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35: Capítulo 35 – Casa de muñecas (Parte 1) 35: Capítulo 35 – Casa de muñecas (Parte 1) Editor: Nyoi-Bo Studio Ella se quitó la máscara y caminó tan rápido como pudo, lejos de la multitud y luego giró por siguiente corredor.
La mirada de disgusto en la cara de Alejandro y la forma que apretaba sus labios, formando una línea en su boca, la pusieron nerviosa.
Ella sacudió su cabeza como queriendo zafarse de esos pensamientos en su mente, pero no pudo.
Las palabras que él intercambió con ella no parecían develar que estaba interesada por ella, pero si no, ¿por qué la había besado el Señor Nicolás?
No muy lejos, ella vio a Silvia que estaba de pie, hablando junto a un hombre que tenía una cuerda alrededor de su cuello, con un nudo como si se preparara para un suicidio.
Él tenía físico macizo y una apariencia hosca.
El brazo de Silvia mostraba una herida abierta, revelando músculos y sangre.
―Cati, ¿cómo va el baile?
―preguntó Silvia con su máscara en la mano, sin molestarse en usarla.
―Va muy bien.
Todos disfrutan de la música y bailan sobre la pista oscura.
―Sabía que tenía buen gusto para la música ―dijo Silvia con una sonrisa de orgullo en la cara―.
Eduardo, conoces a Cati, ¿cierto?
―preguntó.
―¿La pequeña?
―dijo el hombre llamado Eduardo, con un gesto de la mano a la altura de su cintura―.
Mmm ―dijo, mirando con seriedad a Cati, que inclinó la cabeza.
―Eduardo se hizo cargo de tus heridas cuando eras pequeña.
Él es un doctor que se mudó al Imperio del Norte ―dijo Silvia presentándolo.
―Gracias por cuidar de mí―dijo Cati y recibió un reconocimiento del hombre con la cabeza.
Al contrario de su apariencia, Eduardo era un hombre gentil y de pocas palabras, y Silvia parecía disfrutar su compañía.
Ella se preguntó dónde estaría Elliot.
No lo había visto en toda la semana.
¿A Elliot le gustaba Silvia?
¿O era al revés?
No era posible, pensó Cati.
Ellos eran amigos, pero no había nada romántico a pesar de que discutían a veces.
En realidad, era Elliot el que discutía y Silvia lo ignoraba.
La mujer se había acostumbrado a él.
―Alejandro está aquí―comentó Silvia después de un momento.
Cati de pronto giró al ver que el Señor de Valeria caminaba hacia ellos.
Sus ojos encontraron los de ella antes de cambiar hacia las otras dos personas a su lado.
Ella noto que él también se había sacado la máscara.
―Buenas noches, Eduardo ―escuchó decir a Alejandro, quien saludo al hombre tosco con educación, mientras se ubicaba al lado de ella.
―Buenas noches, mi Señor.
Gracias por su generosa invitación por el día de los Santos ―dijo Eduardo con palabras sinceras.
―Es nuestro privilegio el tenerte aquí, Eduardo.
Espero que tu investigación termine pronto y así volver a tenerte con nosotros.
―Solo unas cuantas semanas más y estaré de vuelta ―respondió Eduardo, inclinando la cabeza.
Alejandro miró a su lado, y pudo ver a Cati mientras miraba el suelo como si fuera lo más interesante que ella había visto jamás.
Al mismo tiempo, Silvia le propuso a Eduardo que entraran en el salón.
―Este…voy a retirarme ―le escuchó decir a Silvia con nerviosismo, evitando la mirada de él.
―¿Tan pronto?
―preguntó Silvia frunciendo las cejas―.
Los Santos apenas han empezado.
―Nosotras planeamos ir a la ciudad esta noche y visitar las tiendas ―explicó ella.
¿Visitar la ciudad?
Silvia hizo una mueca al escuchar eso.
Las ciudades y las villas nunca eran seguras durante Los Santos.
Era el tiempo cuando los vampiros viajeros podían beber la sangre de humanos poco dispuestos.
―Ellas aún están en salón si te preocupa que se vayan.
Estoy seguro de que te llamarán cuando estén a punto de irse ―dijo Alejandro y ella giró para encararlo.
Sus ojos castaños le devolvieron la mirada tal como el ciervo que atrapó en medio de una cacería en el bosque.
―¿Vamos?
―preguntó, levantando su mano frente a ella.
Cati se colocó la máscara, Eduardo y Silvia se adelantaron, y ellos los siguieron de cerca.
Cati sintió como un calor le envolvía su mano fría cuando tomó la mano de Alejandro.
Ella sabía que el Señor no se interesaba por una mera plebeya, pero aquí estaba él, llevándola de vuelta al baile.
Detalles como este la confundían.
Él era amable con ella.
Ella lo miró de reojo y él se veía descaradamente guapo.
El demonio mismo lo había dotado de un atractivo que solo se podía imaginar.
Su cara era una definida obra de arte con una mandíbula fuerte y de nariz recta.
Unas cejas oscuras y elevadas que contenían a los ojos rojos y oscuros.
Cuando se acercaron al salón de baile, ella sintió cómo los nervios la traicionaban, y cuando trató de soltar su mano, el Señor la sostuvo con más fuerza mientras entraban al salón.
Sintió a su corazón palpitar en respuesta ese gesto.
Murmullos corrían a su alrededor cuando la gente vio al Señor de Valeria llevando a una mujer al salón.
¿Por qué no soltaba su mano?, pensó Cati.
Ella alcanzó a vislumbrar a su amiga Dorothy, quien estaba bailando con un hombre cuando Alejandro se inclinó sobre ella.
―Sería una lástima dejar que te vayas sin un último baile ―susurróél, solo para que ella lo oyera―.
¿Bailemos?
―dijo, y ella asintió con la cabeza y lo siguió indecisa hacia la oscura pista de baile.
Una vez en la pista, Alejandro la hizo girar con ligereza y Cati se encontró cara a cara con él, pero los ojos de ella alcanzaban a ver la cara sonriente de Dorothy que no estaba lejos de ella.
―Veo que has sacado su cadena ―dijo, moviéndose al ritmo de la amortiguada e inquietante música que resonaba suavemente en las paredes.
―Sobresalía con mi vestido y no quería que nadie dijera que lo había robado también ―dijo ella, mirándolo a los ojos.
―No tienes que preocuparte por ello.
Nadie aquí te acusaría ―le respondió el empujándola, para luego tirar de ella―.
Las piedras amuleto no son raras pero sus colores sí.
Cada color tiene su propio propósito y significado, y créeme cuando te dijo que no todos tienen el derecho a elegir su color.
―¿No tienen el derecho?
―dijo Cati, frunciendo el ceño ante lo que escuchaba.
―Es la piedra la que escoge a la criatura y no al revés.
Las piedras amuleto no son diamantes.
Son hechas a mano por la elite y compuestas por ingredientes distintos y únicos que solo las Brujas poseen.
―¿Brujas Blancas?
―No necesariamente.
Si el amuleto no es apropiado para ti, lo perderás sin importar cuanto hayas pagado por él ―explicó y continuó―.
El amuleto del carnaval no era una piedra amuleto sino una imitación.
La modifiqué antes de dártela para que sirviera de algo.
―La cadena ―dijo Cati, a lo que el Señor inclino la cabeza como si preguntara―.
Tú cadena quiero decir.
¿No le preocupa que la pueda perder?
Ella vio la cruz que colgaba de la cadena de plata que usaba Alejandro.
Estaba segura de que el pendiente era hecho a medida con la piedra de su Señor, pero, ¿acaso no le preocupaba que ella lo perdiera como si de verdad fuera de suyo y no de él?
―Confío lo suficiente en ti para saber que no lo perderás ―dijo Alejandro, haciéndola sonreír.
―Vaya confianza ―murmuró ella, preguntándose cómo podía él encomendar la cadena a una chiquilla.
Mientras bailaban, Cati se dio cuenta que él no la había soltado de la mano ni una sola vez.
Podía sentir las miradas de la gente a los costados y como deseaba encogerse hasta hacerse invisible.
Se alegró de que estuviera usando una máscara y el Señor Alejandro no.
A pesar de lo oscuro que era el salón, podía ver las malvadas miradas que le daban las mujeres de elite.
Le hicieron sentir incomoda, aunque bailaba con el hombre que cualquier mujer soñaría.
Y se sintió afortunada en ese momento de bailar con él tan de cerca.
Al examinar el salón, ella observo que había más gente dentro que cuando salió.
El Señor de Valeria sin duda mantenía buenas relaciones con toda la alta sociedad.
Otros Señores del Imperio y los miembros del Concejo estaban todos aquí.
La cara de Cati se sonrojó al pensar en el beso que recibió del Señor Nicolás.
Cuando levanto la mirada, una expresión seria se formaba en los atractivos rasgos de Alejandro.
Como si supiera lo que pasaba por su mente, él preguntó: ―¿Estás pensando en el beso del Señor Nicolás?
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