Entre el fuego y la distancia - Capítulo 3
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- Capítulo 3 - 3 CAPÍTULO 3 — LA VERDAD QUE NO PUEDE DECIR
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3: CAPÍTULO 3 — LA VERDAD QUE NO PUEDE DECIR 3: CAPÍTULO 3 — LA VERDAD QUE NO PUEDE DECIR La ciudad parecía más fría esa tarde.
No porque realmente lo estuviera, sino porque algo en Valeria se había quedado distinto después del café.
Caminaba rápido, esquivando gente, semáforos, escaparates, como si cambiar de calle fuera suficiente para dejar atrás el eco de una voz, de una confesión que no había pedido.
Podía avanzar manzana tras manzana, pero la imagen seguía ahí, pegada a su memoria: Diego mirándola a los ojos.
Diego diciendo “Te extraño”.
Entró al edificio sin recordar muy bien el trayecto.
Subió las escaleras, abrió la puerta de su departamento, la cerró con más fuerza de la necesaria y apoyó la frente contra la madera.
El aire le salió en un suspiro largo, desordenado.
Lo odiaba.
Y lo quería.
Y se odiaba a sí misma por seguir sintiendo algo.
Se dejó caer en el sofá, hundiéndose en los cojines.
Tomó uno y se abrazó a él con fuerza, como si pudiera contenerse entera ahí.
—¿Por qué fuiste, idiota?
—murmuró, apenas en voz baja—.
¿Por qué tenías que ir?
No tenía una respuesta que no doliera.
El celular vibró sobre la mesa de centro.
Número desconocido.
Otra vez.
El corazón le dio un pequeño salto, traicionero.
Se inclinó, tomó el teléfono y contestó, obligándose a sonar normal.
—¿Hola?
Silencio.
No del todo vacío: al otro lado se oía una respiración contenida, un ruido de fondo lejano, pasos apresurados, como de pasillo.
—¿Valeria?
—preguntó una voz femenina, nerviosa, a punto de quebrarse.
Ella frunció el ceño.
—Sí.
¿Quién habla?
Hubo un segundo de duda.
—Soy… soy Camila.
El nombre le cayó como agua helada sobre la nuca.
Camila.
El epicentro del terremoto de un año atrás.
“La persona a la que Diego tenía que ayudar”.
La razón, la excusa, el inicio del final.
Valeria se incorporó de golpe.
—¿Qué quieres?
—preguntó, de pie sin haberse dado cuenta.
—No puedo hablar mucho —dijo Camila, con un temblor evidente en la voz—.
Pero tenías razón al irte.
Y tienes que mantenerte alejada de Diego… por ahora.
El mundo pareció hacer un pequeño clic, como si algo se trabara.
—¿Perdón?
—Él está metido en algo que tú no entiendes —susurró Camila—.
Y si te ve de nuevo… las cosas pueden ponerse peor para los dos.
Valeria sintió la garganta cerrarse.
Un frío le recorrió la espalda, despacio.
—¿Qué estás diciendo?
—preguntó, con la voz apenas audible.
Al otro lado se escuchó a Camila tragar saliva.
—Solo… no lo busques —pidió—.
Y no le digas que te llamé.
Por favor.
La llamada se cortó.
Valeria se quedó con el teléfono pegado a la mano, como si aún pudiera retenerla al otro lado, pedirle que repitiera, que explicara todo desde el principio.
¿Peor para los dos?
¿En qué estaba metido Diego?
¿Y por qué Camila hablaba como si hubiera alguien escuchando, como si no pudiera decir más?
A la misma hora, Diego estaba dentro de su auto, estacionado frente al mismo café donde se había encontrado con ella horas antes.
Tenía los codos apoyados en el volante y los nudillos blancos de apretar con demasiada fuerza.
No sabía por qué había regresado.
O sí.
Había vuelto al lugar donde todavía flotaba su risa, el eco de su perfume, la silla donde había estado sentada.
Como si respirar el mismo aire le diera una oportunidad más, aunque fuera imaginaria.
El teléfono vibró en el asiento del copiloto.
Un mensaje corto: “Hablé con ella.” Sintió un mazazo en el pecho.
Llamó enseguida.
—¿Camila?
—soltó apenas respondieron—.
¿Qué hiciste?
—Lo que tenía que hacer —respondió ella, con la voz temblorosa—.
Esto se salió de control, Diego.
No puedes involucrarla.
Te lo advertí.
Diego golpeó el volante con la mano abierta.
—¡Yo nunca quise que se involucrara en nada!
—espetó—.
Ella apareció de casualidad.
Yo solo… solo necesitaba verla.
—Entonces aléjate —dijo Camila—.
Esto no es como antes, te lo juro.
Ellos ya saben que ella existe.
Diego cerró los ojos con fuerza.
No.
Eso no.
—Camila, escucha: no van a tocarla.
—No puedes prometer eso —susurró ella—.
Ni siquiera puedes protegerte a ti mismo.
Él abrió los ojos, llenos de rabia e impotencia reflejada en el parabrisas.
—A Valeria no le va a pasar nada —dijo, clavando cada palabra—.
Aunque tenga que quemarlo todo.
Camila guardó silencio un segundo.
Cuando habló de nuevo, su voz sonaba casi rota: —Ya la marcaron, Diego.
El aire se quedó suspendido en el habitáculo del auto.
—¿Qué dijiste?
—preguntó, sintiendo un golpe seco en el estómago.
—Ya la marcaron —repitió—.
Te vieron con ella.
Saben quién es.
Y ahora… ella está en peligro por tu culpa.
La llamada se cortó sin despedida.
Diego se quedó mirando la pantalla del teléfono, pálido.
Sabía exactamente lo que significaban esas palabras.
Sabía quiénes eran “ellos”.
Sabía lo que hacían cuando “marcaban” a alguien.
Y sabía que no tenía tiempo.
Giró la llave en el contacto.
El motor rugió.
Tenía que llegar con Valeria antes que cualquiera.
Valeria caminaba de un lado a otro en su departamento, descalza, el teléfono aún sobre la mesa.
Las palabras de Camila rebotaban en su cabeza, chocando entre sí.
“No lo busques.” “Las cosas pueden ponerse peores para los dos.” ¿Qué podía ser tan grave?
¿Qué estaba escondiendo Diego?
¿Y por qué todos hablaban como si hubiera algo al acecho, como si estuvieran rodeados y ella fuera la única que no lo veía?
Se detuvo frente a la ventana, miró la calle sin realmente observarla.
No iba a quedarse quieta.
Fue al perchero, tomó su abrigo, buscó el bolso.
Necesitaba hacer algo, aunque no supiera exactamente qué.
Salir, respirar, tal vez ir donde una amiga, tal vez cualquier cosa menos quedarse con esa angustia bailándole en el pecho.
Se dirigió a la puerta.
Pero justo cuando giró la perilla, escuchó un ruido afuera.
Un golpe suave, como si algo hubiera sido dejado o se hubiera deslizado frente a su entrada.
Se quedó inmóvil un segundo, con la mano aún en la perilla.
Abrió despacio.
El pasillo estaba vacío.
Miró hacia abajo.
Un sobre negro descansaba frente a su puerta.
Sin remitente.
Sin su nombre.
Solo un dibujo en tinta roja.
Un círculo.
Y dentro, un símbolo que nunca había visto.
Sintió cómo un escalofrío le subía por la columna, lento, obstinado.
—¿Qué… es esto?
—murmuró.
Se agachó para recogerlo.
El papel era más grueso de lo normal.
Pesaba un poco más de lo que esperaba, como si lo que guardaba dentro también tuviera un peso que no era solo físico.
En ese mismo instante, escuchó pasos apresurados subiendo por las escaleras del edificio.
Y, casi al mismo tiempo, una voz gritó desde abajo: —¡Valeria, no lo abras!
Ese grito lo conocía.
Lo habría reconocido aunque hubieran pasado diez años, otra ciudad, otra vida.
—¡No lo abras!
—repitió la voz.
Era Diego.
Y estaba llegando demasiado tarde.
Fin capítulo 3.
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