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Entre el fuego y la distancia - Capítulo 27

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  4. Capítulo 27 - 27 CAPÍTULO 27 — LA MESA DONDE NADIE ESTÁ REALMENTE INVITADO
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27: CAPÍTULO 27 — LA MESA DONDE NADIE ESTÁ REALMENTE INVITADO 27: CAPÍTULO 27 — LA MESA DONDE NADIE ESTÁ REALMENTE INVITADO Marcos siempre había cuidado su imagen.

Trajes impecables, relojes discretos pero caros, autos limpios, corbatas que jamás colgaban chuecas.

La apariencia era parte del negocio: confianza, estabilidad, “este hombre sabe lo que hace”.

Esa noche, la corbata le quedó un poco más apretada de lo normal.

Se la aflojó una vez.

Dos.

Tres.

No sirvió de nada.

Claudia lo esperaba en la entrada del hotel donde había sido citada la reunión.

Vestido oscuro, abrigo ligero sobre los hombros, cabello recogido con una precisión casi quirúrgica.

Desde afuera, podrían parecer una pareja más, lista para una cena de trabajo.

Desde adentro, eran dos personas en la mira.

—Llegás tarde —dijo ella, sin sonrisa.

—Estoy aquí, que ya es más de lo que me pediste hace unos años —respondió él, con un intento de ironía.

Claudia no mordió el anzuelo.

—¿Traes lo que te pidieron?

—preguntó.

Marcos señaló el portafolio.

—Polaris, balances, nombres —enumeró—.

Lo que quieren escuchar.

No todo lo que hay.

—Esperemos que no noten la diferencia —comentó ella.

Él la miró de reojo.

—¿Vos sí mandaste todo lo que te pidieron?

—devolvió la pregunta.

Claudia apretó el clutch entre los dedos.

—Mandé lo suficiente para que sigan pensando que me pueden usar —respondió—.

No lo suficiente para que olviden que también los he visto sangrar.

Intercambiaron una mirada breve.

Había historia ahí.

Dolida.

Sin resolver.

Pero no había tiempo para eso.

Entraron.

El escenario perfecto para algo profundamente sucio El salón privado estaba en el último piso del hotel.

No era un sótano ni un callejón oscuro, como en las películas.

Era un comedor elegante, con vista a la ciudad, copas de cristal, una mesa larga y poca gente.

Eso siempre ponía más nervioso a Marcos.

Dos hombres los esperaban.

Uno de ellos era el mismo del hospital: traje perfecto, expresión neutra, ojos que lo registraban todo.

El otro era más bajo, con sonrisa fácil y aire casi amistoso.

Casi.

—Marcos, Claudia —saludó el de traje, estrechando manos—.

Gracias por venir.

Sabemos que sus agendas son… complicadas.

—Cuando ustedes llaman, uno no tiene agenda —respondió Claudia, sin adornos.

El hombre sonrió apenas.

—Nos halaga que lo entiendan así —dijo—.

Siéntense.

Lo hicieron.

Había cuatro puestos.

Solo usaron tres.

Marcos se preguntó, con un hilo de inquietud, para quién era la cuarta silla.

El hombre del traje habló: —Vamos a ser claros.

Polaris se está volviendo un proyecto demasiado visible.

Demasiadas cámaras.

Demasiada prensa.

Eso puede ser bueno… o malo.

Marcos asintió.

—Es una inversión importante —admitió—.

Pero sigue dentro de los márgenes previstos.

—Para ustedes —corrigió el otro hombre, el de sonrisa fácil—.

Para nosotros, lo importante no es el margen.

Es la puerta que abre.

Claudia lo miró.

—La puerta a qué —preguntó.

El del traje apoyó las manos en la mesa.

—A normalizar ciertos flujos —respondió—.

Ciertos movimientos de capital que ahora están bajo lupa por… incidentes pasados.

No dijeron “incendio”.

No hacía falta.

—Y ahí es donde entran ustedes —añadió—.

Uno, como fachada limpia.

Otra, como cabeza financiera que sabe dónde no mirar.

Hasta ahora, han cumplido.

Casi siempre.

La palabra “casi” se quedó flotando.

Marcos sintió el golpe.

—¿Qué les preocupa?

—preguntó, cuidando el tono.

El de sonrisa dejó caer un folder sobre la mesa.

—Esto, por ejemplo.

Dentro, había fotos impresas.

Una de Marcos con Valeria en un café.

Otra de Claudia saliendo del edificio de Polaris con Isabella a su lado.

Otra más de Brandon, entrando al hospital.

Y una de Luna, sirviendo café en el lugar donde alguna vez Diego la había observado sin saber que se cruzarían después.

Todo estaba conectado.

Ellos se encargaban de que lo estuviera.

—Están rodeándose de gente que nos interesa —dijo el de traje, tranquilo—.

Algunos de ellos, piezas útiles.

Otros, piezas… ruidosas.

Claudia sostuvo la mirada.

—No puedo controlar con quién almuerza cada persona que trabaja conmigo —dijo—.

Si quisieran eso tendrían que ponerle un guardia a cada mesa de la ciudad.

—No necesitamos tantos guardias —respondió el hombre—.

Nos basta con pocos… y con gente que entienda que cuando pedimos algo, lo pedimos completo.

Sus ojos se clavaron en Marcos.

—Hoy —continuó— queremos algo sencillo: garantías.

Marcos tragó saliva.

—¿Qué tipo de garantías?

El de sonrisa se inclinó hacia adelante.

—De que, cuando esto explote hacia afuera, no va a salpicarnos donde duele —dijo—.

Necesitamos nombres de quienes pueden convertirse en problema… para tomar decisiones a tiempo.

Claudia habló antes que Marcos.

—Ya les mandé informes —dijo—.

Tienen organigramas, listas de socios, filtros.

—Queremos más que organigramas —la cortó el de traje—.

Queremos opinión.

O, si lo prefieren… queremos que nos digan quiénes son prescindibles.

La palabra cayó como una cuchilla.

Marcos sintió un frío en el vientre.

Valeria.

Isabella.

Los nombres se le cruzaron sin que él los buscara.

El del traje alzó la ceja.

—Por ejemplo —continuó—, esa consultora de comunicación, Valeria… ¿está tan comprometida con el proyecto como contigo?

¿O todavía cree que tiene opción de salirse limpia?

Marcos apretó la mandíbula.

—No es un problema —respondió.

—No respondí si es problema o no —lo corrigió el hombre—.

Respondí si, llegado el momento, podríamos sacrificarla sin que se te caiga todo el castillo.

Claudia cerró los ojos un instante.

—Están pidiendo que pongamos precios a personas —dijo—.

Como si fueran parte del inventario.

—Siempre lo han sido —replicó el de sonrisa, amable—.

Solo que antes no lo decíamos tan directo.

Afuera, nadie está realmente “afuera” En la calle, a unas cuadras del hotel, un auto gris permanecía estacionado, motor apagado.

Dentro, Brandon miraba la fachada del edificio como si pudiera atravesarla con los ojos.

—Están arriba —dijo, sin necesidad de prismáticos—.

Último piso.

Cortinas cerradas.

En el asiento del copiloto, Diego revisaba algo en su celular.

—La planta del hotel muestra dos salidas de servicio que no aparecen en la web —dijo—.

Una conecta con las cocinas.

La otra, con el estacionamiento subterráneo.

Si tienen que sacar a alguien sin que se note, lo harán por ahí.

Brandon apretó el volante.

—No venimos a irrumpir —recordó—.

Solo a escuchar, si Marcos cumple con lo que dijo.

Diego levantó el pequeño auricular que llevaba entre los dedos.

—“No venimos a irrumpir”, dice el hombre que llegaba al hospital derribando puertas —bromeó, con una media sonrisa.

Brandon no alcanzó a devolver la sonrisa, pero el comentario le alivió un poco la tensión.

—¿Estás seguro de que esto funciona?

—preguntó, señalando el auricular.

—Marcos lo lleva puesto desde antes de entrar —respondió Diego—.

No es la primera vez que me cuelo en una conversación donde no me invitaron.

—¿Y Luna?

—preguntó Brandon, mirando por el retrovisor.

Diego señaló con la cabeza hacia la esquina.

Luna estaba sentada en la terraza de un café frente al hotel, con una taza en la mesa y el celular en la mano, fingiendo revisar redes sociales.

Cada cierto tiempo, levantaba la vista, observando quién entraba, quién salía, qué autos se detenían.

Valeria estaba dentro del café, en la barra, aparentemente concentrada en un libro.

De cuando en cuando, se giraba hacia la calle, sincronizada con la mirada de Luna sin necesidad de palabras.

—Si ven a alguien conocido salir, nos avisan antes —explicó Diego—.

Ellas son menos sospechosas que nosotros dos pegados al volante.

Brandon asintió.

—¿Y si algo sale mal?

—preguntó.

Diego guardó el celular.

—Entonces dejamos de fingir que solo vinimos a escuchar.

Volvemos a la mesa: empiezan a doblar la apuesta Arriba, el auricular de Marcos vibró apenas.

Él apenas logró no llevarse la mano a la oreja.

—No te toques la cara —murmuró el de sonrisa, sin dejar de mirar los papeles—.

Siempre delatan a los nerviosos.

Marcos respiró hondo.

—¿Qué pasa si me niego a entregar nombres?

—preguntó, más por probar el terreno que por otra cosa.

El hombre del traje lo miró como si le hubiera hecho una pregunta infantil.

—No estás entendiendo —dijo—.

Los nombres ya los tenemos.

Lo que queremos es ver cómo reaccionas cuando los digamos en voz alta.

Abrió otro folder.

Empezó a leer.

—Valeria —dijo—.

Comunicación.

Demasiado observadora.

Podría ser útil… si se le dejara claro de qué lado conviene estar.

Claudia apretó los dientes.

El hombre continuó.

—Isabella Torres.

Creativa.

Leal a Marcos, pero distraída emocionalmente.

Una debilidad aprovechable, pero también un posible riesgo.

Otra ficha.

—Brandon Moreno.

Ex-seguridad.

De esos que creen que pueden cambiar de bando sin que nadie lo note.

El corazón de Marcos se aceleró.

Sabía que, en algún lugar no tan lejos, alguien estaba escuchando esas palabras.

El de sonrisa tomó la última ficha.

—Y esta —dijo— me parece especialmente… interesante.

Sonrió más.

—Luna.

Camarera.

Invisible hasta hace poco.

Demasiado cerca de alguien que queremos mantener dócil.

Podría ser una hermosa forma de recordarle a Moreno que todo tiene un precio.

Marcos sintió que se le cerraba la garganta.

—Son civiles —dijo—.

No tienen nada que ver con sus… cuentas pendientes.

El hombre del traje cruzó las manos.

—Todo el que se acerca demasiado a una cuenta pendiente… se convierte en parte de ella —respondió—.

Deberías saberlo mejor que nadie.

Miró el reloj.

—La decisión que necesitamos esta noche es simple —dijo—: ¿Quiénes entran en la categoría de “prescindibles” si algo sale mal con Polaris?

Queremos escucharlo de tu boca.

Marcos sintió la mirada de Claudia sobre él.

No era una súplica.

Era un diagnóstico.

Si decía un nombre, lo condenaba.

Si no lo decía… se condenaba a sí mismo.

Y a Valeria.

Y probablemente a Lucas.

El latido en el auricular En el auto, Brandon escuchaba los nombres como si fueran golpes.

Valeria.

Isabella.

Él mismo.

Luna.

Cuando oyó “hermosa forma de recordarle a Moreno”, se le puso la piel de gallina.

—No van a tocarla —dijo entre dientes.

Diego lo miró de lado.

—Ya lo hicieron una vez —respondió—, solo que fue con una foto.

La siguiente no va a ser tan limpia.

—No se van a acercar —insistió Brandon.

Diego cambió de tono.

—Brandon —dijo—, si agarrás la puerta y subís ahora, nos matan a todos.

O te matan solo a vos y usan eso como mensaje para el resto.

Necesitamos que pienses.

Luna no necesita un héroe muerto.

Necesita que hagas algo que duela pero funcione.

Brandon cerró los ojos un segundo.

—¿Y qué es eso?

—preguntó—.

¿Escuchar cómo deciden a quién van a sacrificar primero?

Diego apretó el auricular en su mano.

—Es saber qué están priorizando —respondió—.

A quién le tienen más miedo.

A quién ven más utilizable.

Esa información nos da tiempo.

Y ahora mismo el tiempo es lo único que tenemos para Lucas.

El nombre de su hermano lo frenó.

Solo un poco.

Pero bastó.

El primer nombre Arriba, en la mesa, el silencio se había vuelto más grueso que el mantel.

Claudia decidió romperlo.

—Yo no voy a decir ningún nombre —dijo—.

No me pagan lo suficiente como para jugar a Dios.

El hombre del traje sonrió.

—No te preocupes —respondió—.

Tu momento llegará.

Hoy le toca a él.

Señaló a Marcos con la barbilla.

Marcos sintió las manos frías, aunque estaban apoyadas sobre la mesa.

Recordó la foto de Valeria en la sala del hospital.

Recordó la forma en que Claudia había temblado cuando le hablaron de Polaris.

Recordó el rostro de Isabella cuando le contó emocionada que por fin la tomarían en serio en un proyecto grande.

Recordó lo que Diego le dijo por teléfono: “dejar de decidir solo”.

Y entonces entendió algo que no había querido admitir: callar también es decidir.

Tomó aire.

—Si necesitan un nombre para sacrificar… —dijo, sintiendo que la voz le salía desde algún lugar muy hondo— usen el mío.

El de sonrisa soltó una carcajada corta.

—Qué dramático —comentó—.

Pero poco práctico.

No vamos a desperdiciar a alguien que todavía nos sirve.

El hombre del traje entrecerró los ojos.

—No respondas con actos de nobleza baratos —dijo—.

Responde con inteligencia.

Te estamos preguntando a quién podrías ver caer… sin que el sistema se derrumbe.

Marcos apretó los dientes.

—A nadie —replicó—.

Porque si tocan a uno, el resto empieza a hacerse preguntas.

Y ahí sí pierden el control real.

Algo cambió en la mirada del hombre.

Un brillo.

Pequeño, casi imperceptible.

Como si ese argumento, aunque no fuera la respuesta que esperaba, le despertara algún tipo de respeto.

—Interesante —dijo—.

Entonces tendremos que tomar nosotros la decisión dura, como siempre.

Se recargó en el respaldo.

—Y creo que sé por dónde empezar.

Claudia sintió un hueco en el pecho.

—¿Con quién?

—preguntó.

El hombre del traje sonrió, lento.

—Con alguien lo bastante cerca para que duela… y lo bastante lejos para que crean que fue un accidente.

Señaló una de las fotos.

La que mostraba a Luna, de espaldas, sirviendo un café.

—Con ella.

En la terraza del café frente al hotel, Luna sintió un frío inexplicable recorrerle la espalda.

No sabía por qué.

Todavía no.

Solo supo que, por primera vez desde que todo había empezado, el peligro dejó de ser un concepto difuso.

Algo, en algún lugar, acababa de moverse directamente hacia su nombre.

Y ni ella ni Brandon lo sabían todavía.

Pero alguien sí.

Alguien que llevaba un auricular en el oído… y que estaba a punto de aprender qué se siente cuando la teoría se vuelve personal.

REFLEXIONES DE LOS CREADORES Pluma_Magna Etiqueté este libro, ¡ven y apóyame con un pulgar hacia arriba!

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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