Entre el fuego y la distancia - Capítulo 4
- Inicio
- Todas las novelas
- Entre el fuego y la distancia
- Capítulo 4 - 4 CAPÍTULO 4 — EL SOBRE QUE CAMBIA EL DESTINO
Tamaño de Fuente
Tipo de Fuente
Color de Fondo
4: CAPÍTULO 4 — EL SOBRE QUE CAMBIA EL DESTINO 4: CAPÍTULO 4 — EL SOBRE QUE CAMBIA EL DESTINO Valeria apenas había tenido tiempo de entender qué era aquel sobre cuando escuchó los pasos.
Subían las escaleras a toda velocidad, chocando contra cada peldaño como si alguien estuviera huyendo de algo… o corriendo directo hacia ello.
El corazón se le apretó sin saber por qué.
Cuando la silueta de Diego apareció en el pasillo, supo que no era una visita cualquiera.
Tenía la respiración entrecortada, el pelo revuelto, la camisa pegada al cuerpo por el sudor.
No era el Diego controlado que ella conocía.
Este parecía salido de una pesadilla.
—¡Valeria, suelta eso!
—soltó apenas la vio, clavando la mirada en el sobre negro que ella sostenía.
Ella se quedó inmóvil un par de segundos, sin procesar del todo lo que estaba pasando.
Dio un paso hacia atrás, ya dentro del departamento, pero sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor del sobre.
—¿Qué te pasa?
—preguntó, confundida—.
¿Qué es esto, Diego?
¿Por qué vienes así?
Él alzó la mano hacia ella sin acercarse demasiado.
—Dámelo —dijo, esta vez más bajo, pero con la misma urgencia—.
Por favor, Valeria.
Ahora.
Algo dentro de ella reaccionó al tono.
Durante un instante estuvo a punto de obedecer, como siempre, como cuando confiaba en él sin hacerse preguntas.
Pero el recuerdo la pinchó: un año sin respuestas, un año de silencio, un año en el que él decidió desaparecer.
Apretó el sobre contra el pecho, como si así pudiera protegerse.
—No —respondió, la voz algo temblorosa, aunque intentó que sonara firme—.
Primero me dices qué es.
Diego cerró los ojos apenas un segundo, como si el simple hecho de estar allí le pesara.
—Valeria, no es un juego —dijo, señalando el dibujo rojo del círculo—.
Ese símbolo no es cualquier cosa.
Es una advertencia.
Ella sintió un pequeño vacío justo debajo de las costillas.
—¿Advertencia de quién?
—preguntó, buscando su mirada.
Él no se la sostuvo.
Seguía mirando el sobre, como si fuera una granada a punto de explotar.
—De gente con la que nunca debí involucrarme —respondió al final.
La palabra gente le sonó demasiado suave para lo que estaba insinuando.
—¿Estás metido con criminales?
—susurró, con un hilo de voz.
Diego abrió ligeramente la boca, pero no llegó a contestar.
Ese silencio bastó.
No necesitaba oír la palabra sí.
Él entró y cerró la puerta despacio, como si no quisiera hacer ruido, pero la forma en que giró el seguro dejó claro que no se trataba de una simple visita.
El clic resonó en el departamento como un aviso.
Valeria retrocedió uno, dos pasos más.
No porque le tuviera miedo a Diego, sino porque sentía que si se quedaba demasiado cerca iba a perder la poca claridad que le quedaba.
—Diego, necesito que me lo expliques —dijo, recobrando un poco de aire—.
Me debes la verdad.
Después de todo lo que pasó… me la debes.
Él apoyó la espalda en la puerta, como si necesitara algo que lo sostuviera.
—Sé que te debo muchas cosas —admitió, con la voz grave, cansada—.
Pero no estoy seguro de que quieras escucharlas.
Aquello le encendió la rabia que llevaba meses tragándose.
—¡No vuelvas con ese cuento de que me estás protegiendo!
—saltó—.
Te fuiste sin decir nada.
Me dejaste colgada, sin saber si estabas vivo, si te habías cansado de mí o si te habías ido con alguien más.
Y ahora apareces, me hablas de advertencias, y pretendes escoger tú qué puedo saber y qué no.
Él la miró por fin.
Había cansancio, culpa, y algo que nunca se había atrevido a nombrar cuando estaban juntos.
—No quería perderte —dijo, con la garganta tensa—.
Pero si te quedabas cerca de mí, lo más probable es que lo hiciera.
Y no solo a ti.
Valeria frunció el entrecejo.
—¿Perderme cómo?
—siguió—.
¿De qué estás hablando?
Diego se separó de la puerta.
Caminó hacia ella despacio, como si cada paso fuera una decisión.
El aire se volvió pesado entre los dos.
—A gente como ellos —murmuró— no le gusta que uno tenga puntos débiles.
—¿Puntos débiles?
—repitió, casi indignada.
Él dio un paso más.
Ya podía verla bien: las ojeras, el temblor de sus manos, ese brillo que se negaba a morir del todo cuando la miraba.
—Las personas que quieres —dijo, en voz baja— se convierten en blancos.
Y tú… eras el blanco perfecto.
Le costó entenderlo y, al mismo tiempo, encajaba demasiado bien con todo lo que no había tenido sentido aquel año.
—¿Me estás diciendo que te fuiste porque… me querías?
—preguntó, casi riéndose de lo absurda que sonaba la frase y de lo mucho que le dolía.
Diego no contestó.
Solo la miró.
Y en esa mirada había una respuesta que ninguna palabra habría podido mejorar.
Su mano tardó en moverse, pero al final lo hizo.
Le acarició la mejilla con la punta de los dedos, como si no estuviera seguro de que él tuviera derecho a tocarla todavía.
Valeria contuvo el aliento.
El contacto fue mínimo, pero su piel reaccionó como si hubiera sido mucho más.
Cerró los ojos un segundo.
No deberías permitirle esto, se dijo.
Pero su cuerpo no obedeció.
—No tendría que haber vuelto —susurró él—.
Lo sé.
Pero hubo un punto en que ya no pude seguir fingiendo que no me importaba por dónde andabas, con quién estabas, si estabas bien.
Cada frase era una mezcla de confesión y reproche consigo mismo.
Valeria notó cómo se inclinaba apenas.
Lo conocía lo suficiente como para preverlo: esa forma de acercarse un poco, esperar, dejarle espacio para echarse atrás si ella quería.
El hueco en el estómago, las manos que empezaban a sudarle, todo era demasiado familiar.
Y, sin darse cuenta, ella también se acercó.
No era el impulso romántico de principio de historia.
Tenía trozos de costumbre, de rabia, de cariño viejo.
Quedaron tan cerca que podía sentir el calor de su respiración.
El sobre quedó atrapado entre ambos, aplastado contra su pecho.
En ese momento, el símbolo rojo era lo último en lo que pensaban.
Un segundo más y habría pasado.
Diego ladeó apenas el rostro, buscando el suyo.
Entonces la realidad golpeó la puerta.
Tres golpes secos.
TOC, TOC, TOC.
Valeria se separó de golpe, sorprendida.
Diego dio un paso hacia el pasillo, pálido, como si supiera de antemano quién estaba al otro lado.
El corazón de ella empezó a latirle tan fuerte que sintió que le vibraba en las costillas.
—No abras —susurró él, sin despegar los ojos de la puerta.
Los golpes volvieron, más lentos, más cargados de intención.
TOC.TOC.TOC.
—Diego… —dijo ella, con la voz temblando—, ¿quién es?
Él tardó un segundo en contestar.
—Alguien que no debería saber que estás aquí conmigo —respondió—.
Y alguien que no viene a conversar.
El pasillo enmudeció de repente.
Ni un golpe más.
Ni una voz.
Ese silencio resultó más inquietante que cualquier ruido.
Diego se movió hacia la entrada, pero no se puso justo frente a la puerta, sino a un costado.
Levantó ligeramente el brazo, en un gesto casi instintivo, indicándole a Valeria que se mantuviera detrás de él.
—Pase lo que pase, no te acerques —dijo, en un tono que ella no le había escuchado nunca—.
Quédate ahí.
No intentes ver.
¿Me oyes?
Valeria asintió, aunque él no miraba hacia atrás.
Se pegó más a la pared, todavía sujetando el sobre, como si fuera la única prueba de que todo aquello estaba pasando de verdad.
El siguiente sonido fue un clic metálico, breve, seco.
Diego tensó los hombros.
—No… —murmuró casi para sí mismo.
La cerradura cedió sin que nadie girara el pomo.
La puerta se abrió con un golpe contra la pared, dejando entrar una corriente de aire frío y húmedo desde el pasillo.
Un hombre cruzó el marco como si supiera exactamente dónde estaba cada cosa.
Llevaba capucha y la sombra le tapaba parte del rostro, pero había algo en su forma de moverse que hizo que a Valeria se le erizara la piel: una tranquilidad peligrosa, esa calma de quien no tiene prisa porque siente que ya tiene ventaja.
—Buenas noches, Diego —saludó, como si se encontraran en una cena y no en una invasión—.
Se te hace difícil desaparecer del mapa, ¿eh?
Sus ojos se desplazaron por la habitación hasta detenerse en Valeria.
No le hizo falta acercarse; la midió desde donde estaba, con una mirada que se sentía invasiva, como dedos que rebuscan sin permiso.
—Con que esta es ella —comentó, casi divertido.
Diego avanzó un paso, lo justo para bloquearle la vista.
Valeria apenas alcanzaba a ver el borde de la chaqueta del intruso y el brillo de algo metálico en su mano.
—No la mires siquiera —dijo Diego, con una firmeza que le raspó la garganta—.
No tienes nada que hacer con ella.
El desconocido ladeó la cabeza, como si estuviera observando un detalle interesante.
—Llegas tarde, amigo —respondió—.
Cuando alguien recibe ese sobre… ya está dentro.
Valeria sintió un escalofrío que le bajó por la espalda.
Miró el sobre en sus manos, el círculo rojo manchado ahora por el sudor, y por primera vez entendió que aquello no era solo un mensaje para Diego.
También era para ella.
—No la toques —repitió Diego, dando otro paso adelante.
El encapuchado esbozó una sonrisa oscura, casi imperceptible.
—Eso ya no depende de ti.
Fin capítulo 4.
Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com