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En Algún Lugar en Limbo - Capítulo 5

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5: Capitulo 5 – Confrontación parte 2 5: Capitulo 5 – Confrontación parte 2 El silencio era sofocante, solo interrumpido por el roce áspero de las botas de Malica sobre el metal oxidado del suelo.

Frente a ella, Veyrion se erguía con calma, como una sombra flotante, su túnica desgarrada oscilando en el aire pesado.

No había hostilidad en sus gestos, pero la tensión se podía palpar, como un nudo invisible que envolvía la sala.

—¿Un fantasma?

—preguntó Malica finalmente, con los ojos entrecerrados, aunque en sus labios aún quedaba la marca de una sonrisa burlona.

Veyrion inclinó levemente la cabeza, como si reflexionara.

Sus manos huesudas se posaron sobre el libro que flotaba a su lado.

—Lo que hago siempre —respondió con voz grave, áspera como viento helado—.

Recrear, comprender, diseccionar lo que no tiene explicación.

Malica no dijo nada más.

Solo lo observó en silencio, expectante, hasta que de repente el Veyrion abrió su libro con un chasquido seco.

El aire se estremeció.

Símbolos oscuros destellaron en el aire, como si un velo invisible estuviera siendo rasgado.

Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, un estruendo estremeció toda la sala.

¡¡BOOOM!!

Dos bloques de acero cayeron desde el techo con brutalidad, aplastando el cuerpo de Veyrion contra el suelo.

El impacto levantó polvo y chispas metálicas.

Durante unos segundos no se escuchó nada, salvo el eco del golpe.

Cuando la polvareda se disipó, solo quedó visible el libro, flotando intacto, abierto en medio del desastre.

Malica alzó el rostro y comenzó a reír.

Una carcajada chillona, aguda, cargada de crueldad.

—¡HAHA!

¡HAHAHAHAHA!

—rio más fuerte, sus hombros sacudiéndose—.

Patético.

La risa se prolongó, rebotando en las paredes metálicas, hasta que un escalofrío recorrió su espalda.

Una mano se posó sobre su cabeza.

Era fría, dura, imposible de apartar.

Los ojos de Malica se abrieron de par en par.

Giró lentamente el cuello y lo vio.

Veyrion estaba detrás de ella, indemne, con los mismos ojos brillando como brasas verdes en la penumbra.

—Tus movimientos son rápidos —dijo en un susurro, su voz impregnada de un eco antinatural—.

Pero no es la primera vez que muero.

El humo espectral comenzó a brotar de su mano, recorriendo la piel de Malica como hilos de sombra.

—Aquí en Limbo… —continuó, acercando su rostro al suyo— …morir no significa lo mismo que en mi mundo.

La muerte aquí… es solo un hábito más, es tan fascinante.

Los ojos del Veyrion se iluminaron con intensidad.

De sus pupilas brotó un resplandor verdoso que atravesó la penumbra como cuchillas.

El humo negro se espesó, reptando por el aire, penetrando en los oídos y la boca de Malica.

Ella comenzó a forcejear con violencia, gruñendo como una bestia atrapada.

—¡¡Suéltame!!

¡¡AAHA!!

El humo entraba cada vez más profundo, y de su garganta estalló un grito desgarrador, un alarido que hizo vibrar la sala entera.

El gigante que la acompañaba, conectado a ella como si compartieran un mismo pulso, rugió al unísono, su voz atronadora sacudiendo los cimientos.

Veyrion no se inmutó.

Sujeta firme, ojos encendidos, dejó que las sombras invadieran la mente de la maníaca.

Desde las alturas, alguien observaba.

Una figura solitaria, de pie sobre una cornisa de metal corroído, apenas iluminada por la luz rojiza de las lámparas industriales.

Llevaba una larga gabardina oscura, gastada por el polvo.

Su sombrero, ladeado, le ocultaba parte del rostro, pero varios mechones de gruesas rastas escapaban en desorden.

Sus párpados caídos y la expresión cansada le daban un aire de eterno insomnio.

Era una mujer.

Su piel oscura brillaba bajo la luz como obsidiana pulida.

Entre los labios sostenía un cigarrillo apagado, como si la acción de encenderlo fuera una pérdida de tiempo.

La mujer observaba con atención, y su voz, ronca y monótona, rompió el silencio: —Querer meterse en la mente de esa maníaca… —murmuró con desdén— …es la peor tortura que alguien podría desear.

Apretó los labios y suspiró, como si en el fondo sintiera lástima por aquel Lich, aunque sus ojos no mostraban compasión alguna.

Mientras tanto, Veyrion se hundía.

El humo lo envolvió por completo hasta arrastrarlo hacia un vacío oscuro.

Cuando abrió los ojos, ya no estaba en la sala metálica.

Cayó con violencia sobre una montaña de chatarra y desechos oxidados.

A su alrededor, se extendía un paisaje grotesco: torres de basura, engranajes corroídos, cuchillas rotas y restos metálicos que parecían haberse fundido en una ciudad de ruinas.

El aire olía a herrumbre y descomposición.

El Lich se incorporó lentamente, su túnica cubierta de polvo.

—¿Así es tu mente…?

—murmuró con un dejo de fascinación—.

Un vertedero.

Entonces la vio.

Al frente, entre montículos de metal, había una figura.

Una niña de piel pálida como la cera, con cabello rojo que caía en hebras desordenadas hasta sus hombros.

Sus pies descalzos no dejaban huella en el suelo contaminado.

La pequeña lo observaba con una sonrisa inquietante, demasiado amplia, demasiado artificial.

Los ojos de Veyrion se abrieron con sorpresa.

—En todos mis años estudiando la mente y el alma… —dijo en voz baja, casi para sí mismo— …nunca antes había visto algo como esto.

La niña ladeó la cabeza, y su risa infantil resonó en el vertedero como campanas rotas.

El Lich, por primera vez en mucho tiempo, sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—────────────◇────────────— El viento en el desierto se había detenido como si quisiera presenciar aquel choque.

Kaelis y Orlok estaban frente a frente, dos figuras tan opuestas que parecía imposible que compartieran el mismo mundo.

La arena se agitaba a su alrededor como si presintiera la violencia que estaba por desatarse.

Orlok sonrió de lado, dejando ver la maraña de metal incrustado en su piel.

Sus ojos brillaban con una intensidad casi enfermiza.

–Tienes fuerza, lo admito –dijo, rompiendo el silencio–.

Puedo verlo en tu postura, en tu respiración.

Pero también noto otra cosa…

–ladeó la cabeza– eres nueva aquí, una novata más perdida en este infierno, al que gusta llamar hogar.

El rostro de Kaelis se endureció, sus manos apretaron con más fuerza la empuñadura de su espada.

No respondió.

Orlok continuó con un tono burlón: –Y además… siento algo en ti.

El toque de un dios.

–Su sonrisa se ensanchó, mostrando desprecio–.

Pero seguro es un dios patético, una basura que no vale nada en este lugar.

El corazón de Kaelis ardió de rabia, sus labios temblaron, pero aún se contuvo.

Cerró los ojos un instante y respiró, buscando palabras.

Cuando habló, su voz fue baja, pero cargada de ira contenida: –Desde que llegué aquí… todo es un sinsentido.

Todo me ha sido arrebatado…

¡Todo!.

–Lo miró con un brillo feroz–.

No sé si este mundo es un castigo o una prueba ¡Pero tú…!

–dio un paso adelante–.

Tú serás mi enemigo eterno.

El insulto hacia su diosa era la gota que colmaba la copa.

Kaelis apretó los dientes y gritó con furia: –Si no puedo matarte… ¡te haré sufrir hasta que lo implores!

Con un rugido, se lanzó hacia adelante.

Su espada sagrada brilló con un resplandor casi cegador al chocar contra el cuerpo de Orlok.

El guerrero no se movió ni un centímetro.

La hoja chocó contra una superficie metálica: la armadura que no era armadura, sino parte de su propia piel.

El sonido metálico retumbó, y Orlok estalló en carcajadas.

–¡Maravilloso!

¡Absolutamente maravilloso!

–gritó.

De sus hombros comenzaron a brotar chispas eléctricas que recorrían su cuerpo como serpientes luminosas.

Sujetó la cabeza de Kaelis con una mano y la lanzó contra el suelo con un estruendo.

–¡Vamos!

¡Enséñame ese calor!

–vociferó mientras levantaba su pie para aplastarle el cráneo.

Kaelis rodó justo a tiempo, levantándose con rapidez.

Apenas pudo recuperar la postura cuando vio descender el enorme hacha de Orlok, envuelta en un crepitar eléctrico.

Instintivamente levantó su espada para bloquear.

El choque fue brutal.

La vibración recorrió sus brazos hasta adormecerlos, y el zumbido eléctrico quemó su piel al contacto.

Una descarga recorrió su cuerpo, arrancándole un grito ahogado.

–¡Vamos resiste!

¡Resiste!– rió Orlok, descargando un nuevo golpe.

Kaelis apenas pudo detenerlo, la hoja de su espada rechinaba y sus músculos ardían con cada choque.

El hacha bajó una y otra vez, como si el guerrero quisiera aplastarla en pedazos.

Cada impacto levantaba chispas, y el calor quemaba la piel de Kaelis, dejando marcas negras en sus brazos.

Sus rodillas cedieron.

Una cayó sobre la arena, y aun así sostuvo su espada frente a ella como último escudo.

La electricidad la recorría, haciendo que cada músculo se rebelara contra ella.

–Mírate… –murmuró Orlok, con una sonrisa salvaje–.

Aferrándote a una fe inútil.

¿Dónde está tu dios ahora?

Y entonces, el golpe final descendió, mientras gritaba.

—¡Esto es Limbo!

El acero bendecido de la espada de Kaelis se partió en dos con un sonido seco y cruel.

La hoja sagrada cayó a la arena, inútil, mientras un silencio sofocante envolvía a Kaelis.

Su respiración se quebró.

Su corazón se hundió en un abismo de desesperación.

–No… –susurró, incapaz de creer lo que veía–.

No puede ser… La espada que había jurado protegerla, el regalo divino, se había roto.

Todo su mundo se resquebrajó junto con ella.

El hacha de Orlok se alzó una vez más, con electricidad crepitando salvaje alrededor de su filo.

Kaelis cerró los ojos, resignada a un destino inevitable.

El golpe descendió.

Un estruendo sacudió la arena, seco y devastador, haciendo eco en el silencio del desierto.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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