Imperio Valeriano - Capítulo 66
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66: Capítulo 66 – Confesión (Parte 1) 66: Capítulo 66 – Confesión (Parte 1) Editor: Nyoi-Bo Studio Al sentir su intensa mirada, Cati se sintió consciente de cada milímetro de su rostro, en especial aquellos bajo los dedos del Señor.
Comenzó a decir: —Fue un… Pero el Señor la interrumpió con una sonrisa: —Quiero la verdad.
Nada de mentiras, sólo ve directo al punto.
En ciertos momentos, como este, Cati deseaba no ver la sonrisa de Alejandro.
Era una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, una sonrisa que causaba incomodidad a quien la recibía.
Le recordaba al día que volvieron de la casa del Señor Weaver, cuando negó el dolor de su muñeca, aquel debido al corte que el hombre le hizo con un cuchillo.
En ese instante, Alejandro presionó con suavidad la herida para obtener la verdad.
—Sucedió en la aldea hoy.
Dos hombres salieron de la nada… y me golpearon.
Me advirtieron que abandone la mansión —explicó Cati.
Alejandro escuchaba con atención.
—¿No había nadie contigo?
¿No son la Señora Hicks y los demás responsables de comprar la comida?
¿Dónde estaban?
—interrogó entrando en la habitación y cerrando la puerta tras él.
—Fuimos juntos.
Al terminar el encargo con la Señora Hicks, fui a hacer una diligencia y les pedí que no me esperaran —confesó Cati mordiendo su labio, nerviosa.
Alejandro le indicó que se sentara junto a ella en la cama.
—Ya veo —murmuró antes de sacar un algodón de la caja, que procedió a humedecer.
Sin esperar su permiso, levantó el rostro de Cati con un dedo.
—¿Viste sus rostros?
—le preguntó limpiando suavemente la herida.
—No, los tenían cubiertos —explicó Cati.
Alejandro la atendía con suavidad, asegurándose de no ejercer demasiada presión, lo que hizo a Cati sonreír.
Alejandro se dio cuenta y arqueó las cejas.
Cati, como respuesta, desvió la mirada.
—¿Dónde más te hirieron?
—preguntó Alejandro al terminar con su mejilla.
—El estómago y la espalda —respondió Cati.
—Quítate el vestido.
—¿Qué?
—preguntó Cati sorprendida.
—Necesito ver la herida.
No queremos que se infecte, ¿o sí?
—respondió con seriedad antes de soltar una risita.
—Está bien, Señor Alejandro.
Puedo hacerlo yo —dijo Cati tomando el algodón usado —.
Y mi estómago está bien.
—Sé que te duele la espalda, lo veo en tu forma de caminar —interrumpió Alejandro.
Cati no sabía si debía agradecer o quejarse de las agudas observaciones del Señor.
Su espalda dolía ante la fricción que causaba su vestido sobre la herida.
Aunque se sentía muy agradecida por la amabilidad de Alejandro, le daba una gran vergüenza hacer lo que el hombre le pedía.
—Conseguiré que alguien me ayude —dijo Cati evitando su mirada.
—Prometo que no haré nada indebido —dijo Alejandro con seriedad—.
Ven —añadió, poniéndose de pie.
Parecía que sólo a Cati le intimidaba su sugerencia.
Alejandro se mantenía serio, esperando que la joven tomara su mano.
Muchos de sus vestidos tenían botones en el frente, pero el de esta noche los tenía también en la espalda.
No tendría que quitárselo todo.
Avergonzada, se acercó a él y tomó su mano.
El hombre sonrió como un ángel.
—Voltea —le indicó Alejandro.
Cati le dio la espalda, e intentó calmarse, pues su corazón golpeaba con fuerza cuando las manos de Alejandro tocaron su espalda, desabrochando los botones uno a uno.
Al llegar a la mitad, Cati sintió que los dedos de Alejandro separaban el vestido para mirar su piel desnuda, y rozaban suavemente su piel en el proceso.
A pesar del frío que venía de afuera, sentía que su cuerpo ardía.
Sujetó con fuerza la parte delantera de su falda.
—No puedo esperar a encontrar a los que te hicieron esto —dijo el Señor fríamente.
Como su mejilla, la piel en su espalda tenía una marca, pero además tenía un largo corte en la superficie.
La sangre se había secado.
Alejandro tomó un nuevo algodón y lo humedeció, llevándolo a la herida.
Cati emitió un gemido.
El líquido era desinfectante, por lo que, en una herida abierta, causaba ardor.
Cati sentía que la mano de Alejandro recorría con suavidad la herida; tocaba su piel, y sus ojos estaban llenos de ira.
Alguien se había atrevido a hacer algo semejante, intentar arrancar las alas de su mariposa.
Cuando Alejandro cerró de nuevo el vestido, Cati giró para agradecerle cuando, repentinamente, sintió que la tomaba en un fuerte abrazo, y enterró su rostro en el pecho de aquel hombre.
El olor de su camisa fresca se mezclaba con su esencia tan masculina.
Se sentía más cálido que una chimenea en el invierno.
Aunque había confesado sus sentimientos, Cati no sabía qué significaba para él.
—¿Ale?
Alejandro murmuró suavemente antes de hablar: —El antiguo Señor del Sur ha estado creando documentos fraudulentos para sacar a los Señores vampiros de los puestos del Concejo.
Además de eso, ha habido varias discusiones acerca de la división de los imperios y las criaturas para evitar una escalada del conflicto a futuro.
—¿División?
—preguntó Cati confundida.
—Sí.
Norman es un hombre muy astuto, para ser humano… Incluso teniendo más de cincuenta años, quiere sabotear y debilitar la relación entre los vampiros y los humanos —explicó Alejandro —.
Han aparecido muchos cuerpos humanos en el Imperio del Sur, y Norman afirma que es obra de los vampiros.
Quiere un imperio libre de vampiros, sólo habitado por humanos.
—Pero eso destruiría el balance —acotó Cati.
—Es lo que quiere.
Una pequeña chispa puede causar un incendio que destruya a un bosque completo.
Lo sabemos; por ende, el caso está siendo rigurosamente investigado.
Me alegra no haberme quedado en el Concejo otra semana —murmuró lo último antes de separarse de Cati.
Sus ojos rojos eran verdaderamente cautivadores: llenos de poder y dominación.
Las manos de Cati soltaron lentamente su camisa, pero Alejandro la sujetó.
—Nunca abandones la mansión —dijo.
El corazón de Cati saltaba.
Se refería a las palabras de los hombres del callejón.
—No lo haré—susurró.
El Señor, que no parecía convencido, insistió: —Lo digo en serio, Cati.
Quiero que te mantengas donde pueda verte.
Con todos los incidentes que has enfrentado, no sé si los problemas te siguen o tú los sigues a ellos.
Me hace querer encerrarte en la torre más alta de la mansión, y guardar la llave yo mismo.
Al notar la expresión preocupada en el rostro de Cati, agregó con una sonrisa: —Bromeaba.
—Jajaja —le siguió la corriente Cati, aunque dudaba que fuera una broma.
—No perdonaré a nadie que intente lastimarte.
Habrá venganza —dijo Alejandro.
—¿Por qué?
—preguntó.
Sus ojos inocentes lo miraban con insistencia.
—Te diré esto sólo una vez, así que presta atención —declaró Alejandro arreglando el cabello de Cati —.
Sé que conoces mis aventuras anteriores con otras mujeres.
No sé qué tienes, pero me intrigas como nadie más lo ha hecho.
Siento que eres mía, y debo protegerte y cuidarte.
Mientras te tenga, prometo que no tocaré a otra mujer.
Cati sintió que sus mejillas ardían.
Bien podría morir de felicidad.
Si pudiera, saldría al balcón a gritar hasta quedarse muda.
Cerró la caja de primeros auxilios y la llevó a su lugar, en el baño, mientras Alejandro se deshacía de los algodones usados.
En el basurero, notó unos papeles rotos y, sintiendo curiosidad, se los llevó al bolsillo.
—No te quitaré más tiempo.
Ve a la cama.
Buenas noches —dijo Alejandro cuando Cati regresó a la habitación, y besó suavemente su frente.
—Buenas noches —respondió Cati.