Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 96
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96: Los fantasmas del pasado 96: Los fantasmas del pasado El sueño había sido ligero, inquieto, más una pausa que un verdadero descanso.
Cuando abrí los ojos, el cielo detrás de los ventanales se había teñido de un gris profundo, como si el castillo entero estuviera atrapado en una burbuja de niebla y silencio.
Me incorporé con lentitud, aún entumecida, y lo sentí de inmediato: su ausencia.
Lucian no estaba.
Su lado de la cama seguía intacto, las sábanas frías, estiradas con pulcritud.
Ni una arruga, ni el más leve indicio de que hubiera compartido la noche conmigo.
Solo el vacío sutil de su presencia ausente, más abrumador que cualquier palabra.
Me senté al borde del colchón, los pies deslizándose sobre la alfombra suave, y dejé que el silencio llenara mis pulmones.
Algo dentro de mí palpitaba con fuerza.
No era miedo.
Tampoco ansiedad.
Era algo más profundo… como una grieta.
Mis ojos se deslizaron hacia la esquina de la habitación, donde una cortina se movía apenas, agitada por la brisa que entraba por una ventana entreabierta.
Y entonces lo supe.
Sin pensar demasiado, me envolví en una capa ligera y salí sin hacer ruido, descalza, guiada solo por el impulso.
Los pasillos me recibieron con su oscuridad conocida, con sus sombras extendidas como dedos que me reconocían.
Caminé por ellos en silencio, guiada más por la memoria que por la vista.
Al pasar frente a los salones principales, contuve el aliento: allí aún parecían flotar los ecos de antiguas discusiones, juramentos rotos y promesas vacías.
Finalmente, me detuve frente al gran cuadro del jardín de rosas.
Lo observé por unos segundos, buscando permiso en los ojos que me miraban desde la pintura.
Lo deslicé hacia un lado.
El chirrido fue apenas un susurro.
Crucé el umbral del pasadizo y, por un instante, cuando el viento fresco rozo mis mejillas y me sentí libre.
El aire cambió al final del túnel.
Olía a humedad, a tierra mojada, a rosas marchitas.
Empujé la puerta oculta y salí al jardín secreto.
La luna, aún tímida tras las nubes, dejaba filtrar retazos de luz sobre el paisaje dormido.
Las enredaderas se aferraban a las paredes de piedra, retorcidas, cubriendo antiguos relieves como si quisieran borrar el pasado.
Las flores, aunque todavía vivas, crecían desordenadas entre la maleza.
Las bancas de hierro forjado estaban casi ocultas bajo montones de hojas secas y ramas.
Caminé por los senderos de piedra, donde el musgo había reclamado su lugar.
Toqué con los dedos algunas de las rosas abiertas, sintiendo sus pétalos fríos y húmedos como caricias olvidadas.
El lugar olía a calma… y a abandono.
Un santuario descuidado.
Un refugio olvidado por todos… menos por mí.
Me senté en una de las mesas de piedra, cubierta por el tiempo, y dejé que el silencio me envolviera.
Este lugar alguna vez fue mi proyecto.
Quise renovarlo, hacerlo mío, construir aquí un rincón para escapar de todo.
Pero, como muchas otras cosas, había quedado suspendido entre promesas incumplidas y guerras ajenas.
Pensé en Luna.
En Damián.
En Lucian.
Y pensé en mí.
¿Quién era ahora?
¿La hija de un Alfa?
¿La hermana rota?
¿Una Luna o la prisionera disfrazada de compañera?
Había perdido mi voz con demasiada rapidez.
Yo, que amaba tanto mi libertad, ahora me sentía condenada a vivir como otra pieza más en este tablero de lobos.
El crujido leve de una rama me hizo girar.
Nada.
Solo la noche, extendiéndose como un manto sobre el jardín.
Y por primera vez en semanas, me sentí un poco menos perdida.
Porque allí, entre la maleza y las rosas indomables, aún quedaba un pedazo de Eliza que no le pertenecía a nadie.
El frío me calaba a través de la capa delgada, pero no me moví.
Había algo en el aire, algo suspendido entre la quietud y la tensión, que me mantenía anclada a ese momento.
Apoyé los codos sobre la mesa y entrelacé los dedos, contemplando la luna que comenzaba a liberarse de las nubes como una promesa incierta.
Entonces lo escuché.
El crujido.
No como antes.
Este era más cercano.
Preciso.
Me giré con rapidez.
Y ahí estaba él.
Mi esposo.
Mi Alfa.
Mi tormenta.
Lucian emergía entre la maleza como una sombra viva, alto, imponente, con la silueta recortada contra la noche.
Sus ojos, intensos, me buscaron con la precisión de quien ya sabía dónde estaría.
—De todos los lugares a los que podrías haber ido —dijo con voz baja, casi un susurro—, viniste aquí.
—No sabía que conocías este lugar —respondí sin levantarme.
—Lo conozco desde hace años —replicó simplemente, sin dar más explicación.
Se detuvo a un paso de mí.
No se sentó, pero su sola presencia llenaba el aire como una tormenta aún sin estallar.
—¿Por qué viniste esta noche?
—preguntó.
Alcé la vista.
—Porque necesitaba encontrar algo que fuera solo mío.
Un rincón que no oliera a guerra, ni a expectativas.
Ni a destino.
Lucian bajó la mirada, como si mis palabras lo hubieran golpeado más fuerte de lo que esperaba.
—No quería que te sintieras así —murmuró—.
Pero tampoco puedo prometerte que dejarás de sentirlo.
No aquí.
No ahora.
—Lo sé —susurré—.
Y eso es lo peor.
El silencio se estiró entre nosotros como una cuerda invisible.
Entonces, él alzó una mano.
Me ofrecía algo.
Una rosa.
Negra.
Perfecta.
La tomé, sorprendida.
Recordé la rosa negra que apareció en mi mesita de noche la primera vez que dormí en la manada.
Nuestros dedos se rozaron.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
El de siempre.
El de él.
Lucian finalmente se sentó frente a mí.
No había arrogancia en su postura esta vez.
Solo una extraña y vulnerable paz.
—Eliza… —empezó, pero dudó.
Lo miré.
—¿Qué sucede?
Sus ojos se afilaron, sombra líquida bajo la luna.
—A veces siento que tú eres este jardín.
Hermoso.
Abandonado.
Salvaje.
Todos quieren entrar… pero nadie se atreve a quedarse.
Tragué saliva.
La rosa temblaba entre mis dedos.
—¿Y tú?
—pregunté, con voz baja—.
¿Te quedarías?
Él no dudó.
—Me perdería en ti si me dejaras.
Mi pecho se contrajo.
No sabía si su respuesta me calmaba… o me aterraba.
Me perdí en la intensidad de sus palabras.
“Me perdería en ti si me dejaras.” ¿Cómo se responde a algo así, cuando todo dentro de ti grita contradicciones?
Mis dedos jugueteaban con el tallo de una rosa negra.
Las espinas no me herían, pero su presencia era un recordatorio punzante.
—Lucian… —mi voz fue apenas un susurro—.
¿Puedo preguntarte algo?
Él asintió, con la seriedad de quien sabe que la pregunta no será trivial.
—¿Quién es Sofía?
—pronuncié el nombre con cautela—.
Una vez escuché a mi padre mencionarla, pero no quiso hablar del tema.
Lo vi endurecerse.
No como quien se pone a la defensiva, sino como quien se prepara para un golpe que conoce bien.
Su mandíbula se tensó, y su mirada, usualmente impenetrable, parpadeó con algo más que sombra.
Dolor.
—¿Ronan habló de Sofía?
—preguntó, su voz teñida de sorpresa, casi como si dudara de sus propios oídos.
—No fue una conversación —aclaré—.
Al menos no conmigo.
Estaba hablando con Damián y yo escuché de pasada.
Lucian bajó la mirada.
Por un segundo, el Alfa se desvaneció, y en su lugar quedó solo un muchacho roto por un recuerdo.
Un niño.
—Sofía era… —se obligó a hablar, con una voz más áspera de lo normal—.
Hija de Ronan.
Hermana de Damián.
Y sí… era importante.
Para muchos.
Pero para mí… Se detuvo.
Cerró los ojos.
Y cuando volvió a hablar, lo hizo en un susurro —Era luz.
Y yo era su sombra fiel.
Me dolió escucharlo.
Una punzada sorda en el pecho, como si una parte de mí se hubiera quebrado sin previo aviso.
—¿La amabas?
—pregunté.
No supe por qué lo hice.
Tal vez porque lo necesitaba.
Tal vez porque esperaba que dijera que no.
Lucian no titubeó.
—Sí —respondió simplemente.
Esa palabra, dicha sin reservas, me rasgó el alma.
No por celos, ni por inseguridad.
Sino porque, por un segundo, me sentí pequeña dentro de su historia.
Un eco donde antes hubo música.
No dijo nada al respecto.
Ni se disculpó.
Ni intentó suavizar el golpe.
Porque no le importó.
Porque Sofía había sido real, y su dolor, aún más.
—Un día estábamos todos en el salón principal —continuó, sin romper el ritmo—.
Fue una de esas reuniones aburridas, llenas de política de manada, de ancianos ruidosos.
Sofía se aburrió y salió por la puerta trasera sin que nadie lo notara.
Tragó saliva.
Sus puños se cerraron sobre la piedra de la mesa.
—No regresó.
La encontramos horas después.
O mejor dicho… encontramos partes Me quedé helada.
—¿Partes?
—Su cuerpo fue… destrozado.
Como si una bestia salvaje la hubiera despedazado.
Eso dijeron.
—El desprecio se le escapó entre los dientes, afilado—.
Una criatura de los bosques, tal vez un oso… o un asesino con garras humanas.
Se llevó una mano al cuello, como si todavía sintiera el peso de una cadena invisible.
Me quedé sin aliento.
No por lo que decía, sino por cómo lo decía.
Había un odio contenido en cada palabra, una herida abierta que aún supuraba.
—Después de eso… —su voz descendió como una marea oscura, firme, pero quebrada por dentro—.
Mi madre entró en trabajo de parto.
El shock la destruyó.
Murió dando a luz a mi hermano.
Y cuando apenas nos quedaba aire para respirar, convocaron a mi padre a una reunión de emergencia con el Consejo.
Alzó la vista.
Su mirada me atravesó.
Sombras.
Furia.
Dolor.
—Nunca llegó.
Emboscaron a su escolta en el camino.
No hubo sobrevivientes.
—Lucian… —susurré, perdida entre el asombro y el espanto.
No había consuelo posible para esa historia.
Y yo ni siquiera sabía que tenía un hermano.
Me enfrentaba al abismo que era el hombre al que había jurado pertenecer.
Un océano de silencios y secretos.
—El amor de mi vida fue arrancado de mí.
Mi madre murió sola.
Mi padre fue asesinado a sangre fría.
Y nadie… nadie movió un solo dedo.
Todo cubierto por un velo de luto conveniente.
Silencio político.
Mentiras disfrazadas de condolencias.
Pero yo… yo no olvidé.
Ni voy a olvidar.
Sus palabras eran cuchillas envueltas en terciopelo.
Herían.
Pero eran necesarias.
—¿Y tu hermano?
—pregunté con cautela, temiendo la respuesta.
—Eligió desaparecer.
—Su voz fue un filo helado—.
Le dio la espalda a todo por lo que mi padre murió.
Traicionó su nombre… y la manada.
Pero yo sigo aquí.
Yo vigilo.
Y cuando llegue el momento… no temblaré.
No supe si sentir compasión por él… o miedo.
Lucian me sostuvo la mirada, y en sus ojos no había ni una pizca de arrepentimiento.
Solo promesas ocultas.
Juramentos sellados en sangre.
Y aun así… no pude apartar los ojos de él.
Porque, aunque una parte de mi corazón dolía por el amor que alguna vez tuvo por otra, otra comenzaba a entender que yo no había llegado para llenar un vacío.
Había llegado para despertar al lobo que se había dormido entre cenizas, rabia… y hambre.
—Sofía… —murmuró con voz rasgada—.
Ella fue todo lo que no merecía.
Una sombra pareció cruzar su rostro, como un eco de lo que había perdido.
Pero cuando volvió a mirarme, su mirada fue pura tormenta.
—Pero tú… tú eres lo que va a destruirme.
—Su voz descendió como un secreto sellado con fuego—.
Y aun así, no pienso soltarlo.
Prefiero arder contigo… que respirar sin ti.
Sus palabras se incrustaron en mi piel como brasas.
Me quedé inmóvil, sintiendo cómo el jardín secreto se transformaba en un altar de confesiones prohibidas.
Las rosas negras se mecían con el viento, como si guardaran secretos antiguos entre sus pétalos, y el musgo húmedo bajo mis pies susurraba historias que nadie más se atrevía a contar.
El silencio cayó entre nosotros, pero no era vacío.
Era un espacio cargado de preguntas sin respuesta, de memorias que no me pertenecían… y de un deseo que apenas comenzaba a despertar.
Lucian no era solo un Alfa.
Era un espectro marcado por la pérdida, un guerrero con el alma rota y el corazón aún sangrante.
Una criatura hecha de sombras y furia.
Pero en medio de todo eso… estaba yo.
¿Podía ser su redención, o solo otra herida abierta?
Me giré, queriendo escapar del vértigo de su presencia.
Di unos pasos hacia el sendero de regreso, pero una ráfaga de viento helado me detuvo.
El frío de la madrugada me cortó la piel como agujas invisibles, y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
Mis brazos se cruzaron instintivamente sobre mi pecho, temblando.
Entonces lo sentí.
La calidez de su cuerpo.
El peso de sus brazos.
Lucian me alzó en un solo movimiento, con una facilidad inhumana, como si mi cuerpo no pesara más que un suspiro.
Me sostuvo en brazos como si fuera suya… como si siempre lo hubiese sido.
Mi aliento se cortó, atrapado entre sorpresa y algo más oscuro, más profundo.
Algo que se enredaba con cada latido.
—Estás temblando —susurró junto a mi oído, su voz baja, casi animal.
Sus sombras se alzaron como un velo oscuro, rodeándonos.
Se movían con vida propia, deslizándose entre los arbustos, las flores, las estatuas del jardín, hasta cubrirlo todo.
Y en un instante, no hubo más jardín, ni frío, ni rosas.
Solo oscuridad.
Y Lucian.
Nos transportó con sus sombras hasta mi habitación.
Sentí el cambio en el aire antes de ver las paredes familiares.
Las cortinas de terciopelo rosa ondeaban suavemente, y la luz mágica del peinador brillaba como una constelación distante.
Lucian me depositó con cuidado sobre el colchón de mi cama, como si fuera frágil.
Pero en sus ojos, esa fragilidad no era debilidad.
Era algo precioso.
Algo suyo.
—Yo cuidare de ti —dijo, en voz baja, como si esa promesa pudiera alejar a todos sus fantasmas.
O a los míos— Siempre.
No dije nada, su mira, sus palabras… me dejaban sin aliento, totalmente rendida ante el.
—Descansa mi Luna— Dijo pegando su frente a la mía — Mañana será un día largo.
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