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Lobo solitario, de vuelta al amor - Capítulo 14

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  4. Capítulo 14 - 14 El arte de no estar
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14: El arte de no estar.

14: El arte de no estar.

El silencio que queda entre nosotros es más pesado que cualquier palabra.

No me quedo a escuchar si dice algo más.

Tampoco espero una disculpa que sé que no va a llegar.

Doy media vuelta con una dignidad que apenas logro sostener y me interno en el bosque, sintiendo cómo la decepción me arde bajo la piel de una forma peligrosamente familiar.

Idiota, me digo.

Idiota por haber esperado algo.

Idiota por haber querido verlo.

Camino rápido al principio, más por orgullo que por necesidad, pero cada paso hace eco en mi cabeza.

Su actitud, su frialdad repentina… no es solo enojo lo que me deja, es una sensación antigua, incómoda, como una herida mal cerrada que alguien acaba de tocar sin permiso.

Y entonces ocurre.

No es un recuerdo completo.

Es una presión.

Un tirón interno.

Una sombra que no tiene forma pero sí intención.

El aire se vuelve más denso por un segundo, como si algo en mí reconociera un peligro que no está presente… pero que una vez lo estuvo demasiado.

Aprieto la mandíbula.

No ahora, pienso con firmeza.

No aquí.

No corro.

Nunca corro cuando necesito desaparecer.

Doy un paso más y dejo que esa parte de mí —la que siempre sabe cuándo retirarse— tome el control.

El bosque responde de inmediato, no como un refugio, sino como un acuerdo tácito.

Mis movimientos se vuelven más ligeros, menos precisos, como si el mundo dejara de exigirme una forma definida.

No me hago invisible.

Simplemente dejo de estar del todo ahí.

El suelo no guarda bien mi peso.

El aire no retiene del todo mi aroma.

El rastro que dejo se fragmenta, se diluye, se equivoca.

Respiro solo cuando sé que ya no puedo ser alcanzada.

Me detengo mucho más adelante, con el corazón latiendo firme, controlado.

No por miedo.

Por rabia.

Por esa punzada absurda en el pecho que no debería existir y que, sin embargo, insiste.

Cierro los ojos un segundo.

Esto es lo que pasa cuando olvido quién soy.

Cuando me permito esperar.

Cuando bajo la guardia.

No vuelvo la vista atrás.

Hay distancias que no se miden en metros.

Y hoy, he puesto una que solo yo sé cruzar.

(—) El silencio vuelve a instalarse apenas cierro la puerta de la cabaña.

No es el mismo de siempre.

Este pesa.

Dejo la mochila en el suelo sin cuidado y apoyo la espalda en la madera, cerrando los ojos solo un segundo, lo justo para recuperar el ritmo de mi respiración.

No estoy cansada.

No físicamente.

Pero algo dentro de mí quedó mal acomodado, como si el rescate hubiera removido más que nieve y piedras.

No debí salir.

No debí mirarlo.

La escena se repite sin permiso: la sangre en la nieve, el olor metálico abriéndose paso en el aire, el cuerpo del hombre inconsciente… y la forma en que él me observó.

No con hostilidad esta vez.

Con algo peor.

Duda.

Aprieto los dedos hasta que la madera cruje bajo mis uñas.

La sed estaba controlada.

Perfectamente.

Lo sabía yo… pero él no.

Y no tendría por qué saberlo.

Aun así, algo en su expresión me golpeó como un reflejo antiguo, enterrado.

Una mano sujetándome con demasiada fuerza.

Una voz que no pedía, ordenaba.

El pulso acelerado no por deseo, sino por miedo.

Abro los ojos de golpe.

—Basta —murmuro, más para mí que para cualquier otra cosa.

Cruzo la habitación y sirvo agua, aunque no la necesito.

El gesto es automático, un hábito que finjo humano incluso cuando no hay nadie para observarme.

El líquido está frío.

Lo dejo correr por mi garganta solo para anclarme al presente.

Estoy aquí.

Ahora.

Libre.

Aun así, la incomodidad no se disipa.

Me molesta haber esperado algo de él.

Me molesta haber sentido esa chispa absurda de expectativa cuando regresé al monte, como si su presencia tuviera algún derecho a importarme.

Me molesta, sobre todo, que su actitud me haya afectado.

No debería.

El lobo atractivo.

Eso es todo lo que es.

Y sin embargo… Recuerdo la forma en que se interpuso entre mí y el hombre herido cuando creyó que podía perder el control.

El movimiento fue instintivo, protector… y completamente innecesario.

No porque yo fuera incapaz de hacer daño, sino porque **no lo haría**.

Ese juicio silencioso me dolió más de lo que estoy dispuesta a admitir.

Dejo el vaso a medio usar y me acerco a la ventana.

El bosque se extiende inmóvil, engañosamente pacífico.

La estela de su esencia aún flota débil, mezclada con la mía.

Señal inequívoca de que estuvo demasiado cerca.

Demasiado.

Una parte de mí —la más imprudente— quiere salir, enfrentarlo, decirle que no vuelva a mirarme así.

La otra, la que aprendió a sobrevivir, sabe que eso sería un error.

Las personas que despiertan emociones… siempre terminan tocando cicatrices.

Respiro hondo y tomo una decisión.

Pondré distancia.

La necesaria.

Cambiaré mis horarios.

Mis rutas.

Permaneceré menos tiempo en el claro, más en las zonas altas.

Si él patrulla este territorio, aprenderé a moverme entre los márgenes.

No es la primera vez que desaparezco cuando conviene.

Mientras organizo mentalmente los ajustes, una sensación extraña me recorre el pecho.

No es miedo.

Es algo más incómodo: decepción.

Con él… y conmigo misma.

Recojo la mochila y empiezo a guardar las últimas provisiones.

Todo vuelve a su lugar con precisión casi obsesiva.

Orden externo para compensar el interno.

Cuando termino, me detengo en medio de la cabaña.

El silencio vuelve a hablar.

No sé si él entendió lo que provocó.

Probablemente no.

Pero yo sí.

Y esta vez, no pienso permitir que nadie vuelva a confundirme con algo que no soy.

Apago las luces y dejo que la penumbra me envuelva.

Mañana empezaré a mantener la distancia.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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