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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 97

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  4. Capítulo 97 - 97 Bajo la Bendición y la Ruina
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97: Bajo la Bendición y la Ruina 97: Bajo la Bendición y la Ruina Desperté antes de que los primeros rayos del sol rozaran las montañas.

El silencio de la habitación no era el habitual.

Era denso, expectante… como si las paredes mismas contuvieran el aliento.

No era tranquilidad.

Era un eco contenido de algo que estaba por romperse.

Me incorporé con lentitud, dejando que las sábanas de lino se deslizaran como agua por mi piel.

El suelo de mármol recibió mis pies descalzos con una mordida helada, obligándome a moverme con cuidado.

Hoy era el día de la boda de Luna.

Y aunque no conocía mucho de las antiguas tradiciones de apareamiento entre lobos, Luna me había nombrado su dama de honor.

No por deber.

No por política.

No solo por ser la hermana menor de Damián.

Lo hizo porque nos hicimos amigas, esa chica osca de cabello rosado que un día jure jamás seriamos amigas y ahora, seriamos hermanas.

El destino a veces nos jugaba un poco sucio.

A mi lado, Lucian dormía profundamente.

El monstruo, el Alfa, el enemigo… y sin embargo, la única persona que aprecia conocerme mejor que nadie.

En el sueño, su rostro parecía más joven.

Casi vulnerable.

Nada de su ceño fruncido o de esa arrogancia esculpida con fuego.

Solo pestañas largas sobre mejillas pálidas y un cabello oscuro rebelde que caía sobre su frente.

Me incliné sin pensar y aparté ese mechón con la yema de los dedos.

El contacto fue fugaz… pero suficiente para recordarme que, de algún modo, me pertenecía.

Mi esposo.

Mi enemigo.

Mi Alfa.

Me alejé de la cama en silencio, sin querer despertar a la tormenta aún.

No estaba de humor para sus miradas gélidas ni sus silencios cargados de significado.

Me vestí con rapidez.

Elegí una bata ligera de gasa marfil que flotaba tras de mí como humo.

Trencé mi cabello con precisión, dejando libre solo un mechón obstinado que nunca lograba domar.

Luego tomé una pequeña caja de terciopelo del tocador.

En su interior, los pendientes de madreperla que Luna había admirado tantas veces.

Pequeños, elegantes… perfectos.

El pasillo estaba en penumbra.

Las antorchas parpadeaban tímidamente, proyectando sombras suaves sobre los muros de piedra.

Algunos guardias somnolientos se irguieron al verme pasar, pero no dije nada.

No quería hablar.

No sabía si ellos me veían como enemiga o aun como la hija del Alfa; aunque, realmente no quería descubrirlo.

La habitación de Luna estaba en la torre este.

Golpeé suavemente tres veces.

Nada.

Entonces, la puerta se abrió lentamente desde dentro.

—Eliza —susurró Luna.

Ya estaba despierta, vestida con una bata de seda blanca que abrazaba su figura con delicadeza.

Su piel parecía aún más pálida, como si la luz de la luna la siguiera envolviendo incluso con el sol a punto de salir.

Su mirada era serena… pero sus manos temblaban.

—¿Puedo entrar?

—Pregunté con suavidad.

Ella ascendió.

Sonreía.

Y era una sonrisa luminosa, tímida, de esas que solo florecen cuando el corazón está demasiado lleno.

Adentro, el aire estaba impregnado de aroma a flores blancas: jazmín, lirios y una nota dulce de canela.

Todo parecía flotante, onírico.

Las otras dos damas de honor —amigas de la infancia que apenas conocían— charlaban en voz baja mientras organizaban velos, tocados y pequeños frascos de perfume sobre la cama cubierta de lino blanco.

Sin pasar por alto dirigirme miradas de curiosidad en cada tanto, me preguntaba que pasaba por sus cabezas.

Sus miradas no me dijeron nada, solo denotaban mucha curiosidad.

Trate de alejar mi mente de eso, este era el día de Luna y no de mis locas teorías.

— ¿Cómo te sientes?

—pregunté, acercándome.

Luna inspiró hondo.

—Como si estuviera caminando sobre la cuerda más delgada del mundo… pero no quiero bajarme de ella.

Me sonoro de nuevo.

Era una sonrisa temblorosa, pero firme.

Se sentó frente al espejo, y yo me acomodé a su lado, abriendo la cajita de terciopelo.

—¿Recuerdas estos?

—le mostré los pendientes.

Sus ojos se iluminaron.

Casi brillaron.

—¿Son para mí?

—Siempre supe que serían tuyos —respondí, sujetando uno y llevándolo a su oreja—.

Desde la vez que dijiste que parecían lágrimas de luna.

—Lo decía en serio —susurró ella—.

Son los más hermosos que he visto.

Pasaron unos minutos en silencio.

Sus amigas salieron discretamente, dejándonos solas.

Lo que agradecí encarecidamente.

Luna clavó la mirada en su reflejo, pero luego bajó la vista, hacia sus propias manos.

Todavía temblaban, apenas.

—Eliza… —murmuró, sin mirarme—.

¿Sabes una cosa?

Siempre soñé con este día.

Siempre.

Me quedé quieta.

—No por el vestido, ni por la música, ni por las flores —continuó—.

Ni siquiera por el ritual.

Soñaba con él.

Con Damián.

Sus palabras se quebraron suavemente, como un cristal que se resquebraja, no por la violencia, sino por la emoción.

—Lo amé desde siempre.

Incluso cuando parecía imposible, cuando me dolía.

Él no lo sabía, claro… ni tú.

Pero siempre lo esperé, incluso cuando creí que lo había perdido, cuando él no podía mirarme sin ver solo una sombra de su deber.

Su voz tembló.

Pero sus ojos no.

—Y hoy… hoy por fin… —Luna inspiró profundamente, con los ojos brillando por la emoción contenida—.

Hoy por fin no tengo que esconderlo.

Hoy puedo amarlo frente a todos.

Porque él también me ama.

Porque me elegí.

Porque la Diosa Luna sabe que somos el uno para el otro.

Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, pero no la limpió.

Dejó que hablara por ella.

—Gracias por estar aquí, Eliza.

Por acompañarme.

Ahora que te convertirás en mi hermana.

Me acerqué a ella y la abracé con fuerza, con sinceridad.

—Y tú eres mía —le respondí con una sonrisa suave—.

Mi hermana.

Por elección.

Por destino…

por Damián.

Una risa nerviosa se escapó de sus labios, y sus mejillas se tiñeron de rojo.

Luna ya no era la chica mala de meses atrás.

Se había transformado.

La Luna la había visto crecer, como lo predijo la bruja de la manada.

Su destino estaba escrito: sería la futura Luna de Sangre de Hierro.

Una Luna perfecta.

Pasamos las siguientes horas entre telas, risas apagadas y rituales.

Ayudé a peinar su largo cabello oscuro, adornándolo con hilos de plata que brillaban como estrellas atrapadas en su melena.

Sostuve su vestido mientras lo deslizábamos por su cuerpo con cuidado, como si vistiéramos a una diosa con su armadura.

El encaje abrazaba su figura con una elegancia casi mística.

— ¿Estás lista?

—le preguntó cuando aseguramos la última hebilla en su espalda.

Ella no respondió de inmediato.

Solo se contempla en el espejo, con la respiración contenida.

Sus labios se curvaron en una sonrisa perfecta.

Su reflejo era irrenunciable.

Etéreo.

Pero sus ojos…

sus ojos estaban lejos.

—Estoy… como debo estar —dijo al fin, sin apartar la vista de sí misma.

No hubo tiempo para más.

Un sirviente entró con paso medido para anunciarnos que el altar ya estaba preparado.

La ceremonia ancestral iba a comenzar.

El pasillo principal había sido cubierto con flores frescas de tonos carmesí, hilos de seda bordados en estandartes blancos, y faroles encantados que flotaban en el aire, derramando luz cálida sobre cada rincón.

Todo el territorio Sangre de Hierro se había vestido de blanco y rojo.

Como un corazón latiendo entre las cenizas de antiguas guerras.

Mientras Luna era conducida al salón, yo regresé a mi habitación con el pulso acelerado.

Al abrir la puerta, me detuve por un instante.

Lucian ya estaba casi listo.

Vestía completamente de negro: un traje de cortes precisos y telas nobles, elegante sin ser tradicional.

El saco entallado realzaba sus hombros anchos y caía con una perfección medida sobre su figura.

Llevaba una corbata roja sangre, de seda, con finas líneas diagonales bordadas en hilo negro apenas perceptible, como un susurro entre sombras.

Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con descuido intencionado, y sus ojos, esos ojos como tormentas nocturnas, se cruzaron con los míos por un instante.

No dijo nada.

Solo me miró.

Como si ya supiera cómo me sentía.

Elegí mi vestido con las manos heladas.

Negro.

Tan negro como me sentí desde que Lucian me marcó frente a todos.

Era largo, de terciopelo suave, ceñido en la cintura como si conociera cada curva de mi cuerpo, cruzado al cuello en una línea diagonal que dejaba un hombro al descubierto.

Una abertura alta subía por una pierna, revelando la piel con cada paso.

La tela era como una sombra hecha carne.

Elegante, oscuro, provocador.

No había espacio para lo inocente esta noche.

Me reconocí el cabello en una trenza alta, firme, adornada con hilos dorados.

Cada nudo apretado contra mi nuca se sentía como un juramento sellado.

Como si con cada giro atrapara un secreto, una rabia contenida, una promesa aún no dicha.

Lucian me observó en silencio mientras daba los últimos toques a mi atuendo.

Su mirada no era la de un amante… sino la de un depredador paciente.

—Estás lista —dijo al fin, sin preguntarlo.

Como si mi vestido fuera una declaración de guerra.

Asentí sin palabras.

Caminamos juntos en dirección al salón principal, sin tocarnos, pero unidos por algo más oscuro e invisible que cualquier contacto físico.

Nuestros pasos resonaban en los pasillos de piedra con ecos ceremoniales.

Cada sirviente que cruzábamos se hacía a un lado, bajando la mirada, como si presenciar nuestra presencia fuera un acto prohibido.

Otros, más valientes, nos seguían con ojos tensos, inquisitivos… como si ya intuyeran que algo sagrado estaba a punto de romperse.

Las grandes puertas del salón principal estaban abiertas de par en par.

Un murmullo reverente se alzó al vernos cruzar el umbral.

Al fondo, bajo el dosel ceremonial, Damián ya esperaba.

Vestía con armadura ligera ceremonial: un traje oscuro con detalles en plata bruñida, sobrio pero imponente, digno del futuro Alfa.

Estaba de pie, con las manos firmes a los lados, el rostro sereno pero los ojos agitados.

No por el deber.

Por ella.

Luna.

A los lados del pasillo central, las sillas estaban alineadas con precisión impecable.

Los estandartes rojos y blancos colgaban de las columnas, ondeando suavemente con un conjuro perpetuo.

Candelabros flotantes suspendidos sobre nuestras cabezas derramaban luz dorada sobre las paredes de piedra, tratando de teñir de calidez un evento que olía más a ofrenda que a celebración.

Las damas se alinearon en la entrada.

Yo era la última.

Una a una comenzamos a caminar hacia el altar, portando arreglos de flores blancas y rojas en las manos, símbolo del equilibrio entre el deber y el deseo.

Vestían de marfil, simples y delicadas, como el prólogo de una hermosa historia de amor.

Cuando fue mi turno, la música comenzó.

Un cuarteto de cuerdas encantadas rompió el silencio con una melodía ancestral, solemne y hermosa, cargada de esperanza… y de algo más profundo.

Algo que solo aquellos con el alma marcada por la Luna podían percibir.

El eco de la ceremonia se volvió casi mágico.

Avancé con los hombros en alto, sintiendo cómo el terciopelo negro de mi vestido se deslizaba con peso y propósito.

La abertura en la pierna mostraba la piel con cada paso firme.

Sabía que muchas miradas se posaban sobre mí.

Curiosas.

Intrigadas.

Algunas con desaprobación, otras con una mezcla incómoda de admiración y recelo.

Pero solo una mirada me atravesó como una daga.

Luciano.

Estaba sentado cerca del altar, en la sección reservada para líderes de la Manada Hermanos de la Sombra.

Reclinado con elegancia despreocupada, los codos apoyados en los brazos del sillón tallado en ónix, la mirada fija en mí como si pudiera desnudarme solo con sus ojos.

Su traje negro lo envolvía como una sombra viva; la corbata roja, con finas líneas bordadas en negro, parecía un presagio.

Cada centímetro suyo era una amenaza vestida de realeza.

No irritante.

No parpadeó.

Solo me miró.

Como si cada paso mío fuera una provocación.

Al llegar al frente, tomé mi lugar entre las otras damas, sin volver a mirarlo, aunque su mirada seguía quemando la piel descubierta de mi espalda.

Y entonces, el silencio se volvió absoluto.

Todos los presentes giraron sus cuerpos hacia la entrada principal.

Y ella apareció.

Luna.

Vestida de blanco puro, su figura parecía no tocar el suelo.

Etérea.

Perfecta.

Irreal.

El vestido se arrastraba tras de sí como una neblina encantada, bordado con hilos de plata y cristales que atrapaban la luz dando un brillo extra especial.

Caminaba despacio, del brazo de mi padre, con una sonrisa que irradiaba algo más que felicidad: fe.

Fe en que esta unión era su destino.

En que Damián era su hogar.

Cuando llegaron al altar, mi padre, se detuvo.

Su puerta era digna, pero sus ojos —si se miraban con atención— llevaban un matiz extraño.

No era tristeza.

Era algo más hondo.

Como si entregara a Luna no solo al amor, sino al deber.

Como si presintiera que esta unión, bendecida por los ancestros, era también una renuncia.

Con, suavidad colocó la mano de Luna sobre la de Damián.

Sus dedos se entrelazaron con naturalidad.

Como si se hubieran buscado desde siempre.

Ronan se inclinó levemente hacia su hijo, rozando su mejilla con la suya en un gesto cargado de orgullo y despedida, y luego descendió los escalones para tomar su lugar entre los testigos de honor.

A su señal, el sacerdote supremo —vestido con una túnica escarlata bordada con símbolos lunares y runas antiguas— avanzó hacia el centro del altar.

—Hoy, ante los ojos de la Diosa Luna y bajo el legado de nuestros antepasados —comenzó, con voz profunda, cargada de poder antiguo—, unimos a dos almas destinadas a guiar a la Manada Sangre de Hierro.

Que sus lazos sean sagrados, que su unión fortalezca la tierra que pisan y el aire que respiran.

Y que su amor sea prueba viva de que incluso en tiempos de guerra… la paz puede florecer.

Mientras las palabras rituales flotaban en el aire, sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

No era miedo.

Era otra cosa.

Calorías.

Una caricia invisible.

No necesitaba mirar para saber de dónde venía.

Desde su asiento, Lucian seguía observándome.

Y las sombras, las suyas, comenzaban a moverse.

Eran sutiles.

Como hilos de humo oscuros que nadie más notaba.

Se deslizaban por las columnas, serpenteaban por el suelo de piedra, y una de ellas ya había alcanzado el dobladillo de mi vestido.

Lo roció como con tinta líquida, pero no lo ensució.

Solo lo tocó.

Como un dedo curioso.

Mi respiración se aceleró.

La sombra se alzó por mi pierna expuesta, jugando con la abertura del vestido, como si disfrutara del contraste entre el terciopelo y mi piel.

Me estremecí, tratando de no moverme.

Tratando de no perder el control.

Mis dedos se apretaron sobre el ramo que sostenía.

Como si sintiera mi lucha, la sombra se volvió más atrevida.

Se deslizó por el interior de mi muslo, lenta, caliente… provocadora.

No dolia.

No me asustaba.

Quemaba.

Como si Lucian me tocara desde lejos, como si su voluntad fuera una extensión viva y oscura que me recordaba a cada segundo que me pertenecía.

Mi corazón golpeaba con fuerza.

Lo miré.

Lucian no se había movido.

Ni una ceja alzada.

Ni una sonrisa.

Pero sus ojos…

sus ojos ardían.

Dorados, encendidos, profundamente impúdicos.

Me miraba como si supiera exactamente lo que estaba haciendo.

Como si cada parte de mí le respondiera sin importar lo que yo quisiera.

El sacerdote seguía hablando.

—…que la Diosa los bendiga con fecundidad, con lealtad, con la sabiduría de sus ancestros…

Yo ya no escuchaba.

Solo sentí.

El calor aumenta en mi interior.

La sombra que ahora rodeaba mi cintura, apenas rozándome como un amante invisible.

Como un recordatorio venenoso: No eres parte de esto.

Eres mía.

Quise moverme, soltar el ramo, escapar de su hechizo… pero no podía.

La ceremonia debía continuar.

Y mientras todos miraban a Luna y Damián, los verdaderos votos se estaban sellando en silencio, en las sombras, entre Lucian y yo.

…—Que así lo decreten los ancestros —proclamó el sacerdote, levantando las manos hacia el altar lunar tallado en piedra—.

Que la Luna los cobra con su luz.

Que el destino los bendiga.

Damián giró hacia Luna.

La tomó del rostro con ternura.

Sus dedos se hundieron suavemente en sus mejillas, como si tuviera miedo de quebrarla.

Y ella… ella solo sonreía.

Como si todo su universo se hubiera concentrado en ese instante.

Sus labios se encontraron.

El beso fue dulce.

Ceremonial.

Bendecido.

El salón entero contuvo el aliento.

Un murmullo de emoción cruzó entre los invitados.

Algunos aplaudieron, otros lloraron en silencio.

Y entonces ocurrió.

Un estruendo seco, lejano, rompió el aire como una grieta en la tierra.

Como un contenido rugido por siglos.

Todos se enmudecieron.

Sentí la sombra juguetona aferrase a mí con fuerza protectora.

Mientras el eco retumbaba por los muros de piedra como un llamado ancestral.

No era parte del ritual.

No era magia.

Fue una explosión.

Segundos después, otro estruendo.

Más cercano.

Más brutal.

Como una bomba estancando en algún punto del territorio.

La vibración alcanzó el suelo bajo nuestros pies.

Los candelabros flotantes parpadearon.

Algunos se apagaron.

El caos tardó un latido en llegar.

Los soldados de Sangre de Hierro se levantaron de inmediato, desenvainando espadas y activando conjuros de escudo.

Gritos apagados se oyeron desde el exterior del salón.

La tensión que hasta ahora había estado contenida bajo flores y votos ceremoniales se rompió como una presa desbordada.

Me giré con rapidez, pero no llegué a reaccionar.

Lucian ya estaba frente a mí.

Apareció como una sombra que decide volverse cuerpo.

Su brazo me envolvió por la cintura con fuerza, posesivo, protector.

Sus ojos estaban encendidos, no con deseo esta vez encendido… sino con alerta.

—Te tengo —murmuró, con una voz rasposa, baja, casi salvaje—.

No te me separas.

Y entonces, un último estruendo.

Esta vez, dentro del propio salón.

La onda expansiva nos alcanzó como un golpe de aire caliente.

Vidrios estallaron.

El altar tembló.

Parte de la estructura se resquebrajó en lo alto, haciendo caer fragmentos de piedra y polvo mágico.

La ceremonia ancestral se convirtió en un campo de guerra en menos de un segundo.

Vi a Damián cubre a Luna con su cuerpo.

Vi a mi padre gritar órdenes.

Vi espadas desenvainarse, conjuros encenderse, portales activarse.

¿Y tú…?

Yo solo podía sentir el cuerpo de Lucian contra el mío, firme, caliente, temblando de poder contenido.

—Esto no fue un accidente —gruñó junto a mi oído—.

Fue una declaración.

Una nueva guerra…

acababa de comenzar.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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