Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 99
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- Capítulo 99 - 99 El Amanecer de los Caídos
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99: El Amanecer de los Caídos 99: El Amanecer de los Caídos El amanecer llegó sin gloria.
El cielo, cubierto de nubes pesadas como velos de luto, apenas dejaba pasar la luz del sol.
Todo estaba tratado de un gris profundo, como si el mundo se negara a brillar en un día como aquel.
Me encontré en la cama, con la melancolía aplastándome contra las sábanas de seda.
El aire estaba frío, como detenido en el tiempo.
Hasta los pájaros se negaban a romper el silencio que se extendía por toda la zona.
A través del ventanal empañado por la humedad de la madrugada, distinguía el contorno de los jardines, antes llenos de vida, ahora marchitos por la tormenta que azotó la noche anterior.
La misma tormenta que pareció llorar con ellos la muerte de mi padre, era como si todo el territorio estuviera de luto.
Como si los mismos animales pudieran darse cuenta de que el Alfa se había ido.
Cerca de la madrugada trato de dormir, pero mis pensamientos no me dejaban, no hacía mucho había aparecido en mi vida Ronan, quien resulto ser mi padre.
Mi corazón en ese momento había estado en dolor por todo el tiempo que habíamos desperdiciado.
Y ahora simplemente el ya no estaba.
Me encontraba en posición fetal, envuelta en las mantas, como si ellas pudieran protegerme del mundo exterior, de los horrores que en su momento mi padre me advirtió.
Escuchaba cada sonido de manera tan viva.
El crujir de las maderas del techo.
El lento goteo de la lluvia que aún resbalaba por las canaletas.
Y los pasos de Lucian al alejarse.
El había salido temprano, silencioso pero presente.
Había permanecido toda la noche a mi lado, aunque sin tocarme.
No dijo nada.
Solo estuvo a mi lado, compartiendo mi dolor, cargando la pena del duelo.
Al amanecer, sin decir palabra, salió a correr por los terrenos húmedos, como si necesitara despejar la rabita que trata de robar de mí.
Mi intención era quedarme en cama todo el día de ser posible, pero no fue posible; la puerta se abrió con suavidad, mientras escuchaba como murmullos suaves comenzaban a inundar la habitación.
—Señorita… —murmuró una voz femenina, suave, pero dejando claro que no era una pregunta—.
El día ha comenzado.
No dije nada, no podía creer que no respetaran el duelo del castillo… mi duelo.
Una de ellas se acerco a la cama y pude escuchar como dejaba una bandeja en mi mesita de noche, podía oler el té caliente y las galletas de chispas de chocolate que Margaret sabía que amaba.
Unas lagrimas se acumularon en mis ojos aun cerrados, me negaba a levantarme, cuando una de las insensatas corrió las cortinas dejando entrar una luz triste, provocada por el cielo que no dejaba de llorar por la pérdida de nuestro Alfa.
—El Alfa desea verla en su despacho, antes de la ceremonia —añadió una voz melodiosa y joven.
Esparto.
La palabra le perforó mi pecho.
Desde que había llegado a la manada, esa palabra significó una sola cosa mi padre.
Imponente, protector, fiero como el fuego, pero noble como el roble.
Y ahora…
ya no.
Ahora esa palabra tenía otro rostro.
Otra voz.
Damián.
Por fin abrí los ojos lentamente, no dije nada.
Las sirvientas me ayudaron a levantarme, en esta ocasión lo agradeci, no sentia la energía correindo por mi cuerpo, como si toda vitalidad se escapara de mi con cada movimiento.
Las mujeres ayudaron a lavarme el cabello, me tallaron y me llevaron de aceites, perfumes y flores de luna.
Tradicionales en días de funeral, según me había dicho.
Después del baño tibio, se encargaron de secar cada parte de mí, observe el vestido gris oscuro, de tela vaporosa que yacía en la cama.
Cuando lo deslizaron por mi cabeza la tela vaporosa que se ceñía a mi cintura como si también supiera que no era día de respirar con libertad.
Me reconocieron el cabello en un moño bajo, dejando un par de mechones sueltos a los lados de mi rostro pálido.
Me colocó un broche con el emblema de Sangre de Hierro en el pecho.
Y mientras una me limpiaba las uñas y la otra me ataba los zapatos, no dije nada.
Todo se sentía como una preparación para la muerte y el solo pensarlo me revolvía el estómago.
Un estremecimiento me recorrió cuando mencionóon nuevamente el despacho.
Algo dentro de mí, una chispa infantil, insensata, me atreví a soñar: ¿Y si me llamaban porque todo fue un error?
¿Y si…
papá seguía vivo?
Pero lo sabía.
Lo supe desde el momento en que el grito de la manada se alzó la noche anterior.
Desde que el cielo tembló.
Desde que Lucian me abrazó, por primera vez sin lujuria, solo con pesar.
Aun así, ese diminuto susurro de esperanza me empujó a levantarse.
Mientras avanzaba por los pasillos silenciosos hacia el despacho, el mundo parecía suspendido.
Cada paso era un eco sordo.
Las paredes, cubiertas de estandartes en señal de luto, parecían apretar el aire.
El aliento de los criados contenía lágrimas no derramadas.
Y al final del corredor, detrás de la puerta de roble que alguna vez custodiaba las decisiones más importantes de la manada, camine despacio y con mis las manos que apenas podía distinguir como mías, empuje la alta puerta de roble.
El despacho estaba impregnado de un olor a madera vieja y humo de chimenea, aunque el fuego aún no había sido encendido.
La triste luz que se filtraba por las ventanas le daba un toque lúgubre, justo como mi interior se sentía en ese momento.
Sobre el escritorio de roble, todavía se veían documentos que pertenecieron a mi padre, algunos abiertos, otros cerrados con un sello de cera.
Damián estaba de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, mirando hacia los campos que se extendían más allá de la fortaleza.
Su postura rígida no era solo de duelo… había algo más, podía asegurar que se sentía exactamente como yo me sentía.
Giró la cabeza lentamente, sus ojos cansados y rojos de vigilia.
Me observaré como si pesara cada palabra que iba a soltar.
—Gracias por venir—dijo al fin, su voz baja pero firme.
Asentí, aunque no respondí.
Caminé hasta el sillón frente a él y me senté con la espalda recta, cruzando las manos sobre mi regazo para mantener el control.
El silencio entre nosotros estaba cargado, como si hubiera un mar invisible separándonos.
Damián suspir y se apoyó contra el borde del escritorio.
El gesto lo hizo parecer mayor, desgastado, y recordé que también el había perdido un padre, que para el era más duro ya que había crecido con él.
Ese solo pensamiento solo logro que mi corazón se apretara y unas lagrimas amenazaran con salir de mis ojos.
Gire mi vista un momento, tratando de calmar mi corazón y la opresión que siento sobre él.
—No tenemos tiempo para rodeos.
Quiero que mantengas los ojos abiertos.
Hay movimientos extraños en la frontera norte.
Frunci el ceño, mientras mi mirada giraba nuevamente a mi hermano.
—¿Extraños cómo?
Él sostuvo mi mirada con seriedad, y ya sabía que no me iba a gustar lo que diría.
—Creo que la manada de los Hermanos de la Sombra está detrás de esto.
Y no me fio del todo de Lucian.
El aire se me atascó en los pulmones.
—¿De Lucian?
—repetí, casi con indignación—.
Él estuvo conmigo toda la noche… protegiéndome.
¿Cómo puedes siquiera insinuar que…?
Mi voz tembló, pero lo oculté tras la dureza de mi tono.
Damián apretó la mandíbula.
—No se trata de lo que hace contigo.
Se trata de lo que puede estar planeando a nuestras espaldas.
Ahora que padre está muerto, cualquiera podría aprovecharse de la vulnerabilidad, sabes perfectamente que nunca he confiado en esa fachada de hombre de paz.
Recorde cada momento en el que Damian me había pedido que me alejara de el, en las propias experiancias que había vivido los últimos días junto a Lucian, en el miedo que aveces me provocaba su silencio.
Como si su mente fuera una máquina de engranajes que no se detuviera en ningún momento.
Pero era mi compañero, mi Alfa, mi esposo… ¿acaso mi lealtan había cambiado de manada?
—Yo… no creo que el este detrás de esto — Me las arregle para decir casi en un susurro.
Mi corazón latía con fuerza, pum, pum, pum, como si gritara mi verdad con cada latido.
El golpe resonó seco cuando Damián estrelló la palma contra la mesa.
No fue violento, pero sí lo suficiente para romper mi defensa.
—¿Tu crees?
¡Vi muerto al hombre que me enseño todo lo que se, me lo arrebataron y tu solo dices no creo!
La sala quedó en silencio, salvo por nuestras respiraciones aceleradas.
Yo apreté los labios, luchando contra las lágrimas que amenazaban con escapar.
No quería llorar.
No quería mostrar la grieta que me estaba partiendo en dos.
Lo que nos estaba separando no era Lucian.
Era el miedo.
El miedo de Damián a perder a alguien más, y el mío de confesar todo lo que había estado pasando en realidad con Lucian.
Pero no quería que se iniciaran guerras por mi culpa.
Él cerró los ojos un instante y, cuando volvió a hablar, su voz fue más suave.
—No te pido que lo odies.
Solo… mantente atenta.
Por papá.
Bajé la cabeza en señal de acuerdo, aunque dentro de mí ardía una negación sorda.
No quería sospechar de Lucian.
No podía.
Amaba al hombre que había estado a mi lado entre sombras y fuego, y aunque el mundo lo señalara como enemigo, yo sabía lo que había visto en sus ojos la promesa de protegerme.
El crujido de la puerta abriéndose cortó el momento.
Caleb entró sin anunciarse, vestido de negro de pies a cabeza, con el emblema plateado de la manada brillando en su pecho recién bordado.
El movimiento de su reverencia me resultó extraño, incómodo.
Era un gesto formal, rígido, impropio de quien siempre había sido tan cercano a mi hermano.
No era Caleb el amigo de infancia, ni el aprendiz de mi padre.
Era Caleb, Beta de la manada Sangre de Hierro, inclinado ante su Alfa.
Ante mi hermano.
Un silencio se formó como una sombra en la sala.
Damián lo observó en silencio, y Caleb esperó a que se le concediera la palabra antes de enderezarse.
Sus ojos, antes tan cálidos, parecían endurecidos por la carga de su nuevo puesto.
—Mi Alfa —dijo con voz grave, profunda—, traigo lo que encontramos entre las ruinas de los círculos de protección.
Avanzó hasta el escritorio y colocó con cuidado un pequeño saco de cuero oscuro.
Al abrirlo, el aire se impregna con un olor metálico, denso, como hierro quemado mezclado con ceniza antigua.
Dentro, unas piezas negras, fragmentos tallados en piedra y metal, emitían un brillo apagado.
No parecían inofensivas: pulsaban, como si guardaran un corazón latente.
Sentí un escalofrío recorrerme la piel.
—Estaban enterradas bajo los símbolos de protección —explicó Caleb—.
Piezas cargadas de magia antigua.
Fueron usadas para romper los conjuros de defensa.
Rastros de energía de cazadores.
Damián frunció el ceño, inclinándose hacia adelante.
—¿Cazadores?
Aquí… dentro de nuestras tierras.
-Si.
Y no cualquier clase de cazadores —continuó Caleb—.
Esta magia no se ve desde hace generaciones.
Alguien les dio acceso, alguien les mostró cómo cruzar nuestras barreras.
La protección fue violada desde adentro.
Mis manos se apretaron con fuerza sobre mi regazo, luchando por mantener la compostura.
La voz de Caleb se sintió como una sentencia.
“Desde adentro”.
Las palabras resonaron en mi cabeza como un eco maldito.
Damián me miró de reojo, como si quisiera comprobar mi reacción.
Yo bajé la vista al suelo, tratando de controlar el temblor en mis dedos.
No quería que nadie, y mucho menos mi hermano, leyera lo que mi corazón gritaba en secreto: que confiaba en Lucian.
Que lo amaba.
Que no podía creer que él estuviera detrás de aquello, aunque todo a mi alrededor me empujara a dudar.
Caleb esperó en silencio, erguido como la sombra leal que debía ser ahora.
No cuestionó.
No opinó.
Solo entregué las pruebas.
Pero yo lo conocía lo suficiente como para notar en su mandíbula tensa que él también tenía sospechas.
El despacho se llenó de una tensión densa, sofocante, como si las mismas paredes escucharan.
Y yo, solo quería despertar de esta pesadilla.
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