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Imperio Valeriano - Capítulo 65

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  3. Capítulo 65 - 65 Capítulo 65 – La Amenaza Parte 2
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65: Capítulo 65 – La Amenaza (Parte 2) 65: Capítulo 65 – La Amenaza (Parte 2) Editor: Nyoi-Bo Studio Aero saltó sobre la cama sacudiendo la cola y Cati lo levantó en sus brazos.

—¿No eres lo más hermoso?

—dijo acariciando su cabeza—.

Desearía ser un gato.

Jugó con el gato, que mordía suavemente sus dedos, haciéndola reír.

Aero era, sin dudas, el gato negro más hermoso que había visto.

—Quieres mucho al gato.

Al escuchar la voz, Cati saltó de la impresión.

Un día le daría un infarto.

—¡Malfo!

—exclamó—.

¿No dijiste que irías de viaje?

—Sí—respondió.

El gato inclinó su cabeza, pareciendo observar al fantasma, a diferencia de los otros de la mansión.

—Pero la ciudad fue convertida en un terreno baldío.

Tendré que buscar por todas partes.

Este siempre está contigo —añadió señalando al gato—.

Parece que su maestro le ordenó vigilarte cuando no está.

Sus palabras hicieron que Cati se ruborizara.

—¿Qué?

No, a Aero le gusta la compañía —justificó acariciando su cabeza una vez más antes de soltarlo.

—Seguro.

No veo que se acerque al mayordomo —observó Malfo, haciendo reír a Cati.

—Dudo que siquiera un ratón quiera estar cerca de Martín.

—Bueno —dijo, acostándose en la cama recién tendida—.

¿Sabías que hace años los reyes y reinas tenían animales o, mejor dicho, mascotas que cumplían un propósito?

Un búho, un perro, un lobo, o incluso un gato.

O Murciélagos.

Dependía de qué criaturas les gustaran.

Y eran capaces de cazar cualquier amenaza.

Solían dejarlos con sus seres queridos.

Cati miró a Aero, que parecía indefenso, como un bebé.

—No creas todo lo que ves, cariño.

Las apariencias engañan —le recordó Malfo.

Cuando Cati fue a su habitación, encontró una carta en el suelo, y parecía que la habían pasado por la ranura de la puerta.

La recogió y se dirigió al pequeño escritorio.

Al abrirla, palideció.

Era una amenaza: Sal de aquí, bruja, antes de que te llevemos a la hoguera y te quememos viva.

Una semana, es todo lo que tienes antes de convertirte en cenizas.

Sostuvo el papel con fuerza y sintió que se tensaba.

Era una amenaza vacía, y no debía temer, intentó convencerse.

En primer lugar, no era bruja, y si lo fuera, los quemaría primero por hacer acusaciones vacías.

La destrozó antes de tirarla a la basura.

Se preguntaba si su amiga Anabella tendría a un bebé pronto.

Sacó un papel y comenzó a escribirle una carta.

Pasaron dos semanas y no sucedió nada, pero otra nota, con las mismas palabras, apareció en su habitación.

Al pensarlo, suspiró con fuerza.

El Señor Alejandro y los demás se habían ido de nuevo.

Cati se sentía sola cuando Alejandro no estaba en la mansión.

Se dedicaba al trabajo, conversaba con sus amigos, pero su mente se alejaba pensando en él.

Cada vez que pasaba por la puerta principal, miraba hacia la entrada, esperando ver que regresaban.

Que Alejandro regresaba.

Un día, Cati fue a la aldea a comprar comida con la Señora Hicks.

Amaba el mercado.

Las personas vendían frutas, vegetales y carne.

La carne tenía una sección propia, lejos de los vegetales.

Hombres y mujeres negociaban precios con los vendedores, y la Señora Hicks hacía lo mismo.

Al terminar de pagar los artículos y arreglarlos en el carro, Cati se disculpó y les dijo que se adelantaran, pues tenía algo pendiente.

Cuando habló con el joven y su hermana, descubrió que la pequeña Fania había olvidado su muñeca de trapo, por lo que fue al callejón en el que vivían para buscarla.

Tras cinco minutos, vio a la muñeca con un brazo roto.

Se inclinó a recogerla y la limpió con la mano.

Tal vez podría lavarla y coser los bordes antes de entregársela a Fania.

No podía esperar a ver la sonrisa de la niña.

Justo cuando estaba por irse, sintió un repentino golpe en el estómago y se estremeció.

Al mirar el área, vio a dos personas que habían cubierto sus rostros con paños negros.

El hombre frente a ella haló con fuerza su cabello.

Cati sintió que sus oídos zumbaban junto con un fuerte ardor en su rostro.

—¡Deténganse!

¡Por favor!

—gritaba a sus asaltantes, intentando escapar, pero cada movimiento le generaba más dolor.

El otro hombre la empujó contra un barril y su espalda golpeó algo afilado.

—Considera esta tu última advertencia, bruja.

La próxima vez, arderás viva —amenazó el hombre.

Escuchó pasos que se alejaban y gruñó adolorida y con los ojos cerrados.

No sabía cuánto tiempo permaneció sentada y, respirando profundo, se levantó apoyándose en la pared.

Lo primero era llegar a la mansión, pues no era seguro quedarse.

Al entrar al carruaje, Cati tocó con cuidado su estómago.

No dolía tanto como al momento del golpe; sin embargo, su espalda sí dolía, cerca de la columna.

El hombre la había hecho estrellarse con fuerza contra el barril.

Una mujer que viajaba en el mismo carruaje la observaba fijamente de vez en cuando, haciendo que se sintiera extremadamente incómoda.

Cuando miró su reflejo en la ventanilla, entendió por qué atraía miradas: una marca roja había aparecido en su mejilla.

No había dudas de que tendría un moretón antes del anochecer.

Al llegar a la mansión, miró con cuidado para asegurarse de que no hubiera nadie alrededor.

Cuando uno de los trabajadores cruzó la entrada, Cati entró lentamente y, al girar, descubrió que el mayordomo era quien estaba de pie en las escaleras, y reclamaba a Cintia por quién sabe qué.

Al notar a Cati, el mayordomo perdió la compostura por un instante, adquiriendo una expresión de sorpresa, pero pronto se recuperó.

—¿Qué le sucedió a tu rostro?

—preguntó Cintia con el ceño fruncido.

—Ah, esto —dijo Cati señalando su mejilla con una sonrisa—.

Tropecé con un basurero.

Sabes que soy muy torpe.

Rio nerviosa y se excusó para subir a su habitación.

Cuando Alejandro regresó a la mansión, en su habitación escuchó que llamaban a la puerta.

—Traje el vino que solicitó, Señor —dijo Martín con una reverencia.

—Me alegra que finalmente lograras adquirir el vino Safín más antiguo —dijo Alejandro complacido.

Un vino mezclado con sangre, la más inusual exquisitez.

Era difícil encontrarlo, pues solía venderse en el mercado negro.

El mayordomo entró a la habitación y ubicó la cubeta en la mesa de noche.

—¿Todo va bien en la mansión?

¿Alguien causa problemas?

—preguntó el Señor con una sonrisa mientras abría sus gemelos.

—Todo está como lo dejó, Señor —respondió el mayordomo—.

Aunque sugiero que visite a la Señorita Welcher.

—¿Sí?

—preguntó Alejandro con un gesto confundido—.

¿Volvió a romper las reglas?

—Creo que la Señorita Welcher se metió en problemas —respondió el mayordomo antes de salir.

Se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero antes dirigirse a la habitación de Cati, que tenía la puerta cerrada, la cual golpeó dos veces.

—¿Quién es?

—escuchó a Cati del otro lado.

—Alejandro.

Cati intentaba tocar la herida de su espalda cuando escuchó la puerta.

No sabía si sería bueno recibirlo en este momento.

Su cuerpo dolía y se había saltado la cena.

No se sentía bien, por lo que sólo quería ir a la cama.

—¿Qué sucede?

Me estoy cambiando —dijo, que en parte era cierto.

Se había quitado la parte superior del vestido para intentar limpiar la herida, pero no lo logró.

—Quería hablarte de algo.

¿Podrías abrir la puerta?

—preguntó Alejandro amablemente —.

Esperaré aquí.

—Bien, permítame algunos minutos —dijo Cati arreglando su vestido.

Se dirigió a la puerta y, al abrirla, dijo con una reverencia: —disculpe la demora.

Al levantar su rostro, Alejandro miró molesto la marca en su mejilla, llevó su mano a ella, y siguió el contorno con un dedo.

—¿Qué demonios sucedió en mi ausencia?

—preguntó.

Sus ojos oscurecieron.

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