—Si necesita algo más, solo toque la campana, mi señora —dijo una criada con una reverencia medida antes de marcharse, dejando la puerta cerrada tras de sí.
No habían pasado ni dos minutos cuando se oyó un suave golpe.
—¿Eliza?
¿Estás ahí?
La voz me arrancó una sonrisa que no supe contener.
Luna.
—Adelante —dije, procurando que mi tono sonara normal.
Entró con esa elegancia tranquila que le era tan natural.
No buscaba impresionar… pero lo hacía.
Llevaba el cabello suelto, cayéndole en ondas suaves sobre los hombros, y un vestido simple de lino blanco que parecía brillar con la tenue luz del atardecer.
Sus ojos, aunque dulces, traían consigo una chispa de inquietud.
Como si su intuición ya le susurrara que algo en mí había cambiado.
—¿Puedo quedarme un momento?
—preguntó, cerrando la puerta con cuidado.
—Claro —asentí, forzando una sonrisa.
Luna recorrió la habitación con la mirada, como si estuviera saludando viejos fantasmas.
Se acercó a uno de los baúles, donde sobresalía un antiguo libro de cubiertas de cuero.
Lo acarició con la yema de los dedos, con esa delicadeza con la que se tocan los recuerdos.
—Recuerdo esto… —dijo en voz baja—.
Lo leías por horas en la biblioteca.
Las leyendas de los vínculos de sangre, de las primeras Lunas.
Jurabas que un día ibas a escribir tu propia historia.
—Tal vez lo haga algún día —murmuré, bajando la mirada.
Me senté al borde de la cama, las manos entrelazadas, vacías.
Luna se sentó a mi lado con cuidado, como si no quisiera romper algo frágil.
Hubo un breve silencio entre nosotras, pero no era incómodo.
Era… denso.
Lleno de todo lo que no sabíamos cómo decir.
—¿Y?
—preguntó de pronto—.
¿Cómo han sido estos días con Lucian?
En su territorio… entre los suyos.
La pregunta flotó en el aire, suave como una pluma… pero imposible de esquivar.
Tardé en responder.
No porque no supiera qué decir, sino porque ponerlo en palabras se sentía como caminar descalza sobre cristales.
—Extraños —confesé al fin, dejando que el peso de la palabra llenara el espacio entre nosotras—.
Es como caminar sobre hielo delgado.
Todo parece tranquilo… pero sabes que en cualquier momento puede romperse y tragarte.
Luna asintió con una lentitud que decía más que cualquier palabra.
No había juicio en su expresión.
Solo comprensión.
Complicidad.
—¿Te tratan bien?
—preguntó con voz baja, pero firme.
La respuesta se atoró en mi garganta.
No porque fuera difícil decirla, sino porque sabía lo que implicaba.
Si decía demasiado, ella correría a contárselo a Damián.
Y yo… yo no quería más guerras.
Ni externas, ni internas.
—Sí —respondí al fin, manteniendo el tono neutro—.
Son respetuosos.
Aunque… él no es como pensábamos.
—¿Lucian?
Asentí, bajando la mirada.
—Debe ser difícil —murmuró— convivir con alguien que puede ser tormenta… y calma al mismo tiempo.
—Lo es —admití, sin filtros.
Luego, más bajo—.
A veces no sé si quiero huir… o quedarme un poco más.
Luna no respondió enseguida.
Su silencio no fue incómodo, sino lleno de presencia.
Me apretó la mano con una ternura casi maternal, como si entendiera que mi confusión era un campo minado donde incluso el consuelo podía estallar.
—No puedo imaginar por todo lo que has pasado —dijo, al fin—.
Lo que significa estar allá.
En su territorio.
Bajo sus reglas.
Pero te juro que estoy aquí, Eliza.
Aunque sea solo para escucharte.
Incluso si no puedes decir nada todavía.
Una punzada cálida me atravesó el pecho.
La emoción llegó sin aviso, como una ola arrastrando los restos de mi fachada.
Me esforcé por tragar el nudo que me apretaba la garganta.
—Yo también te extrañé, Luna —susurré, sin adornos.
Nos quedamos así.
Dos figuras en silencio en una habitación que ya no nos pertenecía del todo.
Afuera, el cielo se teñía de tonos malva y vino, y las luces del castillo se encendían una a una, como luciérnagas atrapadas en jaulas de piedra.
Después de un largo rato, Luna se levantó despacio.
Se inclinó y me rodeó con los brazos.
Su abrazo fue apretado, cálido, lleno de memorias compartidas y promesas que no necesitaban palabras.
—Mañana será largo —dijo al oído—.
Si en algún momento necesitas hablar, escapar… o simplemente gritar.
Ya sabes dónde encontrarme.
—Lo sé —respondí, sin soltar su mano de inmediato.
Como si al hacerlo, una parte de mí se quedara más sola.
Su sonrisa fue suave, intacta, como un hilo de luz en medio del gris.
Y luego salió en silencio, cerrando la puerta con esa delicadeza que siempre tuvo para no dejar heridas abiertas.
Y entonces, me permití exhalar.
Hundí el rostro entre las manos.
El cuarto estaba más vacío que nunca.
No por los baúles.
Aunque no era la misma chica débil y confundida que había llegado a la manada, aun mi mente era un caos de dudas, preguntas sin respuestas.
Y quizás… solo quizás, me gustaba.
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