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Entre el fuego y la distancia - Capítulo 36

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  4. Capítulo 36 - 36 CAPÍTULO 36 — LA JUGADA QUE NADIE HABÍA TRAZADO
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36: CAPÍTULO 36 — LA JUGADA QUE NADIE HABÍA TRAZADO 36: CAPÍTULO 36 — LA JUGADA QUE NADIE HABÍA TRAZADO El tiempo se comprimió en un segundo.

Brandon dejó de sentir los pies.

Solo veía una cosa: Luna.

Amarrada a la silla, la cinta en la boca, el cabello pegado a la frente.

—¡Luna!

—su voz se quebró antes de salir.

Dio un paso hacia adelante.

Un chasquido de metal lo frenó.

Uno de los guardias, a la derecha, levantó el arma con absoluta calma.

No hizo falta apuntar del todo.

El mensaje era claro.

—Ni un paso más —dijo, como si estuviera pidiendo la cuenta en un restaurante.

El hombre del traje se acomodó la manga.

—Brandon —pronunció su nombre como si lo conociera de toda la vida—.

Entiendo la urgencia, pero vamos a mantener esto civilizado, ¿sí?

Diego no apartaba la vista de Luna.

El corazón le golpeaba las costillas, pero la cabeza le repetía una sola palabra: foco.

Si perdía el foco, los perdía a todos.

—¿Qué le hicieron?

—preguntó, con voz baja.

—Nada que no pueda arreglar una noche de sueño —intervino Claudia, desde la mesa—.

Un sedante ligero.

Era más seguro que esperar a que cambiara de opinión a la mitad del camino.

El tercero, el hombre canoso, los observaba en silencio.

Sus manos delgadas descansaban sobre el bastón.

No lo necesitaba para caminar, pero lo sostenía como quien sostiene un sello.

—La recogimos hace una hora —dijo por fin—.

Por si a alguien se le ocurría cambiar la ruta al último momento.

Diego sintió un golpe en el estómago.

Una hora.

Eso significaba que… Luna no había llegado al puerto con ellos.

Lo que pasó mientras ellos creían tener el control Una hora antes, en una calle secundaria no muy lejos del Meridiano, Luna había estado acomodándose el cinturón en el asiento del copiloto.

Brandon no estaba.

—Voy por café para el camino —había dicho—.

Dos minutos.

Cerrá bien.

Ella había puesto los seguros por instinto.

Había visto su recuerdo reflejado en el vidrio.

Ojeras ligeras.

Boca mordiéndose sola.

Esos ojos que no terminaban de creer que estaba por meterse en algo tan grande.

El golpe en la ventana la hizo girar.

No fue violento, fue suave.

Como si alguien hubiera tocado para pedir tiempo.

Un hombre con uniforme de tránsito, chaleco fosforescente y una tablet en la mano.

Luna bajó apenas el vidrio.

—¿Sí?

—Perdón, señorita —dijo él—, están haciendo un operativo en la esquina.

Tengo que tomar placa y verificar documento del conductor.

—No está —respondió—.

Fue a comprar algo, regresa ya.

El hombre sonrió, amable.

Demasiado.

—Entonces le dejo esto para que se lo entregue —dijo, acercando una carpeta.

Ella instintivamente bajó un poco más el vidrio para sujetarla.

No llegó a tocarla.

El pañuelo le cubrió la nariz en un segundo.

Olor dulce.

Tóxico.

Demasiado rápido.

Luna intentó apartarse, llevarse las manos a la cara, gritar.

Todo le quedó lejos.

Lo último que oyó, antes de que la oscuridad le cerrara el mundo, fue la voz del hombre murmurando casi con lástima: —Lo siento.

Te tocó ser la puerta de entrada.

Valeria en el lugar equivocado, un minuto tarde Valeria llegó a la esquina exactamente tres minutos después.

Vio a Brandon salir del café, dos vasos en la mano.

Vio el carro.

Vio la puerta todavía cerrada.

No vio a Luna adentro.

Solo un vaso que cayó al suelo cuando Brandon, al abrir, se dio cuenta de que el asiento estaba vacío.

—No… —susurró él, mirando alrededor, desesperado—.

No puede ser.

No se bajó.

No la dejé sola ni cinco… Valeria sintió frío en la nuca.

En el pavimento, una marca tenue de llanta doblando hacia la derecha.

El eco visual de un vehículo que se había ido hacía nada.

Llamaron a Diego de inmediato.

—No cambien de ruta —dijo él, cortante—.

Vengan igual al punto.

Si quieren que los encontremos, ahí donde nos citaron es donde van a terminar mostrando lo que hicieron.

Ahora, en la bodega, el hombre del traje sonrió como si hubiera adivinado la escena.

—Los secuestros improvisados son… desordenados —comentó—.

Esto, en cambio, fue solamente logística.

Negociar con la garganta cerrada Luna abrió los ojos de golpe.

El sedante empezaba a aflojar.

No entendía bien dónde estaba al principio.

Solo sabía que le dolían los brazos, que la cinta le cortaba la piel de la boca, que el corazón había decidido correr una maratón sin preguntarle.

Y entonces lo escuchó.

—Luna —la voz de Brandon, rota, se le coló entre todas las otras—.

Luna, estoy acá.

Intentó girar la cabeza.

No pudo.

El hombre canoso se levantó despacio.

—Nos alegra que esté despertando —dijo—.

Siempre es mejor cuando la persona a la que quieren salvar puede entender qué está en juego.

Caminó hacia ella.

Se detuvo a un metro.

—Buenos días, Luna —la saludó, como un abuelo que visita a su nieta—.

Perdón por las formas.

A veces la historia no nos deja presentarnos como corresponde.

Diego dio un paso instintivo.

El cañón del arma volvió a interrumpirlo.

—¿Qué quieren?

—preguntó, sin rodeos.

El hombre del bastón lo miró con interés.

—Ver si aprendiste algo desde la última vez que te vi —respondió.

Diego sintió un latigazo de memoria.

Humo.

Techo cayendo.

Alguien arrastrándolo por el suelo.

—Vos estabas en la bodega —murmuró, incrédulo—.

Fuiste vos el que me sacó.

El hombre asintió, satisfecho.

—No suelo desperdiciar piezas útiles —dijo—.

Aquella noche podías servir vivo.

Veremos si sigue siendo así.

Se giró hacia Brandon.

—Y vos… —lo estudió—.

Sos el que cree que puede quemarlo todo si tocan a quien quiere.

Los ojos de Brandon ardían.

—Si la tocan… —dijo, con la voz hecha ceniza—, no va a quedar nada de este lugar que no tenga mi sangre pegada.

Claudia intervino, con un suspiro.

—Vine preparada para dramatismos —comentó—, pero ¿qué tal si hablamos de algo menos poético y más práctico?

Señaló a Luna.

—Ella respira.

Está consciente.

Y así puede seguir… si todos cooperan.

El hombre del traje retomó el hilo: —La propuesta es sencilla —dijo—: Diego, dejás de jugar al lobo solitario.

Brandon, dejás de creer que podés salvar a todos pegando golpes aislados.

Nos ayudan a limpiar el desastre del incendio.

Nos ayudan a cerrar cabos sueltos.

Y ella —miró a Luna— vuelve a su café, entera.

Diego apretó los dientes.

—¿Y si decimos que no?

El hombre canoso sonrió.

—Entonces terminamos lo que empezó aquella noche —contestó—.

Pero esta vez, vos sí te quedás adentro.

Diego sintió la cicatriz invisible arderle en la espalda.

Sus dedos se movieron casi por reflejo.

La mano subió.

Se tocó la oreja derecha.

La apretó con fuerza.

Para afuera, el gesto significaba “todo sigue según lo pactado”.

Para él, era otra cosa: Un intento desesperado de ganar segundos.

De alargar la conversación.

De apostar a que alguien, en algún punto de esa oscuridad, estaba escuchando y se iba a atrever a hacer algo que no estaba en el mapa.

Porque por primera vez desde el incendio, Diego no estaba pensando solo en salir vivo.

Estaba pensando en cuánto estaba dispuesto a perder para que ella no fuese la que se quedara adentro.

REFLEXIONES DE LOS CREADORES Pluma_Magna I tagged this book, come and support me with a thumbs up!

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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