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Heidi y el señor - Capítulo 32

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32: Capítulo 32 – Esclavitud – Parte 3 32: Capítulo 32 – Esclavitud – Parte 3 Editor: Nyoi-Bo Studio La excursión con el Señor duró alrededor de veinte minutos.

Si fuese Woville, caminar a esta hora de la tarde sería caluroso, pero en Bonelake estaba nublado, y quizás un poco oscuro.

Heidi no estaba segura cuándo vería los rayos del sol de nuevo.

A pesar de que no entraron a ninguna tienda, pudo ver muchos artículos diferentes.

El Señor era lo suficientemente amable para explicarle qué era cada uno de ellos cuando no entendía qué eran, y uno de dichos artículos era una piedra de encanto.

Al principio ella había pensado que era solo una piedra costosa, pero el Señor le explicó su importancia.

Era más o menos como un encantamiento de protección que evitaba que la enfermedad, y el mal augurio afectaran a una persona.

A ella le pareció fascinante ya que las diferentes piedras parecían tener su propio movimiento rotatorio.

No había nadie que no lo conociera, después de todo, él era el Señor de Bonelake.

Mientras volvían, Heidi le dijo al Señor: —Mataste una pequeña ave sin ninguna razón.

Olvida mis palabras —dijo luego, retractándose de sus palabras antes de que él pudiera contestarle.

—Estoy definitivamente seguro de que te vi comer pollo hace tres días—dijo el Señor.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres un hombre complicado?

Sin olvidar que te falta un tornillo —dijo apuntando con un dedo a su sien.

Él rió al ver su preocupada expresión.

—Creo que a todos nos falta alguno, de otra forma, sería difícil mantener la propia cordura en este mundo que está lleno de locura —dijo dándole una encantadora sonrisa.

Ella lo vio pasar sus delgados dedos por su cabello café.

Sin duda, el hombre era carismático, así como también tenía ese magnetismo puro que intimidaba o atraía a una persona.

—Mm, gracias por escoltarme alrededor de la ciudad —ella dijo deteniendo sus pasos para expresar su agradecimiento apropiadamente:—y también por la ropa.

—Es un placer, milady —contestó con una gentil sonrisa antes de inclinar su cabeza y preguntarle:—Parece que tienes un gusto peculiar en los vestidos.

Si me preguntas a mí, creo que aquellos con hombro descubierto te quedarían perfecto— y justo como había esperado, la figura de Heidi se puso rígida ante sus palabras.

—Esto…

No estoy acostumbrada a esos vestidos —dijo mirando al carruaje donde el mayordomo los estaba esperando.

—Está bien.

Como dije allí atrás, te ves encantadora en estos, Heidi — le dijo a modo de cumplido.

—Gracias — respondió con una sonrisa hacia él.

Escuchó de repente el tintinear de una cadena, y giró su cabeza hacia donde venía aquel sonido.

Vio a una mujer siendo halada por cadenas atadas a sus manos mientras un hombre gordo la dirigía.

Las ropas de la mujer estaban andrajosas, e incluso desde esa distancia, ella podía ver que su piel tenía marcas y moretones.

Ella sintió que su corazón se encogía, y sintió al Señor poner una mano en su espalda para alejarse de allí.

«Pero, ¿cómo podía?

Esto no estaba bien».

Cuando miró arriba, hacia el Señor, él habló:—Hay algunas cosas en este mundo que están fuera de nuestras manos.

Aunque quieras, no puedes ayudarla —dijo firmemente.— La esclavitud es algo que ha estado instaurado por décadas.

—Pero esto está mal —susurró ella.

— Las familias que llegan a la pobreza son vendidas para mejorar.

Si tienes suerte, tendrás una vida mejor o…

—continuó diciendo:—Stanley era una esclavo antes de que entrara en la mansión de los Rune.

—¿Lo era?

—preguntó sorprendida ante dicha revelación.

—Él era uno costoso.

Cuando lo encontré por primera vez en la subasta, estaba cubierto de moretones debido a las constantes riñas que tenía con otros esclavos —el Señor Nicholas no entró en los detalles de dónde su mayordomo tuvo que defenderse tanto de hombres, como de mujeres, debido a su apariencia.

Luego dijo:— Al final, todo es suerte.

Al llegar al carruaje, ambos se subieron adentro, y esta vez, debido a la insistencia del Señor, se le invitó al mayordomo a sentarse junto a ellos.

Camino a la mansión, el Señor le preguntó al mayordomo: —¿Arreglaste lo que te pedí?

— Sí, milord.

—Bien.

De vuelta en la tienda, cuando Heidi se había ido atrás para cambiarse de ropa, el Señor se había llevado a una de las empleadas hacia uno de los vestidores, para luego volver solo tras haberle succionado toda la sangre.

Había estado sediento, y encontrando la oportunidad perfecta, se había llevado a la chica que había hecho el comentario imprudente.

Hubiese clavado sus colmillos en alguna de ellas de todos modos.

Heidi no había sido la única a quién había tomado por sorpresa el Señor en la tienda de ropa.

El mayordomo conocía bien a su Señor, quien seducía mujeres fácilmente.

Hacerle un cumplido a la señorita de forma tan directa, habría hecho que el corazón de cualquiera palpitara con fuerza.

Él no estaba consciente de qué planeaba su Señor esta vez, ya que la Srta.

Curtis pronto sería la esposa del señor Lawson y engañar a la señorita no era una buena idea.

Esa noche, Heidi experimentó otra pesadilla mientras dormía.

La pequeña niña estaba sola, sentada en la oscura y fría celda.

Su pequeño cuerpo temblaba debido al frío y el miedo producido por el constante eco de los gritos.

Incluso con su estómago vacío, el olor acre en el aire ya había hecho que la niña vomitara en una esquina de su celda.

Un hombre corpulento entró con un manojo de llaves y después abrió la puerta de la celda.

La pequeña niña gritaba, lloraba, lo empujaba y pateaba, lo cual no lo afectó mientras la arrastraba de allí.

—¡No!

¡No!

¡Por favor!

—eran las constantes palabras que decía la niña, a las cuales el hombre corpulento no prestaba atención.

Llevándola a una habitación, él la encadenó a uno de los asientos de madera, fijando sus brazos a las patas de madera junto a sus propios pies.

—Oh, querida —la pequeña niña escuchó hablar a una mujer:—Solo tienes que sentarte quieta.

Quieres sentirte mejor, ¿no es cierto?

—preguntó con una dulce voz.

Al escuchar la gentileza de la mujer, la pequeña niña sollozó calladamente.

—Buena niña — dijo la mujer acariciándole la cabeza.

La mujer escogió un par de tijeras de la bandeja antes de cortar un lado de la sucia tela que vestía la pequeña.

La niña, confundida, abrió sus ojos, pero antes de que pudiera darse cuenta de lo que le estaba sucediendo, una plancha caliente y ardiente, fue puesta en su espalda.

Heidi despertó repentinamente con un grito ahogado con todo su cuerpo cubierto en sudor.

Sentándose sobre su cama, abrazó sus rodillas y colocó su frente en ellas mientras regulaba su respiración.

Una sola lágrima se escapó de sus ojos cerrados.

«Si tan solo pudiera olvidarlo…», pensó Heidi para sí misma.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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