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Life And Order - Capítulo 1

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  4. Capítulo 1 - 1 Capítulo I Lo que perdí lo que encontré
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1: Capítulo I: Lo que perdí, lo que encontré 1: Capítulo I: Lo que perdí, lo que encontré La mañana se filtraba suave por los cristales, acompañada del canto leve de las aves que rondaban las azoteas.

Afuera, las voces de los vecinos daban vida al barrio dormido.

Abrí los ojos lentamente, como quien despierta de un sueño denso, y en cuanto la conciencia volvió a mí, salté de la cama con decisión.

Tenía que darme un baño, ponerme el uniforme y salir rumbo al instituto.

Mientras caminaba por las calles aún frescas del amanecer, mi mente, como cada día, se desvió hacia ella.

¿Cómo estará hoy Zoey?

pensé, esbozando una sonrisa que no necesitaba permiso para nacer.

Llevábamos dos años juntos, y aun así cada pensamiento suyo me estremecía con la misma intensidad que la primera vez.

Zoey era… mi todo.

El amor que nunca creí merecer.

Mi motivo para seguir.

Pero incluso las mentes más enamoradas están marcadas por sombras.

Y la mía, a veces, no puede evitar volver a aquella noche.

La noche que lo cambió todo.

Tenía trece años.

Una edad en la que uno cree que los monstruos viven debajo de la cama.

Pero yo descubrí que los verdaderos se esconden entre nosotros.

Que pueden entrar por la puerta principal.

Fue rápido.

Caótico.

Un ruido.

Una figura vestida de negro, flaca pero ágil.

Llevaba capucha, y unos ojos… unos ojos que aún me despiertan por las noches.

Retorcidos.

Hambrientos.

Enfermos.

Mi padre —un hombre fuerte, de físico imponente— nos escondió a mi madre y a mí en un clóset del pasillo.

Recuerdo su voz diciéndome que no hiciera ruido, que todo estaría bien.

Mentira.

Lo vi todo por una rendija.

Lo vi luchar, resistir, sangrar.

El intruso tenía una habilidad innatural con la navaja; cada movimiento era certero, cruel.

Las heridas que le hizo a mi padre no fueron solo físicas.

Mi madre, impulsada por el terror, por el amor, salió de nuestro escondite para ayudarlo.

Y fue entonces que todo se quebró.

El cuchillo cruzó su garganta como si fuera papel.

Mi padre, enloquecido, golpeó al asesino con tanta fuerza que juraría haberle roto el pecho.

Pero ya era tarde.

Cansado, herido y roto por dentro, mi padre no pudo resistir el siguiente ataque.

Un corte limpio, preciso, lo dejó sin vida.

El asesino, quizás aturdido por el golpe, no me vio.

No supo que un niño lo observaba todo desde la oscuridad.

Ese día lo perdí todo.

Fui entregado a mi único familiar: el hermano de mi padre.

Un hombre ausente, que siempre estaba de viaje, mandando transferencias de dinero pero sin mostrar nunca verdadero interés.

Me crie solo.

Abandonado, incluso estando acompañado.

Durante años pensé en rendirme.

En desaparecer.

¿A quién le importaría?

me preguntaba.

Y muchas veces la respuesta era: a nadie.

Hasta que apareció Zoey.

Una chica de sonrisa serena, con el cabello corto que rozaba sus hombros, delgada, con ese aroma suave que dejaba un rastro de paz al pasar.

Su rostro parecía sacado de una portada de revista, pero lo que más me atrapó fue su forma de mirarme… como si realmente me viera.

Como si supiera lo roto que estaba, y aún así eligiera quedarse.

Nos conocimos y tres meses después comenzamos a salir.

Fue tan natural como respirar.

A su lado, las heridas se hicieron más llevaderas.

El dolor retrocedía.

Me devolvió algo que creía perdido: la sensación de ser importante para alguien.

Con ella dejé de ser un sobreviviente.

Empecé, por fin, a vivir.

Después de un largo rato caminando, llegué al instituto.

El bullicio de los estudiantes llenaba el ambiente, pero mis ojos solo la buscaban a ella… y ahí estaba, de pie bajo la sombra de un árbol, tan hermosa como siempre.

Zoey.

—Hola, Zoey.

¿Cómo estás, cariño?

—le pregunté, acercándome con una sonrisa que se me escapó del alma.

—Algo aturdida por el día de hoy… ya sabes, comienzo de clases —respondió, frotándose ligeramente la sien.

—Lo entiendo.

Deberíamos ir a clase antes de que lleguemos tarde.

—Sí, vamos.

El aula de historia nos recibió con el mismo olor a papel viejo y metal tibio de siempre.

Me senté a su lado, mientras el profesor ingresaba con paso firme y rostro serio.

—Buenos días, jóvenes —dijo, mientras escribía su nombre en la pizarra—.

Hoy les hablaré de nuestra historia.

Una historia que comenzó hace diez años, cuando todo cambió.

Las luces tenues del salón parecían reforzar el tono solemne de sus palabras.

Lo escuchábamos atentos, como si de pronto sus palabras pudieran abrir puertas a verdades ocultas.

—En ese entonces, vivíamos en una civilización avanzada, tecnológica, cómoda… pero también arrogante.

Y entonces, llegó él.

Un mensajero venido de arriba —dijo, apuntando con el dedo al cielo—.

No sabemos si era un dios, un ente superior o simplemente un enviado.

Solo sabemos que vino con un mensaje claro: Prepárense para lo que se avecina.

Y con ese mensaje, nos entregó algo que cambió el curso de la humanidad para siempre: los Estelaris.

Un murmullo recorrió el salón.

Todos sabíamos de ellos.

Todos soñábamos con uno.

—Los Estelaris son cubos de origen desconocido que eligen a su portador y se transforman en una armadura y un arma única.

Son entidades tecnológicas, pero con propiedades que desafían toda lógica humana.

Cada Estelaris pertenece a una clase distinta: Plebeyo, Noble o Rey.

Sin embargo, no importa el estatus social, la raza o el género… el Estelaris elige por sí mismo.

Un vagabundo puede recibir un Estelaris de clase Rey.

No está en nuestras manos decidir eso.

El profesor hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran.

—Pero hay una condición para que uno de estos te elija: debes alistarte en el ejército de tu nación.

Solo entonces se activan.

Solo entonces comienzan a buscar.

Zoey cruzó una mirada conmigo.

¿Lo haríamos?

¿Nos enlistaríamos algún día?

—Nuestra nación, Yernam, está actualmente en guerra con Talirius y otras potencias.

Todo comenzó con ataques injustificados, emboscadas cobardes.

Por eso, necesitamos elegidos.

Necesitamos nuevos portadores de Estelaris.

El profesor caminó hasta su escritorio, donde sacó una réplica de uno de los cubos.

Todos nos inclinamos hacia adelante, fascinados.

—Un Estelaris otorga una armadura poderosa y un arma… pero su tecnología se basa en principios antiguos.

Espadas, lanzas, guadañas, martillos.

Armas cuerpo a cuerpo que emulan épocas medievales, pero con una potencia inimaginable.

¿Por qué?

Porque hace tiempo descubrimos una verdad aterradora: ningún material humano puede dañar a un portador de Estelaris.

Solo otro Estelaris puede herir o matar a uno de ellos.

La clase quedó en silencio.

—Por eso las armas convencionales fueron abandonadas.

Son inútiles ante un Estelaris.

La guerra ha regresado a sus raíces más primitivas… y más letales.

Me recliné en la silla, con la cabeza girando en mil direcciones.

Una guerra más grande de lo que podía imaginar… un futuro incierto… y la posibilidad de que uno de esos cubos me eligiera.

Miré a Zoey.

Ella también parecía afectada por la lección.

Tal vez, sin saberlo, estábamos al borde de algo más grande que nosotros mismos.

Y apenas era el primer día de clases.

La clase terminó sin mayores sobresaltos.

El profesor cerró su cuaderno con un golpe seco y salimos al pasillo entre risas, estiramientos y quejas de hambre.

El sol ya pegaba fuerte a través de los ventanales.

—¡Buahhh, tengo mucha hambre, Zoey!

—me quejé dramáticamente, llevándome la mano al estómago.

—Yo igual, cariño.

Vamos a la sala de comida y compremos algo —respondió ella, tomándome del brazo.

—¡Siiií!

Nos dirigimos juntos a la cafetería, rodeados del bullicio de otros estudiantes.

Justo cuando entramos, un chico rubio, alto y con pinta de arrogante, se nos cruzó en el camino.

Se acercó directamente a Zoey, como si yo ni siquiera estuviera ahí.

—Hola, linda.

¿Vienes sola?

Zoey reaccionó de inmediato, con la seguridad de quien sabe lo que quiere.

—Lo siento, cariño.

Estoy acompañada.

El chico desvió su mirada hacia mí, y soltó una risa despectiva.

—Bah… ¿Cómo es que los perdedores se quedan con las lindas?

No supe qué decir.

Un silencio incómodo se formó entre nosotros.

Sentí un nudo en el estómago.

Tal vez… tal vez tenía razón.

Tal vez sí era un perdedor.

Pero entonces, sentí la mano de Zoey buscar la mía.

Me apretó con fuerza, como si con ese simple gesto quisiera sostener no solo mi mano, sino mi valor.

Me miró y me sonrió.

Y por un instante, el mundo volvió a tener sentido.

El resto del día pasó sin más incidentes.

Al atardecer, me despedí de Zoey y caminé de regreso a casa, con una sola idea en mente.

Debo mejorarme a mí mismo.

Debo superarme.

Nueve meses quedaban para terminar el primer año en el instituto.

Era tiempo suficiente.

Tenía que cambiar.

No por el rubio, ni por nadie más.

Por mí.

Por la versión de mí que Zoey veía cuando me tomaba la mano.

Y así comenzó.

Día tras día, me esforcé como nunca antes.

Estudiaba con atención, tomaba apuntes, preguntaba, aprendía.

Y en casa, entrenaba hasta caer al suelo.

Levantaba pesas, corría, hacía rutinas hasta que el cuerpo no podía más.

Mi habitación olía a sudor, libros, y determinación.

Con la pesa en mano, llegué una tarde a mi última repetición.

El brazo temblaba.

Estaba al borde del colapso.

—Aghhh… yo puedo —gruñí.

Y lo logré.

Tres meses habían pasado desde el primer día de clases.

Mi cuerpo había cambiado.

Más firme, más definido.

Y mis notas…

por fin destacaban.

Esa tarde, luego de una sesión intensa, me quité la ropa empapada y me metí a la ducha.

El agua caliente recorría mis músculos adoloridos como un bálsamo.

Al salir, cubierto solo con una toalla, escuché un golpeteo en la puerta.

—Toc, toc, toc.

—¡Ya voy!

Denme un momento.

Fui rápido, pensando que era la comida que había encargado.

Pero no.

Era ella.

Zoey.

Y su rostro…

no era el de siempre.

—Hola, amor —saludé, algo sorprendido.

—Hola, cariño —respondió, con una expresión seria.

—¿Qué pasó, amor?

Tú no me visitas así porque sí… Entró sin decir más.

No me miraba.

Caminó hasta la sala, dio media vuelta… y entonces me miró de verdad.

Sus ojos se detuvieron en mi torso, bajaron lentamente por mi abdomen.

Se quedó en silencio.

—Estaba preocupada… te has comportado algo extraño últimamente.

¿Desde cuándo entrenas?

—Hace un par de meses.

Quería estar en forma —respondí, rascándome la nuca.

—Wow… te ves fabuloso —dijo, con una expresión entre asombro y deseo.

Luego bajó la mirada y murmuró—: Estaba pensando… no sé… Su rostro se sonrojó y su mirada se volvió más intensa, más juguetona.

—Pensando en hacer algo… divertido.

Llevamos dos años juntos, tal vez… es momento de algo más íntimo.

Me congelé.

—Amor, creo que estás yendo muy rápido.

Deberíamos calmarnos… Ella bajó la cabeza, como si hubiese metido la pata.

—Oh… sí, lo siento.

Creo que debería irme.

—No quiero que te vayas.

Se detuvo.

—Perdón… Por dentro, mis emociones eran una tormenta.

Quería tomar su mano.

Quería decirle que sí.

Que también lo deseaba.

Pero temía.

Temía que se sintiera usada, o que fuera demasiado pronto, aún después de dos años.

Lo pensé un instante más.

Y luego, decidí.

Al diablo con el miedo.

Me acerqué.

Tomé su brazo con suavidad, guié mi mano hasta su mejilla y la acaricié.

Sus ojos se clavaron en los míos.

Le di un beso… y otro más.

El momento se volvió fuego.

Sus labios, su piel, su respiración.

Lo demás fue inevitable.

La ropa cayó.

Las palabras se extinguieron.

Y esa noche, por primera vez, dormimos juntos.

Era temprano por la mañana cuando abrí los ojos.

La luz apenas se filtraba por la ventana, y el mundo aún parecía dormido.

Junto a mí, Zoey seguía abrazada a mi cuerpo, su respiración tranquila y su piel cálida rozando la mía.

Sentí su fragilidad, su cercanía, su amor… y el recuerdo de lo que habíamos compartido la noche anterior me envolvió como un susurro.

Yo y ella.

Juntos, por fin, sin barreras.

Con suaves caricias recorrí su espalda y sus mejillas, hasta que se removió ligeramente.

—Zoey, mi amor… despierta.

Tenemos que ir al instituto —murmuré con delicadeza.

—Mmmhhhhh… —gruñó apenas, sin abrir los ojos.

Definitivamente, Zoey no era una persona mañanera.

—Amor, de verdad.

Debemos levantarnos.

—Waaahhhhmm… buenos días, cariño —dijo entre bostezos, finalmente abriendo los ojos.

Por un momento, la confusión matutina la mantuvo desorientada.

Pero al recordar la situación, su rostro se sonrojó con ternura… y una sonrisa traviesa apareció.

—¿Nos damos una ducha?

Parecía que vernos sin ropa sería parte de nuestra nueva normalidad.

Compartimos una ducha entre risas, besos cortos y algunas miradas que decían más que las palabras.

Luego nos alistamos y partimos juntos hacia el instituto.

El día transcurrió sin sobresaltos.

Las clases se sucedían como de costumbre, la rutina volvía a tomar su lugar.

Todo parecía tranquilo.

Todo parecía en orden.

Hasta que, de regreso a casa, recibí una llamada de Zoey.

—Tuve un problema con mi familia… me echaron de casa.

¿Puedo vivir contigo unos días?

Me quedé en silencio un segundo.

No porque dudara, sino por lo que implicaban sus palabras.

Estaba dolida.

Estaba siendo apartada de su mundo.

—Claro, amor —respondí de inmediato, sin pensarlo dos veces.

Esa misma noche llegó con una mochila al hombro y el rostro cargado de emociones.

—Hola, cariño.

Tengo mucho que contarte —dijo, entrando y dejándose caer sobre el sofá.

—Hola, amor.

Estoy en mi sesión de entrenamiento.

¿Me esperas un poco?

—Claro.

Me vio entrenar desde la puerta.

Sus ojos me observaban con intensidad.

Sentía su mirada recorrer mi cuerpo como si cada movimiento que hacía fuera una danza dedicada a ella.

—Luces tan bien, cariño —susurró, sentándose con expresión encantada.

—Amor, necesito que me cuentes qué pasó —dije mientras continuaba con las repeticiones.

—Qué aburrido eres, cariño —respondió con una risita suave, y luego suspiró profundamente—.

Mi padre se metió en problemas.

Es uno de los comandantes del ejército… al parecer, le fue confiada una información crítica.

Para protegernos, nos dispersó a cada miembro de la familia en distintos lugares.

A mí me tocó venir aquí.

Aunque… claro —me miró con esa expresión traviesa que tanto conocía—, yo ya sabía a dónde quería ir.

Me detuve un momento.

Sus palabras me dejaron pensando.

—Entiendo.

Mi tío también ocupa un puesto importante en el consejo… pero no lo veo casi nunca.

Así que te comprendo, amor.

Ella asintió, esta vez con una expresión más seria.

Desde ese día, comenzamos a vivir juntos.

Fueron tres meses intensos.

De complicidad.

De confianza.

De intimidad.

De descubrimientos, de risas nocturnas, de conversaciones susurradas a oscuras.

Éramos solo ella y yo contra el mundo.

La soledad ya no era parte de nuestras vidas.

Compartíamos todo.

Y en medio de la guerra que acechaba, del futuro incierto, de las heridas pasadas… éramos felices.

Por primera vez en mucho tiempo, teníamos un hogar.

Aunque fuera solo un pequeño rincón de paz en medio de un mundo al borde del caos.

Los meses pasaron más rápido de lo que habría imaginado.

Todo mi esfuerzo empezaba a notarse: mi cuerpo estaba más fuerte, mis notas eran mejores y mi ánimo… diferente.

Sentía que mi vida, por primera vez, iba en una dirección correcta.

Todo era perfecto.

—Buahhhh —bostecé.

—Buenos días, Zoey —murmuré, aún medio dormido.

—Buenos días, cariño.

—Vamos al instituto, se nos hace tarde.

Me levanté de un salto y comencé a arreglarme.

Después de un desayuno rápido, Zoey y yo salimos juntos.

Mientras caminábamos, le contaba lo que llevaba en la cabeza desde hacía días.

—Mis notas mejoraron bastante.

No creí que fuera posible, jajaja.

—Sí, realmente mejoraste demasiado.

Estoy feliz por ti —respondió con una sonrisa que me hizo sentir invencible.

—Gracias, Zoey.

Al llegar al instituto, noté las miradas.

Algunos susurraban, otros se sorprendían.

No podían creer cuánto había cambiado.

Sentí que cada gota de sudor, cada hora de entrenamiento, había valido la pena.

Llegamos a mi clase favorita: Historia.

—Buenos días, estudiantes —saludó el profesor, con voz firme—.

Hoy les hablaré un poco más sobre la historia de Yernam, nuestra nación.

Zoey, levántate y dime… ¿quién fue el guerrero más fuerte de nuestra nación?

Zoey se puso de pie con seguridad.

—Claro que sí, maestro.

El guerrero más fuerte de nuestra nación fue Arthur, quien obtuvo el primer Estelaris de clase Rey.

Al ser el primero en poseer uno, tuvo ventaja y lo desarrolló hasta hacerlo todavía más poderoso.

Arrasó en la primera guerra contra Talirius, aprovechando la desinformación que existía sobre estos artefactos.

—Exacto —afirmó el profesor, asintiendo—.

Arthur fue el guerrero más fuerte gracias a su ventaja y al poder descomunal que alcanzó.

Yernam fue la primera potencia en tener un Estelaris de clase Rey, lo que hizo muy fácil arrasar con todos nuestros enemigos.

Múltiples naciones intentaron detener a Arthur, pero ninguno tuvo éxito.

Fue el guerrero más poderoso de nuestra historia.

Una alumna levantó la mano.

—¿Cómo era el gran Arthur?

—preguntó Diana, curiosa.

—Buena pregunta, Diana.

Arthur era un hombre alto, de cabello castaño oscuro.

Tenía un físico espectacular y un rostro que podía derretir a cualquier mujer.

Era, además, un verdadero galán.

Yo escuchaba con atención, casi soñando despierto.

El gran Arthur… Ojalá yo tuviera esa suerte si algún día me alistara en el ejército.

Poseer un Estelaris de clase Rey… sería respetado.

Admirado.

Temido.

9 meses han pasado desde que llegué a mi primer año, y todo parecía ir sobre ruedas.

Las amistades, las notas, mi relación con Zoey… incluso mi cuerpo se sentía más fuerte que nunca.

Pero entonces… sucedió.

Primero fue un estruendo, como si el cielo mismo se hubiera roto en mil pedazos.

Las ventanas temblaron y un silencio helado invadió el lugar.

Después, un segundo sonido, más grave, más cercano.

Los murmullos se convirtieron en gritos.

Un hombre vestido con un uniforme negro, sin insignias, irrumpió en la entrada principal.

—¡Todos al suelo!

—gritó uno, y su voz retumbó como un trueno.

Sentí la mano de Zoey aferrarse a la mía, con fuerza.

—Cariño… —susurró, y sus ojos mostraban algo que nunca le había visto: miedo puro.

En ese momento, entendí que la vida tranquila que habíamos tenido… acababa de terminar.

Zoey tenía el rostro demasiado pálido cuando me miró.

No dejaba de tocar mi frente, una y otra vez, como si intentara convencerse de que lo que veía era real.

Ahí fue cuando lo entendí: una herida abierta, caliente, palpitante.

Un trozo de escombro había caído directo sobre mi frente.

Con la poca conciencia que me quedaba, alcé la vista por encima del hombro del hombre de uniforme negro.

Mi mente tardó unos segundos en procesarlo.

¿Un dragón?

Fue en ese instante cuando un recuerdo se abrió paso entre el dolor: una clase de historia.

Yo estaba medio dormido, con los párpados pesados, escuchando al profesor hablar… hasta que tocó un tema distinto, uno que logró despertarme.

—Cuando los Estelaris fueron entregados a la humanidad —decía—, con ellos cayeron distintas especies sobre nuestro mundo.

Entre ellas, una de las más antiguas: los dragones.

Existen de muchos tipos, con diferentes características.

Nuestro mundo es avanzado, sí, pero solo en las áreas protegidas por los escudos que llegaron junto con los Estelaris.

El profesor caminaba de un lado a otro del aula.

—Nuestro país, Yernam, cuenta con ocho escudos en total.

Bajo ellos se encuentran nuestras principales ciudades.

Pero fuera de esas barreras, la civilización de Yernam está completamente desprotegida frente a las especies ajenas.

Entre ellas, los dragones… aunque se sabe que son escasos.

Volviendo al presente, me levanté tambaleándome, sangrando, sosteniéndome apenas con la conciencia que me quedaba.

Zoey caminaba a mi lado, claramente preocupada.

Avanzamos unos metros más y, casi por instinto, volteé.

Lo último que vi fue un aura oscura emanando del cuerpo del dragón.

En ese instante, un frío arrasador me atravesó el cuerpo.

Parpadeé… y el mundo había cambiado.

¿Una montaña nevada?

No tuve tiempo de reaccionar.

El dolor de la herida y el shock me vencieron.

Caí desmayado.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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