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Nosotros en las estrellas - Capítulo 64

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  4. Capítulo 64 - 64 63- The Night We Met
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64: 63- The Night We Met 64: 63- The Night We Met Caminé por los pasillos, intentando que el aire frío de los pasillos limpiara el sabor metálico de la adrenalina en mi lengua.

No funcionó.

El nudo en la garganta seguía ahí, como si una mano invisible apretara justo en el lugar donde las palabras se habían atascado durante la sesión.

Había dicho todo lo que tenía que decir, pero mi cuerpo no se enteraba de que la batalla, al menos por hoy, había terminado.

Giré en la primera esquina, buscando el ascensor que me llevaría al nivel de salida.

Fue entonces cuando lo vi.

Vance estaba de pie junto a una de las ventanas panorámicas, hablando con Alexandra y Arthur.

No llevaba su sonrisa de siempre, esa media expresión amable de quien cree que ya ganó antes de empezar.

Sus labios eran una línea tensa y sus dedos tamborileaban contra la tableta como si necesitaran descargar energía en alguna parte.

Me acerqué a una de las vigas, escondiéndose e intentando escuchar de qué estaban hablando.

—Esa niña es un problema, viene aquí con sus ideas revolucionarias y espera que todos actuemos como ella quiere.

—La desesperación lo estaba consumiendo.

—Lo confieso, no era lo que queríamos, pero ella es más inteligente de lo que crees —dijo Arthur con un tono ligero, como si evitara jugar en una guerra que sabía podía perder.

—Nunca en los dieciséis años que hemos estado aquí, nadie se había atrevido a cuestionarme —su voz exagerada—.

¿Quién se cree?

Pero parece que a ustedes no les importa.

—Sabe cuál es la diferencia, señor Vance, que Annie ha leído cada libro existente, es inteligente y no se deja intimidar por un título; en cambio, usted, señor Vance —la voz de Alexandra titubeó—.

¿Qué fueron esos argumentos amenazantes contra Annie?

Usted sonaba resentido y poco profesional.

Usualmente, Alexandra solía ser una mujer dura y sin sentimientos, pero que me defendiera me había dejado sin aliento; me moví para intentar escuchar más.

Pero allí fue que se dieron cuenta de mi presencia; seguí caminando por el pasillo como si no hubiera escuchado nada.

Nuestros ojos se encontraron al otro lado del corredor.

No hubo palabras, ni gestos, ni cortesías diplomáticas.

Solo una fracción de segundo en la que su expresión cambió.

No era la furia abierta de un enemigo derrotado; hubiera sido casi más fácil.

Era algo más frío, más peligroso: el brillo calculador de alguien que toma nota.

Como si me midiera de nuevo, reajustando variables en su cabeza.

Como si el discurso que yo había dado no hubiera sido un final, sino una nueva pieza en el juego.

No aparté la mirada.

No podía darme ese lujo.

Mantuve el contacto visual, respirando despacio, clavando los pies en el piso como si el mármol pudiera anclarme.

Por un instante, tuve la sensación irracional de que si era la primera en bajar la vista, todo lo que había logrado en la sala se borraría.

Al final, no fue ni uno ni otro quien rompió el momento.

La puerta del ascensor se abrió a mi lado con un ligero clic y una voz conocida habló antes de que el eco metálico se disipara.

—Woods.

Dorian.

Me giré hacia él, agradeciendo en silencio la interrupción.

Estaba apoyado contra el marco del ascensor, con la chaqueta del traje desabrochada y la corbata un poco floja, como si el mismo edificio lo agotara físicamente.

Tenía ese gesto ladeado en la boca que no llegaba a ser sonrisa, pero tampoco era neutralidad.

Una especie de “sobrevivimos, pero no salimos ilesos”.

—¿Te escondes o celebras?

—preguntó, moviéndose a un lado para dejarme pasar.

—Solo trato de recordar cómo se respira sin tener veinte pares de ojos encima —respondí, entrando al ascensor.

Dorian dejó que las puertas se cerraran y, por primera vez en horas, sentí que estaba en un espacio donde no tenía que actuar.

El sonido suave del mecanismo descendiendo fue casi un alivio físico.

—Fue una masacre bonita —dijo al fin—.

Elegante.

Técnicamente perfecta.

Deberías estar orgullosa.

—No quiero estar orgullosa —murmuré, apoyando la espalda contra la pared de acero cepillado—.

Quiero que apaguen esa maldita actualización y que Aurora Bay pueda seguir respirando sin tener que mandar memorandos cada semana.

Él soltó una risa baja.

—Eres la única persona que conozco que puede llamar “maldita” a una actualización 7.4 de protocolo y sonar más peligrosa que un general con una flota de drones.

Lo miré de reojo.

—¿Eso fue un cumplido, consejero?

—Una constatación —dijo, encogiéndose de hombros—.

Hoy moviste una torre entera con palabras.

Eso no lo hace cualquiera.

Me quedé mirándolo por un momento; empezaba a disfrutar su compañía, quizá porque entre tanta gente era la única persona que creía entendía mi forma de ver el mundo en ese lugar, pero él tenía razón, hoy habíamos movido una torre entera, sin movernos, pero por primera vez en Villa Cristal no lo había hecho sola.

—Tu intervención allá, hoy fue crucial, no creas que una torre se mueve con el esfuerzo de una sola persona —dije al fin—.

Cuando mencionaste el impacto comunitario… sabías exactamente qué decir para que dejaran de verte como al “molesto defensor de las colonias”.

—Digamos que he aprendido a tomar las curvas donde menos se lo esperan.

La frase se quedó flotando un segundo antes de que me diera cuenta de que no se refería solo al Consejo.

—¿Curvas?

—repetí, arqueando una ceja.

Dorian se pasó una mano por el cabello, despeinándose aún más, con ese gesto que en cualquier otro contexto sería descuidado, pero que en él tenía algo de ritual.

—Ya te lo dije antes, yo corro carros, esa es mi filosofía de vida; lo que dije antes solo fue lo que sentí que debía decir; la mitad de las veces que hablo ahí dentro, me siento como en la recta final de una carrera.

Trazada, viento en contra, público enojado, cronómetro en rojo.

Si frenas un segundo de más, pierdes.

Si aceleras sin pensar, te estallas.

—¿Y tú qué haces?

—pregunté, genuinamente curiosa—.

¿Aceleras o frenas?

Sonrió, pero sus ojos seguían cansados.

—Depende de quién tenga al lado.

El ascensor se detuvo con un ligero salto.

Las puertas se abrieron a un nivel inferior, donde el vidrio dejaba ver una terraza elevada, una especie de balcón que daba al horizonte de Villa Cristal.

El cielo empezaba a teñirse de naranja; el día se rendía poco a poco.

Dorian hizo un gesto con la cabeza, invitándome a salir.

—Ven.

No pienso dejar que te vayas directo a casa con esa cara de “acabo de desactivar una bomba, pero me da igual”.

—No es indiferencia —protesté, pero lo seguí—.

Es… cansancio.

El viento en la terraza era distinto al aire filtrado de los pasillos.

Traía consigo el olor tenue de los jardines, una mezcla de tierra húmeda y flores cuidadosamente seleccionadas para no alterar demasiado el ecosistema de Percevalis.

Todo en Villa Cristal estaba pensado para ser perfectible, controlable, hermoso.

A veces me preguntaba qué habría pasado si hubiéramos podido llegar a un acuerdo de convivencia y vivir todos en un mismo lugar.

Probablemente, hubiéramos mezclado un poco de los dos; quizá me habría roto igual.

Solo que más despacio.

Nos acercamos a la baranda de seguridad.

Desde ahí, se veía el relieve completo de la ciudad: las casas acomodadas como piezas de un rompecabezas brillante, las torres de energía recortando el horizonte, los hilos diminutos de los transportes flotando entre un punto y otro.

Dorian apoyó los codos en la baranda y se quedó un momento en silencio, mirando hacia abajo.

—No van a perdonártelo —dijo al fin, sin rodeos.

—¿El qué?

¿Defender el derecho de respirar?

—ironía automática.

—Hacerles perder la ilusión de que controlan todas las variables.

Sentí un cosquilleo incómodo en la nuca, como si la mirada de Vance siguiera pegada ahí, incluso desde otro nivel del edificio.

—No esperaba que me mandaran flores —respondí—.

Con que no cierren las válvulas de Aurora Bay mientras duermo, me doy por bien servida.

—Hoy no —admitió Dorian—.

Pero Vance no es el tipo que olvida.

Solo el tipo que archiva hasta encontrar la forma de devolverte el golpe, envuelto en papel oficial y firmado por mayoría simple.

Su manera de decirlo era casi ligera, pero el mensaje no.

—Entonces tendremos que llegar a esa mayoría antes que él —dije.

Él giró un poco la cabeza para mirarme.

—Eso me lleva a otra cosa.

Sacó del bolsillo interior de la chaqueta una tableta más pequeña, uno de esos dispositivos personales que los consejeros usaban cuando no querían que sus búsquedas quedaran registradas en los sistemas compartidos.

La encendió con un gesto y la deslizó hacia mí.

En la pantalla, un conjunto de nombres y porcentajes flotaba sobre el plano holográfico de Villa Cristal.

En la esquina superior, un título: Proyección de intención de voto – Elecciones generales Mi estómago se encogió.

—Pensé que todavía era un rumor —dije en voz baja—.

Que lo de las elecciones… que faltaba más.

—No les basta con gobernar por “mérito” para siempre —respondió, con un humor ácido—.

Necesitan validar el cuento de la democracia ordenada.

Y necesitan hacerlo antes de que tu guerra les desordene demasiado el tablero.

—¿Alguno de los nuestros tiene posibilidades en esto?

—dije mientras deslizaba entre los nombres y los porcentajes; no conocía a muchos de los que estaban allí, pero Dorian sí debía de saberlo.

—Sí, Aurelia Madox, su familia es de los suburbios, está actualmente en el área de telecomunicaciones, pero no sabemos si vamos a ganar.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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