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Imperio Valeriano - Capítulo 70

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70: Capítulo 70 – Ansias (Parte 1) 70: Capítulo 70 – Ansias (Parte 1) Editor: Nyoi-Bo Studio Cuando Alejandro entró en el calabozo subterráneo, escuchaba los agudos gritos de una mujer junto con el sonido de un látigo.

Caminando entre las oscuras celdas, miró hacia una donde las paredes estaban salpicadas de sangre.

Dos cadáveres yacían en el suelo, y pertenecían a los hombres que habían amenazado y lastimado a Cati en la aldea.

Conociendo las conexiones del empleado del establo, fue fácil encontrar a los hombres responsables del trabajo sucio del imperio.

Caviar había crecido en la parte oscura de la aldea.

Fue empleado por Alejandro cuando lo atraparon luchando con un hombre mayor.

Ambos hombres aparecieron frente a él una tarde y le tomó bastante tiempo conseguir la verdad.

Alejandro se sorprendió al saber que la persona tras el ataque era una mucama en la mansión.

Al obtener lo que quería de ellos, los asesinó sin piedad, como un asesino a sangre fría, con sus propias manos.

Siguió avanzando y se detuvo en la celda en la que se encontraba la mucama, atada con cadenas, inconsciente y en el suelo.

El guardia que la vigilaba trajo un balde de agua caliente que procedió a arrojar a la mujer, despertándola de golpe.

Los ojos de la mujer se abrieron de forma exagerada cuando notó quién estaba junto al guardia.

Cuando Cintia dejó a Cati sola en la zona roja, planeaba escapar a la mansión sin que nadie la viera, y regresar a sus labores.

En cambio, la detuvo un carruaje que la llevó al calabozo, en el que vio la sangre de los hombres a quienes conocía.

Había sido cuidadosa.

¿Cómo la atraparon?

Y ahora enfrentaba al Señor de Valeria, de pie con una expresión tranquila.

Sabiendo que lo había planeado todo, aún podía intentar librarse.

Incluso si los hombres la delataron, estaban muertos.

Por ende, no había testigos ni evidencia de que hubiera hecho algo.

Entrando en su personaje, preguntó: —¿Por qué estoy aquí?

—Me pregunto lo mismo —dijo Alejandro, indicando al guardia que se marchara—.

Si me pudieras explicar, sería excelente.

—No entiendo de qué hablar, Señor Alejandro.

Creo que me ha confundido con otra persona —respondió Cintia con cuidado.

—Eres una linda actriz.

Suelo tener mucha paciencia, pero hoy se me ha agotado —dijo—.

Así que comienza a hablar.

La mujer lo miró con los labios tensos.

Al ver que se negaba a hablar, Alejandro avanzó.

Siempre había métodos para hacer que alguien hablara.

Cintia intentó alejarse, pero fue incapaz de moverse, como si estuviera congelada.

Sintió que levantaba su mano del suelo, y el gesto la tranquilizó: el Señor la miraba.

Entonces escuchó que Alejandro decía: —He estado pensando en métodos para interrogar a las personas en el calabozo.

Desafortunadamente, no hay muchos huéspedes.

Rozaba los dedos de la mujer con su pulgar.

Tomó uno de sus dedos y lo tocó hasta la uña, que levantó suavemente antes de romper en un rápido movimiento.

Cintia gritó de dolor y el sonido llenó la celda.

La sangre salía de su dedo, en el que ya no había una uña.

Cintia lloró cuando sintió que el Señor hacía lo mismo a otros dos de sus dedos.

—¿Lista para hablar?

—preguntó Alejandro ladeando la cabeza.

Cruzó la celda y giró a mirarla de nuevo.

—No hice nada para merecer esto, Señor Alejandro —afirmó—.

¿Por qué me hacen esto?

Alejandro suspiró.

Esta parecía obstinada.

—Permíteme refrescar tu memoria.

¿Por qué llevaste a la Señorita Welcher a la zona roja?

Incluso entre tanto dolor, Cintia sentía la ira y el odio que surgían ante la mención de la mujer.

Disimuló sus emociones y respondió: —Ella me lo pidió.

Quería experiencia con otro hombre y la llevé por su propio deseo, Señor.

No entiendo por qué me castiga si ella lo pidió.

Llorando, llevó su mano al pecho y la sujetó con fuerza.

—¿También pidió que la violaran?

—preguntó el Señor.

La mucama miró hacia arriba satisfecha.

Pobre Cati, pensó, ahora estaba sucia.

—Le pregunté si quería ir conmigo a buscar una encomienda con un conocido, pero dijo que me esperaría —respondió—.

¿Está bien?

Ignorando la pregunta, Alejandro dijo: —Un pajarito me dijo que no te encontraste con nadie, y la dejaste sola.

La empujaste por las escaleras —añadió.

Su rostro palidecía.

—¿De qué habla?

—¿Por qué la empujaste?

—insistió Alejandro mirando a la mujer a los ojos.

—¡Esas son acusaciones falsas!

Alguien intenta involucrarme en algo que no hice —se defendió Cintia —.

¿Qué obtendría si le hago algo?

Malfo estaba fuera de la celda con la espalda en la pared, escuchando la conversación.

Salió en la mañana y, cuando regresó, Cati había ido a la aldea.

Cuando intentó buscarla, la encontró con la mujer de la que sospechaba.

Era la mujer del ático.

Y cuando intentó hablar con Cati, notó que no podía verlo ni escucharlo, como si no existiera, por lo que buscó al Señor, intentando llamar su atención, y parecía haber funcionado.

Por esto se preguntó por qué no había logrado que Cati lo notara.

Al mirar la escena ante él, decidió que no era buena idea enfrentarse al Señor, aunque no tenía intención.

En tres horas, el Señor había asesinado a tres personas, y pronto serían cuatro.

Este hombre causaba terror.

En este momento era pura maldad.

Mirando a sus manos, frunció el ceño recordando cuando estaba vivo, y lo doloroso que resultaba cortar mal una uña.

Pensar en que se la arrancaran le dio escalofríos.

—Amenazarla con cartas y lastimarla físicamente para que se vaya de la mansión.

Debes tener agallas para hacer eso frente a mí.

¿Pensaste que lograrías sacarla mientras yo esté aquí?

—dijo.

No era realmente una pregunta.

—¿Por qué ella?

—susurró Cintia adolorida.

El dolor no se debía a sus dedos sangrantes.

El Señor Alejandro nunca se había interesado en una mucama.

Entonces, ¿por qué Cati?

Alejandro miró a la mucama, que tenía la cabeza baja y sujetaba su falda, temblando.

—No soy distinta a ella.

Era una niña pura como ella y me entregué a usted cuando lo pidió, sin preguntas —lloró.

Sus ojos brillaban.

—Mi sangre, mi cuerpo, y mi corazón.

¿Por qué es ella diferente?

¡Lo he amado todo este tiempo!

—confesó—.

Por favor, elíjame a mí—suplicó—.

Seré la mujer que quiere que sea.

Yo… —Qué vil —dijo Alejandro con un tono indiferente—.

Olvidas tu lugar.

Una mucama no debería cuestionar a su Señor, ni esperar nada a cambio.

¿Has olvidado las reglas?

Pensar que me entregaré a ti.

—¿Por qué ella?

No es virgen.

¡Fue violada!

En un instante, la mano de Alejandro fue directamente al cuello de Cintia y la asfixió.

—Si ese fuera el caso, no habrías sobrevivido tanto tiempo —dijo con una risa oscura.

Enterró sus dedos en la garganta de la mujer y continuó: —Debí haberte matado antes.

La mujer luchaba por respirar.

Sus manos lo empujaban intentando alejarse, pero se hacía más débil a cada segundo.

Al verla luchar, la lanzó al suelo.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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