Lobo solitario, de vuelta al amor - Capítulo 8
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- Capítulo 8 - 8 Disculpa fallida
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8: Disculpa fallida.
8: Disculpa fallida.
“Jacob” La extraña mujer de ojos esmeralda se ha retirado con cautela y se ha internado en el bosque detrás de ella, pude notar la conmoción en su rostro, pero no sé exactamente si es vergüenza lo que siente, ya qué, por lo que pude ver, no perdió ni un segundo de tiempo en registrarme todo.
De pies a cabeza.
Solo le faltó mis partes íntimas por supuesto, pero fue más una reacción instintiva que verdadero pudor, el cubrirme ahí.
Cuando al fin salgo del agua, saco la ropa de dentro de la mochila, una camiseta negra, unos pantalones vaqueros, ropa interior, calcetines y hasta un par de botas de montaña.
– Vaya!
Embri pensó en todo – murmuro.
En los bolsillos pequeños hay un cepillo de dientes, crema dental y varios artículos de aseo, agradezco a mi amigo donde quiera que esté,desde la enorme distancia que nos separa.
Luego de vestirme, de cepillarme los dientes y demás, tomo la mochila y la cuelgo en mi hombro y me dirijo hacia la cabaña de la semivampira descarada, río bajito ante ese pensamiento.
Autoadmirando el talento especial que tengo para poner apodos.
Considero que tan necesario sea tocar la puerta, puesto qué, estoy seguro de que me sentirá llegar.
Frente a su puerta con los brazos cruzados sobre el pecho aguardo por su presencia y pronto observó movimiento en la ventana, un instante después la puerta se abre y ahí está ella con sus ojos que parecen alumbrar como los de un felino.
Su ropa es ligera, una blusa de botones adelante, tejida a rayas y unos jeans ajustados, su cabello suelto peinado hacia un lado.
Es realmente bonita.
Se toma su tiempo para salir y bajar unos pequeños escalones que tiene la entrada de la casa.
Me pregunto ¿Quién construyó este lugar?
Se detiene en el último escalón.
Mirándome fijamente a los ojos me increpa.
– ¿y bien..
-dijo, sin moverse ni un centímetro.
Su voz tenía filo.
Firme, pero no hostil.
Sólo… alerta.
—Quería… um… —genial, ya estaba tartamudeando—.
Quería disculparme por lo de ayer.
No quise…
verte.
Quise decir… no quise interrumpir… ni mirar nada… ni… —cerré los ojos un segundo—.
No soy un pervertido.
Ella parpadeó lentamente, como si analizara cada palabra para decidir si debía creerme… o reírse de mí.
—Lo noté —respondió por fin con una calma helada.
Eso me tomó por sorpresa.
—¿Lo notaste?
—Sí.
Parecías más asustado tú que yo —dijo, apoyándose en el marco de la puerta.
Intenté no tomarlo como una ofensa.
No lo logré.
—Yo no estaba asustado —mentí.
Ella ladeó la cabeza.
Mucho peor: sonrió apenas, como si supiera perfectamente que sí lo estaba.
Y esa sonrisa me atravesó.
No tenía por qué haberme afectado, pero lo hizo.
—De todos modos… lo siento —insistí, sintiendo el calor subirme al cuello—.
Soy Jacob.
Jacob Black.
Ella sostuvo mi mirada unos segundos, y algo en su expresión cambió.
Como si mi nombre le confirmara que yo no era una amenaza… o como si la palabra “Jacob” le provocara una sensación molesta que no quería admitir.
—Emma —respondió simplemente.
Su voz fue más suave esta vez.
Muy poco, pero sí.
—Emma —repetí.
El nombre se sintió distinto en mi boca.
Ella lo notó.
Frunció el ceño, incómoda.
Silencio.
Un silencio denso, tirante, como si hubiera electricidad entre nosotros.
No sabía qué decir.
Ella tampoco parecía querer invitarme a pasar.
Y yo no podía simplemente irme.
Esa era la parte absurda: mis piernas no cooperaban.
—Entonces… —intenté continuar—.
Quería asegurarme de que… estás bien.
Ella respiró hondo.
Sólo eso.
Pero su mirada se oscureció apenas, como si mis palabras tocaran algo que no debía tocar.
—Estoy acostumbrada a que me observen —dijo, pero su voz no era fría esta vez.
Era… amarga.
Como si no hablara de mí.
Como si hablara de alguien más.
De algo que le había dejado cicatrices por dentro.
—Sí… bueno… —busqué una respuesta, sin hallarla—.
Yo no quería ser uno de esos.
Jacob… —dijo, con un suspiro entre irritación y vergüenza—.
Yo también te vi.
Mi corazón se detuvo un segundo.
—¿Qué?
—No esperaba encontrar a nadie en ese lugar —explicó con voz baja pero firme—.
Y mucho menos a un lobo desnudo bañándose como si el bosque entero te perteneciera.
Sentí el calor subirme al rostro.
Por el amor de… ¡qué humillación!
Ella desvió la mirada apenas… apenas… como si recordarlo la incomodara.
—Y sí —añadió—.
Admito que miré más de lo que debía.
Abrí la boca.
Cerré la boca.
No tenía idea de qué decir.
Emma, notando mi catatonia absoluta, giró el rostro hacia otro lado.
—Fue instintivo —gruñó, casi molesta consigo misma—.
No acostumbro… mirar.
A nadie.
Un silencio pesado cayó entre los dos antes de que añadiera, más bajo—: Mucho menos así.
Diablos.
Eso era lo más incoherentemente halagador que alguien había dicho sobre verme desnudo.
—Entonces… —intenté recomponerme—.
Ambos hicimos algo… inapropiado.
—Sí —aceptó ella, con un gesto breve—.
Y no quiero repetirlo.
Pero su pulso se aceleró apenas.
Yo lo escuché.
Y ella supo que yo lo escuché.
Sus ojos verdes se clavaron en los míos, tensos.
—Por eso —continuó, recuperando su tono frío— será mejor mantener distancia.
Distancia.
La palabra me golpeó más de lo que debía.
Ella bajó la vista por un segundo.
Uno solo.
Y luego retrocedió medio paso hacia el interior de la cabaña.
Retrocedió… para alejarse.
Para protegerse.
No de mí exactamente.
De lo que yo despertaba en ella.
—Será mejor que no te quedes mucho tiempo aquí, Jacob —dijo finalmente, recuperando su máscara de neutralidad—.
Este lugar no es… para compañía.
Ese “compañía” sonó casi como un peligro.
—No estoy buscando compañía —mentí otra vez.
El calor en mi pecho decía lo contrario—.
Sólo pasar un tiempo lejos de casa.
Ella entrecerró los ojos, como si pudiera ver a través de mis huesos.
—Como gustes —respondió.
Y ahí estaba.
La puerta entre nosotros.
Una barrera literal y figurada.
Yo sabía que debía irme.
Ella claramente quería que me fuera.
Pero ninguno de los dos se movió.
Hasta que, con un suspiro casi inaudible, murmuró: —Cuídate.
No sé por qué esa palabra me golpeó tan fuerte.
—Tú también —respondí, torpe, sincero.
Ella cerró la puerta despacio.
Demasiado despacio para alguien que quería alejarme.
Pero lo hizo.
Se escondió tras la madera rústica.
Y yo me quedé allí, como un idiota, sintiendo que algo en mi pecho había cambiado de lugar.
No era sólo culpa.
No era sólo vergüenza.
Era curiosidad.
Era atracción.
Y era un presentimiento: Ella tenía secretos.
Pesados.
Oscuros.
Y estaba más sola de lo que quería admitir.
Y yo… yo estaba jodidamente interesado.
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