Imperio Valeriano - Capítulo 69
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69: Capítulo 69 – Mentiras (Parte 2) 69: Capítulo 69 – Mentiras (Parte 2) Editor: Nyoi-Bo Studio Cuando finalizó la cena, Cati había tomado tres copas de vino y se sentía en el aire.
Miró a Alejandro y sintió una suave sonrisa brotando en sus labios.
Su primo estaba bien y ella había cenado con el Señor.
Se sentía feliz.
Se preguntaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se sintió así.
Todo parecía irreal.
Meses atrás, jamás le habría creído a alguien si le decían que cenaría a la luz de la luna con el Señor Valeriano.
A diferencia de la mayoría de las veces, su cabello no estaba prolijo, pues la brisa lo había despeinado.
Martín tocó la puerta.
Venía con Margarita a limpiar la mesa.
Margarita salió de la habitación mientras el mayordomo daba los reportes diarios de la mansión y la correspondencia al Señor.
Alejandro despachó a Martín y, al regresar, encontró a Cati apoyada en la mesa.
—¿Cati?
—llamó.
Cati murmuró algo.
Sus ojos apenas abiertos.
—Baja tolerancia al vino.
Lo tendré en cuenta —murmuró Alejandro antes de llevarla cargada a la cama.
Respiraba suavemente.
—Duermes tan indefensa.
¿No estás al tanto de los peligros que te rodean?
—dijo Alejandro alejando el cabello de su rostro.
Mirando la hora, recordó que debía hacer algo.
Robó una última vista a la chica antes de cerrar la puerta de la habitación.
Una tarde, Cati había regresado a su trabajo habitual y tarareaba una canción mientras cortaba vegetales.
Pronto podría reencontrarse con su primo, y esperaba con ansias, aunque no sabía cuándo vendría.
—Alguien parece de buen humor —comentó Dorothy, que estaba al otro lado de la habitación.
—Finalmente tuvo lo suyo —Matilda comentó con un tono apagado.
—¡Mati!
¡No lo digas así!
—dijo Dorothy antes de dirigirse a Cati—.
¿Lo hiciste?
—¡No!
—exclamó Cati perpleja.
—Qué aburrido.
Pensé que ya lo habían hecho al menos dos veces, conociendo la fama del Señor Alejandro —señaló Matilda.
—¿En serio?
—dijo Cati incómoda.
—Tal vez sólo la está usando —afirmó Cintia con total seguridad.
Luego, bajando la voz, dijo: —Sin ofender, pero, como dice Matilda, el Señor tiene un fuerte impulso en cuanto a actividades sexuales.
—Son tan ordinarias —acusó Dorothy—.
Sabemos que los vampiros tienen más deseos sexuales que los humanos.
No debería ser sorpresa.
Sin ofender, Cintia, pero todos sabemos que se acostó contigo hace unos tres años, pero eso fue todo.
Si tienes ojos, deberías ver que el Señor siente algo por Cati.
—No importaría si no tienes experiencia —indicó Cintia—.
El Señor prefiere las mujeres con experiencia, alguien que sepa qué hacer y no se quede ahí como un tronco.
Necesita experiencia.
—¿Cómo sabes si es un tronco?
Cati puede… —¡Basta!
—gritó Cati.
Sentía que sus mejillas ardían ante la conversación.
—Agradezco que se preocupen, pero creo que debemos continuar con el trabajo antes de que llegue la Señora Hicks.
Como era de esperarse, la Señora Hicks entró de inmediato, bombardeándolas con la lista de labores para el almuerzo.
Mientras Cati continuaba trabajando, su buen humor se vio reemplazado por la contemplación.
Sabía cómo eran las vidas de los vampiros, en especial de los de alta sociedad.
Poder, sexo, muerte.
Eso era lo importante.
Pensando en los últimos días, se dio cuenta de que el Señor la había besado sólo una vez en los labios cuando regresaron del teatro.
No había vuelto a tocarla de esa manera.
Sin olvidar lo ocurrido dos días atrás.
Había escuchado que las mujeres sangraban al perder la virginidad y probablemente era algo sucio; mordió su labio, preocupada.
¿Era por eso que el Señor prefería a las mujeres con experiencia?
Por supuesto, no lo haría por primera vez con cualquiera, pero tener un poco de conocimientos acerca de qué hacer y qué no le resultaría útil.
Al día siguiente, Cati y Cintia fueron a la aldea a comprar suministros para la mansión.
Cati, que sentía curiosidad, decidió preguntarle a Cintia acerca de su experiencia con hombres.
Cintia le explicó qué les gustaba y qué no, y qué les resultaba agradable.
Cati sentía que la mujer era buena; le explicó cómo y cuándo hacer cosas que ni siquiera sabía que existían.
Hicieron un desvío y entraron a un lugar en el que vendían un producto para remover el vello corporal.
Se vendía en el mercado negro, y sólo algunos podían obtenerlo, pues era obra de brujería.
Cati estaba sorprendida ante la existencia de cosas como esta.
Al terminar sus diligencias, Cati fue con Cintia a un lugar en el que le explicó cómo usar el producto.
Al salir, Cati sentía que le habían quitado una capa de piel.
Era extraño.
Y luego fueron a conocer a un amigo de Cintia.
—Este es Javier —presentó Cintia—.
Y esta es Cati.
El hombre no parecía amigo de Cintia, pues hablaban de forma provocativa.
—Cati, te traje para mostrarte cómo hacer algunas de las cosas —dijo la mujer.
—¿Qué?
¿Mostrarme?
—preguntó Cati.
Esto no estaba en sus planes.
—¡No te preocupes!
No quise decir esto.
No lo haremos de verdad —dijo—.
Ven, Javier.
Cati rio nerviosa y se sentó, su rostro ruborizado totalmente.
Cintia era verdaderamente atrevida.
No habían pasado diez minutos cuando Cintia salió de la cama en la que estaba Javier, diciendo que había olvidado algo y regresaría pronto, dejando sola a Cati, que esperó un rato, pero Cintia no regresó.
—Ya me voy.
Gracias por la hospitalidad —dijo Cati dirigiéndose a la puerta.
—Estoy seguro de que volverá pronto —dijo el hombre bloqueando la salida.
—Está bien.
La encontraré en el camino.
Yo también olvidé algo —dijo Cati.
La sonrisa del hombre cambió.
—Dije que ya regresa.
¿Por qué no intentamos algo mientras?
No tendrás que esperar —dijo cerrando la puerta.
Se había metido en problemas.
De nuevo.
Había confiado en Cintia, pensando que era buena y confiando en su palabra, pero era mentira.
Cintia odiaba a Cati.
Sólo había fingido ser buena para que le siguiera la corriente y cayera en su trampa.
Cuando Cati fuera usada, ningún hombre la querría.
—Si quieres dinero, ten todo —dijo Cati sacando las monedas de su cartera—.
Por favor, déjame ir —solicitó.
Su garganta se secaba.
—Es inusual ver a una mujer de tu posición.
Buena raza.
Escuché que le gustas al Señor.
Tal vez yo debería probarte —dijo tomando su mano.
Cati gritó pidiendo ayuda.
Tomó el objeto más cercano y lo golpeó contra la cabeza del hombre.
—Puedes gritar tanto como quieras porque nadie te salvará.
En esta parte de la aldea, nadie presta atención.
—¡Detente, por favor!
—gritó.
El hombre se montó sobre ella.
—¡Detente!
Tan pronto como el hombre se subió a Cati, alguien lo levantó y lo lanzó contra la pared.
Mirando alrededor, Cati encontró a Alejandro en la habitación, furioso.
Cuando sus miradas se encontraron, Cati sintió un nudo en la garganta.
Alejandro estaba molesto; se notaba en su rostro.
Sus ojos volvieron al hombre tendido en el suelo, lo levantó sin esfuerzo, y dijo: —Tienes agallas.
Te atreves a tomar algo que no te pertenece.
¿Alguna última palabra?
—preguntó.
El hombre lo miraba aterrado.
—Espere… por… —No lo creo —dijo el Señor Valeriano.
Clavó sus dedos directamente en el corazón del hombre, y sus gritos de dolor resonaron en la habitación.
Alejandro enterró sus dedos en la carne de aquel canalla.
—¡Ale, basta!
—suplicó Cati incapaz de seguir escuchando los gritos.
—¿No te dije que acabaría con cualquier hombre que intentara hacerte algo?
—replicó.
Dejó el cuerpo a un lado cuando el hombre dejó de defenderse y, con un pañuelo, limpió sus manos.
—Pero… —Ni una palabra —interrumpió Alejandro—.
Hablaré contigo cuando regresemos a la mansión.
Caviar, arregla esto.
Nos vamos a la mansión.
Caviar inclinó la cabeza y permaneció en silencio.
Cati nunca había visto esta faceta del Señor, y le temía.
Al llegar a la mansión, sintió que Alejandro tomaba su mano al caminar hacia su habitación, donde la empujó en la cama.
Parecía un depredador, y sus ojos habían oscurecido de ira.
Cati intentó sentarse, pero Alejandro estuvo de inmediato a su lado.
Sus dedos se enredaban en el cabello de la chica y le dieron un suave tirón que la tomó desprevenida.
—Pensé en darte comodidad, darte tiempo, pero parece que no era necesario —dijo con un tono gentil—.
No sabía que necesitabas aliviar tu tensión sexual.
—Es un malentendido —explicó Cati—.
No fui a hacer nada ahí.
—¿No?
Entonces explícame por qué estabas en la calle roja —preguntó Alejandro.
—Yo… —¿Sí?
—insistió.
—Yo… Cati se sentía avergonzada.
Si no hubiera salido este día, no estaría teniendo esta conversación.
Sintió otro tirón en su cabello que le recordó que el Señor esperaba una explicación.
—Cintia me explicaba cómo… Quiero decir… Cati sintió que su corazón daba un vuelco cuando Alejandro dijo: —Te tendré esta noche.
Prepárate.
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