Imperio Valeriano - Capítulo 45
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45: Capítulo 45 – Provocación (Parte 2) 45: Capítulo 45 – Provocación (Parte 2) Editor: Nyoi-Bo Studio De regreso, Alejandro no insistió en el asunto y cambió el tema a una conversación más ligera hasta que llegaron a su habitación.
Deseándole buenas noches, Cati entró y se dirigió directo al baño para darse una larga ducha.
Después de un rato, cerró el agua y permaneció sentada mirando al vacío.
No sabía cuánto tiempo llevaba en la ducha cuando vino el gato del Señor, maullándole.
—Hola —dijo cuando el gato la tocó con su pata—.
Sé que debo levantarme.
Tomó una toalla y abrió la llave de agua caliente antes de sacar al gato del baño.
—Tendrás que esperar —le explicó cerrando la puerta.
No le gustaba que el gato estuviera presente cuando se bañaba.
Al entrar en la cama, tomó la cadena que llevaba puesta y jugó con el pendiente.
Su mirada fija reposaba en la piedra azul.
Seguramente no había sido una sola bruja; semejante masacre tenía que ser obra de un gran grupo.
Rafa, ¿dónde estás?
Se preguntó preocupada.
Pasaron días, y Cati se sumergió en el trabajo.
Era una de las formas en las que se mantenía ocupada.
También le gustaba tejer.
Solía cruzarse con las pinturas de la planta baja y quedarse hipnotizada ante ellas.
Si sólo tuviera talento, habría ganado suficiente dinero para comprar una casa cerca de la frontera del imperio.
No era que no le gustara vivir aquí; se sentía privilegiada ante las oportunidades que la élite le había ofrecido, pero no era parte de ellos.
No podría quedarse para siempre.
Un invitado ya no es bienvenido cuando abusa de la hospitalidad.
Sabía que el Señor Alejandro y Elliot no querían que se fuera.
Recordaba una vez, en una conversación con el Señor Alejandro, en la que el Señor comentó que había un lugar al que le gustaría llevarla el otoño siguiente.
Fue sutil.
No eran amigos, y tampoco tenían una relación de Señor y empleada, pero tenían una conexión única.
El Señor la leía como a un libro abierto, y ella no tenía que decir ni una palabra.
Pero ahora parecía que hablaban en silencio, sin necesidad de pronunciar sonido alguno.
Sus ojos hablaban alto y claro, y algunas veces hablaban con las miradas, mientras que otras apenas se cruzaban.
El mayordomo y la ama de llaves lo habían notado un día.
Les parecía que el Señor y la joven jugaban al gato y el ratón, pero mantuvieron silencio, pues no les correspondía involucrarse en la vida privada del Señor.
Una mañana, mientras Cati regaba las plantas en el jardín de la mansión, tarareando una canción y dando golpecitos a ritmo, escuchó que Dorothy la llamaba emocionada, y llevaba un sobre en sus manos.
—¿Qué te ha alegrado a esta hora tan temprana, pajarita?
—preguntó Cati.
—Pajarita ha venido a entregarle una carta a la Señorita Catalina —explicó Dorothy con una sonrisa.
—¿De quién es?
—preguntó a Dorothy, que ya se alejaba.
—Me cuentas luego.
Debo llevar unas cosas a la aldea —dijo Dorothy.
Observaba el sobre y se preguntaba quién podía haberlo enviado.
Al abrirlo, sacó la carta y la leyó.
Querida Catalina, Me han invitado a una nueva obra musical mañana en la noche.
Me encantaría que me acompañes, pues Elliot y Sylvia estarán ocupados.
De ser así, agita el sobre en el aire cuando termines de leerlo.
En caso contrario, no hagas nada.
Lo firmaba el Señor Alejandro.
Cati sonrió.
Al girar, encontró a Alejandro mirando hacia el patio desde la ventana de una habitación.
Bebía el té en una taza blanca mientras la miraba.
Sacudió el sobre en el aire, haciéndolo sonreír, y volvió a su trabajo.
Necesitaba un vestido.
Acompañó a Dorothy, que iba a la aldea.
De todas las tiendas de vestidos, la de Weaver era la mejor.
Tal vez encontraría algo apropiado para la noche.
La última vez, había tomado prestado el vestido de Matilda, que devolvió tras el incidente de la fiesta de té.
Aunque había pagado el daño, se sentía culpable.
Mientras Dorothy hacía diligencias, Cati fue a la tienda del Señor Weaver.
Al entrar, escuchó la campana que anunciaba un cliente.
Observó las exhibiciones y encontró un vestido que sería adecuado para el teatro.
—Buenas tardes, Señor Weaver —dijo al hombre, que salía de la puerta trasera.
—Buenas tarde, Señorita.
Veo que ya ha elegido un vestido —respondió el señor.
—Buscaba algo simple y discreto.
Este parece perfecto —dijo observando el vestido antes de mirar al señor.
Mirando alrededor, el Señor Weaver señaló: —Veo que el caballero que la acompañó la vez anterior no ha venido hoy.
—Está ocupado —explicó.
El señor sonrió.
Cati había pensado pedirle a Elliot que la acompañara, pero ya Alejandro había mencionado que tenía trabajo.
—¿Le gustaría probárselo?
Para asegurar que le quede bien.
Puedo arreglarlo al instante —ofreció.
Cati se puso el vestido y salió al espejo, donde notó que todo encajaba perfectamente, a excepción de las mangas, que eran demasiado largas.
Se cambió de nuevo y salió del probador a entregar el vestido al Señor Weaver, pero no lo encontró.
Cuando lo llamaba, de pronto sintió que algo pesado golpeaba su cabeza y sus oídos comenzaron a zumbar.
Perdió la conciencia y cayó al suelo.
Tras cinco horas, Cati se despertó en un cuarto conocido, había estado aquí la noche de brujas.
Era la misma casa abandonada en la que habían entrado Cati y los otros en el camino de vuelta.
La pregunta era, ¿qué hacía aquí?
El cuarto era iluminado por velas en todo el contorno, y unas enormes muñecas en el piso la aterraban.
Parecían demasiado reales para ser muñecas.
—Despertaste —dijo una voz en la entrada.
En la mansión, Alejandro miraba fijamente a Dorothy, que temblaba de miedo.
—¿Qué quieres decir con “desapareció”?
—preguntó, furioso.
—Cati dijo que iría a comprar un vestido en una tienda que ya conocía, y decidimos encontrarnos en la alcabala.
La esperé, y cuando se demoró, fui a buscarla, pero no la encontré—explicó Dorothy nerviosa.
El Señor Alejandro era aterrador.
Elliot, Sylvia y Oliver también estaban presentes.
—¿Dijo que iría a la tienda de Weaver?
—preguntó Elliot.
La mucama asintió con la cabeza.
Algo cobró sentido para el Señor, que dijo: —Oliver, encuentra el nombre de la hija de Weaver.
—Ya tengo sus expedientes —respondió Elliot sacando a la mucama de la habitación —.
La historia es corta.
La esposa murió, la hija se enfermó y también murió.
El hombre quedó solo.
Lo interesante es que los aldeanos creen que practica un hechizo maligno en los vestidos.
Revisé la tienda, pero está cerrada.
No hay nada —explicó con un suspiro.
No sabían qué había sucedido a Cati, ni en qué condiciones se encontraba.
—¿Y el nombre de la hija?
—Es Ana Weaver —respondió Elliot.
De pronto, la escena del estudio se repitió en la mente de Alejandro: —Lo siento —explicó—.
Vi un nombre familiar y me dio curiosidad.
—¿Sí?
—dijo Alejandro, y tomó el papel.
—Sí, la hija del Señor Weaver también se llamaba Julieta.
Parecía triste cuando lo vi hoy en el cementerio —explicó Cati.
Regresando al presente, revisó el escritorio y encontró el papel que buscaba, sacó el registro y comparó los nombres.
La niña llamada Julieta había muerto dos días antes.
¿Por qué mintió el hombre acerca del nombre de su hija?
A menos que ocultara algo.
Y tuvo sentido.
—Envíe a alguien a la tumba de Julieta Benedicto de inmediato —ordenó.
Oliver salió en un instante.
—Creo que encontramos al ladrón de tumbas.
—¿Y Cati?
—preguntó Sylvia preocupada.
—La encontraré—dijo Alejandro, sacando su cadena—.
Prometí protegerla.
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