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Nosotros en las estrellas - Capítulo 2

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  4. Capítulo 2 - 2 1- Radioactive
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2: 1- Radioactive 2: 1- Radioactive Canción sugerida: Radioactive – Imagine Dragons Aún recuerdo el día en que todo cambió; empezó, igual que cualquier otro, la misma rutina que recordaba hacer todos los días.

Papá y mamá se levantaron temprano, el olor del café llenó la casa y Matthew ya estaba peleando con su cereal porque “tenía grumos”.

Todo parecía tan normal que, si lo pienso ahora, da miedo lo fácil que se puede romper lo que se conoce.

Recuerdo la hora en la que se despidieron; tenían que ir a curar personas, como los mejores médicos de la ciudad, pero, como si fuera un ritual antes de irse, mamá me puso una de esas brújulas pequeñas que tanto amaba.

No era una joya de lujo; realmente era un colgante simple, plateado, con una aguja que nunca se quedaba quieta; sin embargo, tenía nuestra historia en ella.

En una de sus expediciones por el océano, papá compró dos, una para él y otra para la chica con la que quería construir una vida.

“Para que siempre sepas volver a casa”, me dijo sonriendo.

Papá hizo lo mismo con Matthew.

Los vi subir al carro desde la ventana.

Agité la mano hasta que desaparecieron al final de la calle.

No lo sabía en ese momento, pero esa era la última vez que los iba a ver.

Después de eso, volví a mi rutina, la de cualquier niña, tomé mis muñecas favoritas y me hice en el medio de la sala.

Mientras tanto, la niñera cantaba en la cocina una canción en otro idioma que no entendía, pero a mí me gustaba.

Matthew tecleaba sin parar en su computadora.

Decía que estaba “probando un simulador” o algo así; recuerdo que su sueño siempre fue ser piloto de avión.

Mientras jugaba a peinar a mi muñeca y vestirla para su show de modelaje, desde la sala veía cómo Matthew movía los dedos como si el teclado le respondiera a su mente.

El sol entraba por la ventana.

Todo se sintió cálido, seguro y entonces, el ruido llegó.

No fue un ruido normal, no era el de una tormenta o de un torbellino que últimamente eran más constantes.

Era más profundo, como si viniera del centro de la Tierra.

Comenzó cuando el suelo tembló.

Primero, espacio.

Después, más fuerte; el sonido era ensordecedor, todo sonaba, hasta las paredes comenzaron a crujir.

Todo se hizo pedazos.

Vi cómo el vaso de agua que estaba en la mesa se cayó, seguido del jarrón favorito de mamá y los cristales de las fotos que teníamos.

Justo ahí entendí que algo muy, muy mal estaba sucediendo.

—¿Mamá?

—grité, aunque sabía que ella no estaba.

Mi voz se perdió entre los golpes y el sonido horrible del piso vibrando; me congelé, quedé atascada en el medio del caos; mi corazón latía tan rápido que apenas podía respirar e incluso con cuatro años sentí que ese sería mi fin.

—¡Annie!

—escuché a la niñera gritar desde la cocina; su voz sonaba diferente, temblaba; quizás en ese momento fue lo que más miedo me dio.

Quise moverme, pero no pude.

Me quedé quieta en el suelo, abrazando mi muñeca favorita, con el cuerpo encogido.

Cuando pensé que todo iba a caer sobre mí, sentí como alguien me agarraba de la muñeca.

Era Matthew.

Tenía los ojos muy abiertos, con una mezcla de miedo y decisión que nunca había visto antes.

—¡Corre!

—me gritó.

Salimos corriendo mientras todo se movía; el piso era como una gelatina que no te dejaba mantener el equilibrio.

Tropecé, me raspé la rodilla, pero él nunca me soltó.

Cuando por fin logramos llegar a la calle, el aire estaba lleno de polvo y gritos; a nuestro alrededor la gente corría en todas direcciones, algunos lloraban, otros buscaban a alguien entre los escombros.

Nuestra casa ya no era casa; una parte del techo se había caído.

La pared del comedor se había partido en dos.

Al salir, la niñera desapareció entre la gente… Después de eso nunca la volvimos a ver.

El cielo tenía un color extraño, como si el sol se estuviera apagando y ahí, parada en medio de la calle con el corazón a punto de salirse del pecho, supe que nada volvería a ser igual.

Matthew me abrazó tan fuerte que casi me dolió; no dijo nada; ninguno de los dos lo hizo, no porque no quisiéramos, sino porque no había nada que decir.

Esa noche dormimos afuera, en medio de los restos de lo que alguna vez fue nuestro vecindario.

El aire olía a polvo, a humo, a miedo.

A veces cerraba los ojos y todavía escuchaba el rugido bajo la tierra, como si siguiera allí, esperando para terminar de destruir lo que ya había comenzado.

Matthew no durmió.

Se la pasó mirando el cielo, como si esperara una señal.

Yo miraba mi brújula, veía cómo la aguja giraba sin parar; desde ese momento pensé que tal vez ya no había un “norte” al cual volver.

Los días se volvieron semanas.

La gente empezó a desaparecer.

Las ciudades se llenaron de grietas y polvo.

El sol ya no calentaba igual, y el cielo se cubría de nubes grises constantes; A este punto, la Tierra parecía enferma, y la verdad era que, entre más pasábamos ahí, nosotros también lo hacíamos.

La única esperanza era que nuestra familia pudiera volver a estar unida, pero papá y mamá nunca regresaron; el entenderlo fue difícil.

Al principio los esperábamos cada noche, como si fuera un juego: “Hoy sí vuelven”.

Era una esperanza que no desaparecía; con el tiempo, dejamos de decirlo, quizás porque dolía menos no pensarlo, pero la esperanza seguía ahí, una costumbre que dolía.

Nunca nos rendimos, la mayor parte del tiempo mientras Matthew iba de refugio en refugio, preguntando si alguien los había visto.

Yo buscaba en las listas de los hospitales, pero, aunque sabía que cada “no” era una puñalada más, seguíamos buscando, hablábamos con extraños, buscábamos entre ruinas.

Pero nunca obtuvimos respuesta; era como si se los hubiera tragado la Tierra.

Con el tiempo, el mundo se volvió un lugar sin promesas.

La gente robaba, peleaba, solo sobrevivía; los niños dejaban de jugar y los adultos dejaban de mirar a los demás.

Todo era miedo, todo era silencio.

Pero un día, uno en el que ya nos empezábamos a rendir, alguien nos encontró; lo reconocimos cuando lo vimos; era Robert, el mejor amigo de papá; lo recordaba vagamente, con su barba gris y su voz tranquila.

Apenas nos vio, su cara cambió por completo; era como si llevara años buscándonos; quizás sí lo había hecho.

—Les prometí a sus padres que los protegería —nos dijo.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a un alivio.

Nos llevó con él a un refugio subterráneo.

Ahí fue donde escuchamos por primera vez el nombre que cambiaría nuestras vidas: Génesis Lab —Es un proyecto —nos explicamos—.

El último intento para salvar lo que queda de nosotros.

Su objetivo principal era comenzar de cero, darle una última oportunidad a nuestra especie.

Que estaban preparando algo grande.

Una misión fuera del planeta.

Yo no entendía todo, pero bastó con escuchar “nuevo comienzo” para querer creer; en realidad no era porque fuera valiente, sino porque ya no teníamos nada que perder.

Quizás había dudas y Matthew no estaba convencido.

Robert hablaba de una nave, de un viaje, de un planeta nuevo, el nombre que marcaría nuestro destino, Percevalis.

Cuando nos habló de este lugar, nos dijo que era un planeta donde la humanidad podría empezar otra vez.

Donde viviremos sin miedo.

Y ese día, sin saberlo del todo, dijimos que sí.

Aunque sabíamos que durante años nos forjarían para eventualmente salir del planeta, no sabíamos que esa decisión cambiaría el rumbo de nuestras vidas; se sintió lejano el pensar en dejar la Tierra atrás, cambiar nuestra vida y dejar todo atrás.

Todo ese tiempo me ayudó a entender que el mundo puede romperse en cuestión de segundos, y, a veces, cuando no te queda nada, lo único que puedes hacer es seguir corriendo.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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