Imperio Valeriano - Capítulo 86
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- Capítulo 86 - 86 Capítulo 86 - Decisión del Concejo Parte 1
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86: Capítulo 86 – Decisión del Concejo (Parte 1) 86: Capítulo 86 – Decisión del Concejo (Parte 1) Editor: Nyoi-Bo Studio Algunas horas más tarde, Cati despertó y, aún soñolienta, frotó sus ojos.
Pronto notó que pasó la noche en la habitación del Señor.
Había quedado inconsciente cuando Alejandro bebió su sangre.
Sintió dolor cuando los colmillos del Señor perforaron su piel; recorrió su cuello suavemente, sintiendo la piel tersa bajo sus dedos, y un dolor perceptible apareció ante la presión.
Fue un momento muy íntimo: la abrazaba con fuerza mientras succionaba la sangre de su cuello.
Cati aún sentía la urgencia de aquellas manos en su cuerpo, fervientes y apresuradas.
Al mirar hacia abajo, notó que la parte delantera de su vestido estaba rota.
Faltaban algunos botones, y los demás guindaban precariamente de un hilo.
El Señor Alejandro no estaba en la cama, ni en la habitación, de hecho.
Al notar que las cortinas volaban frente a las puertas abiertas, Cati salió de la cama y se dirigió hacia el balcón, donde encontró a Alejandro, que parecía relajado, fumando un cigarro, con las piernas estiradas frente a él y la espalda apoyada en la silla.
Cati observó cómo se llevaba el cigarro a los labios, inhalando profundamente antes de expulsar el humo al aire de medianoche.
Nunca le agradaron los cigarros.
Aunque el humo no afectaba a los vampiros, sí que era dañino para la salud de los humanos.
Le disgustaba el olor, y fruncía el ceño al encontrarse a otros fumando.
Pero era diferente cuando el fumador era el Señor Alejandro, con sus elegantes dedos sujetando el cigarro.
Incluso el turbio humo lucía tentador al salir de sus labios.
Cati se acercó a él, lo que hizo que su vista abandonara el bosque y se enfocara en la joven.
—Considerando la cantidad de sangre que bebí, no pensé que te despertaras antes del amanecer —dijo apagando el cigarro—.
¿Cómo te sientes?
Cati tomó su mano y se sentó en su regazo antes de responder: —Un poco mareada.
Sintió que la mano del Señor se entrelazaba con sus dedos de forma juguetona.
Cuando Alejandro acarició las puntas de los dedos de Cati, notó que su respiración se agitaba.
Con su experiencia, el Señor sabía exactamente cómo provocar a una mujer.
Tocar los dedos de esta forma causaba la misma sensación que un beso en los labios.
—Necesitas descansar.
Vamos de vuelta a la cama.
Cati negó con la cabeza rápidamente.
Al verlo, Alejandro preguntó: —¿Qué sucede?
—Es… Es solitario.
—¿Solitario?
—Ir a la cama —respondió—.
Es su cama.
Debería ir a dormir a la mía.
Miró sus manos entrelazadas y notó lo pequeñas que eran las suyas comparadas con las del Señor.
Sintió un tirón y, al mirar a Alejandro, notó una tierna sonrisa en su rostro, lo que hizo que el corazón de Cati diera un vuelco.
—Mi preciosa niña —susurró acercándola.
Sus narices se tocaron.
Cati cerró sus ojos y escuchó: —¿Qué haría sin ti?
Saboreando esta cercanía tan hermosa en la tranquila noche, Cati suspiró satisfecha.
—Si lo que deseas es compañía en la cama, sólo debes pedirlo —dijo con un tono pícaro —.
Aunque supongo que ahora no tienes sueño.
Alejandro tocó el cuello de Cati, encontrando las marcas rojas sobre su piel.
—No duerme mucho —dijo Cati mirándolo a los ojos—.
¿Es algo de los vampiros?
Sentía curiosidad.
—No… Supongo que es un hábito que he tenido por varios años.
No hay tiempo, días sin noche, cuando vives como criatura nocturna.
Todo es igual, mundano.
—¿De verdad?
Pensé que era interesante —dijo Cati con el ceño fruncido.
—¿Por qué?
—preguntó Alejandro indulgente.
—Los vampiros viven más que los humanos, por lo que tienen la ventaja del tiempo.
Hay tantas cosas por hacer, tienen la oportunidad de ver la llegada de la vida… Se dio cuenta de que había entrado en un tema que solía evitar, pero el Señor continuó: —Y veo la muerte.
¿Qué es el tiempo si no es aprovechado?
Cuando vives sólo para ver terminar las vidas de quienes te rodean, hasta que llegue tu turno —dijo con indiferencia tomando la otra mano de Cati, recorriéndola con su pulgar.
Lo que dijo era cierto: ser vampiro era una desventaja, ver cómo mueren los humanos a los que quieres.
La vida de un humano es frágil, mientras los vampiros viven más tiempo y envejecen con lentitud.
Era casi como si los vampiros fueran inmortales, en especial los de sangre pura.
Los semi-vampiros eran aquellos convertidos por otros vampiros, y su longevidad dependía de quién los había convertido.
Aunque, al final, la muerte era inevitable para todos.
Ella era humana, pensó.
Desviando su mirada, su mente se fue a todas las posibilidades en las que había pensado anteriormente, incluyendo aquellas señaladas por su primo.
Era humana, una vida frágil en este mundo.
Incluso si ambos terminaban juntos, había muchos factores.
El hombre junto a ella era un Señor, el Señor de un imperio.
Crear un lazo significaría la vida, pero también la muerte.
—Debí haber ido a caminar —murmuró Alejandro llevando la muñeca de la joven a sus labios.
Viendo cómo controlaba su respiración, y cuán tensa estaba su mandíbula, Cati entendió que Alejandro sentía dolor.
Quería ofrecerle su sangre si ayudara a reducir su incomodidad.
Incluso la firmeza de su agarre había aumentado, pero en segundos se desvaneció la tensión.
—¿Has escuchado la historia de la gallina que ponía huevos de oro?
—preguntó Alejandro.
—Sí.
Era una historia vieja que solía ser contada a niños pequeños.
—¿Me la podrías contar?
En tus palabras, por supuesto.
Como te sientas cómoda.
Cati asintió y comenzó: —Había una vez una familia que tenía una granja al sur del imperio.
No tenían hijos, pero tenían muchas gallinas, pollos, gansos y vacas.
Entre ellos había una gallina que ponía un huevo de oro cada día antes del amanecer.
Un día, la pareja cayó víctima de su codicia y asesinó a la gallina —concluyó.
Sin saber si estaba en lo cierto, preguntó: —¿Esa es la que quería escuchar?
—Esa misma.
Hace mucho tiempo que la sangre de una persona no me resultaba tan satisfactoria.
Beber hasta la última gota —respondió Alejandro con un suspiro.
Cati no sabía cómo reaccionar a ser comparada con la gallina.
Mirándola, Alejandro añadió riendo: —Tranquila.
No pienso matarte.
No soy tan tonto como esa pareja.
Te mantendré a salvo.
En momentos como este, Cati sentía que el Señor Alejandro era muy peligroso.
Sentía que pisaba un hielo delgado.
La brisa de la noche soplaba y Cati tembló.
Tenía la piel de gallina.
El Señor Alejandro la llevó de vuelta a la habitación, cerrando a su paso las puertas del patio para detener el viento.
La llevó al baño y abrió la llave, dejando que el agua caliente llenara la bañera.
¿El Señor planeaba tomar un baño?
¿A esta hora tan extraña?
Pero entonces recordó sus palabras: el tiempo no importaba en su mundo.
Queriendo darle privacidad, Cati se dispuso a salir, pero Alejandro le dijo: —¿A dónde vas?
Cati se giró y encontró su intensa mirada.
—Tomaremos un baño —dijo acercándose a ella.
—Creo que estoy bien —dijo nerviosa.
Al intentar escapar, Alejandro tomó su mano.
—Claro que sí—murmuró.
Sus manos ya se encargaban de los botones del vestido de Cati.
—Te necesito —fue lo único necesario para convencerla.
Permanecía sentada en el centro de la bañera llena de agua caliente, de espaldas a Alejandro, y el vapor se elevaba a su alrededor.
Alejandro había visto su cuerpo, pero nunca se habían bañado juntos.
Le daba vergüenza.
Sentía sus hombros tensos y sus ojos muy abiertos, mirando el vapor.
El baño del Señor era magnífico, con velas en cada rincón que brindaban una cálida luz dorada.
El nivel del agua no alcanzaba su cuello, pero cubría hasta su cintura, brindando cierta discreción ante los ojos del Señor de Valeria.
Mientras él se desvestía, Cati se cubrió los pechos dividiendo su cabello al medio y dejando que colgara sobre sus hombros.
—¿Qué haces tan lejos?
—dijo Alejandro con una risita.
Posó sus manos en los hombros de la chica y Cati sintió que su vista se nublaba.
—Relájate, cariño.
No quiero que te desmayes en el baño.
Respira profundo —susurró el Señor en su oído.
—Pide lo imposible, Señor —murmuró Cati.
Alejandro rio.
—No sabía que respirar era tan difícil —dijo ladeando la cabeza—.
Déjame respirar por ti, entonces.
Giró a Cati y recorrió sus hombros y brazos antes de depositar sus manos en la cadera de la joven.
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